miércoles, 21 de diciembre de 2011

La habitación 19

                                                                                   I

-¿Tendrá fin esta carretera? – se preguntó el americano joven, de cabellos dorados, cuando el autobús rugió al internarse sobre una curva muy pronunciada. Llevaba cuatro horas sentado y el calor lo estaba desquiciando. Se acomodó por centésima ocasión cuando el pullman enfiló sobre otra recta. Abrió apenas la ventanilla y su cabellera danzó. Afuera, los matorrales, los árboles y los montes parecían espectros, manchones borrosos bajo el brumoso resplandor de la luna, que parecía una moneda de plata sin acuñar. Tomó aire varias veces, y cerró nuevamente la ventanilla. Consultó su reloj. Unos numeritos verde fosforescente le indicaron que eran las 22:03 de la noche. Se recostó como pudo. Miró a su compañero de asiento, un ranchero de tupido bigote y sombrero de ala ancha, que ahora roncaba. En los televisores, ‘Cantinflas’ y Ángel Garasa estaban a punto de subir al avión, cada uno creyendo que el otro era el instructor de vuelo. El americano se limpió el sudor del cuello, cerró los ojos y revivió, con pasmosa fidelidad, los sucesos que lo tenían montado en ese camión de pasajeros.

II

Exactamente una semana antes, el súbito repiquetear del teléfono lo despertó.
-Este, ¿Sí? – preguntó.
Era Paula, su cuñada. Se oía entrecortada, triste, llorosa.
- Ha, ha sucedido algo terrible. Se trata...de Doug. Está muerto...ven -. La voz de la mujer se rompió en mil añicos.
-¿Qué? – gritó David - ¡Paula! ¡Paula! ¡¿Qué estás diciendo?! -. Sólo escuchó el monótono bip-bip-bip del otro lado de la línea...de casa de Doug y Paula. Fue entonces cuando la palabra ‘muerto’ le lamió la mente con su lengua gélida, palpitándole en las sienes, como esos anuncios intermitentes de vodka, o cigarrillos, o pizza.
        -¿Doug muerto?...¿Dijo Doug?...¿Dijo muerto?. Se vistió con la misma ropa del día anterior. Salió a la fría mañana, soplando vaho caliente en sus manos. Encendió su deportivo azul y se dirigió a casa de su hermano. La ciudad estaba cubierta de neblina y David no recordó haberse detenido en ningún semáforo, ni haber visto más de dos automóviles circulando a esa hora. Al pasar por la SW 107, vio de reojo una barredora eléctrica blanca levantando torbellinos de granizo, a escala. Al llegar a su destino, las llantas de su coche chirriaron. La puerta de la casa se abrió y la sombría figura de Paula salió al porche. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Se abrazaron. Sara y Jessie, hijas de Doug, se unieron al abrazo. Los cuatro lloraron.
-¡Qué pasó! – preguntó David, zarandeándola apenas.
- Lo encontraron muerto en no sé qué hotel, hará como una hora. Estaba solo. La recamarera entró y...
Entonces era verdad. El último gramo de esperanza se desvanecía. Doug, su único hermano, el mayor, estaba muerto.
-Esto tiene algo que ver con la carta, estoy seguro, la que me leíste ayer o antier, por teléfono – dijo David.
-La tengo en mi cuarto – dijo Paula y entró en la casa. Tío y sobrinas la siguieron.
Dos días después, el cuerpo sin vida de Douglas Andrew Miller regresaba a su pueblo natal, dentro de un ataúd de pino. Paula y David lo estaban esperando. El certificado médico hablaba de un ‘infarto fulminante’.
Al día siguiente, durante el sepelio, David pudo leer la carta que Doug le había escrito y enviado a los suyos. Las hojas traían impresas el nombre de un hotel: Posada del Cid. Guanajuato, México.
-No me creo lo del infarto, Paula. Voy a México en cuanto pueda – dijo David mientras el cuerpo de Doug bajaba hacia su nueva morada, en donde reposaría, al menos los próximos mil años.

                                                            III

David abrió los ojos.
Contempló su reflejo sobre el polarizado cristal interior de la ventanilla. Se vio avejentado, cansado. No era la imagen de un joven de 24 años; era más bien la cara de un hombre de 40, que ha recibido una amarga caricia de la vida. Encendió la lamparita superior y releyó la carta de Doug por...¿Milésima vez?

“Hey, familia:
Guanajuato es un lugar mágico, distinto a cualquier otro. Tiene el misterio del oriente y la belleza de algunos rincones europeos. Sus callejones te hechizan, te invitan, te retan. Al recorrerlos te transportas a otros tiempos. Las casas tienen sus propias historias y leyendas. De hecho, hoy me voy a hospedar en un hotel con fama de embrujado. Dicen que en la habitación 19 han muerto tres personas, turistas, así que traten de adivinar en qué habitación me voy a registrar. Ya les escribiré y les contaré cómo me fue con el fantasma del Pípila. Su estatua domina la ciudad.
La próxima vez venimos todos juntos, y nos traemos a David.
Los extraña
Douglas A. M.”

David la dobló y la guardó de nuevo.
Afuera, súbitamente, los chorros de luz de los fanales del camión se estrellaron contra lo que parecía ser un animal parado a media carretera. El chofer tocó el claxon, pisó a fondo el acelerador y maniobró el volante. Los descomunales neumáticos chirriaron y durante unos instantes, el pullman patinó como si estuviera en una pista de hielo. Una pasajera se santiguó cuando el operador volvió a girar el volante con brusquedad. Las enormes llantas despidieron humo antes de barrerse sobre la franja del acotamiento. La parte trasera del camión coleó y estuvo a menos de medio metro de destrozar al burro. El chofer frenó con motor y el descomunal camión recobró el equilibrio, sobre el carril de baja. El asno sacudió el cuerpo para liberarse de aquella lluvia de grava y vio con pereza como desaparecía el autobús detrás de una curva. Los pasajeros comentaron el incidente, en voz baja.
Cinco minutos después, todos dormían.
El autobús aceleraba cada vez más. Pronto, el pueblo de Marfil quedó atrás.
- Señoras y señores – anunció el chofer -. En estos momentos estamos entrando a la ciudad de Guanajuato. Llegaremos a la terminal dentro de siete minutos, aproximadamente. Muchas gracias por haber viajado con nosotros -. Apagó el micrófono y de las bocinas surgió ‘All you need is love’, de los Beatles, interpretada por una orquesta más o menos moderna, quizá la de George Whaley.
El pullman aminoró la velocidad. Detrás de los cristales aparecían cientos de motas de luz, despedidas por los faroles de las calles. David abrió la ventanilla. Al ver aquellos callejones, túneles y puentes, y al aspirar el aroma que despedían las ‘huele de noche’, creyó estar en algún poblado medieval.
El autobús entró en la terminal. Bufó como si fuera una bestia de metal y al fin se detuvo. David esperó a que la gente sacara sus cosas de mano. Luego él mismo tomó las suyas. Se despidió del chofer con un ‘hasta luego’ en español más o menos claro, que fue respondido con un ‘fue un placer servirle’ por parte del sonriente chofer.
Bajó del camión. Bostezó. Se estiró. Se le destaparon los oídos. Caminó hasta el redondel giratorio, en donde algunas maletas ya bailaban el vals sin fin. Una voz femenina anunciaba la próxima salida del camión rumbo a Celaya. David pensó en las curiosidades del lenguaje. ‘Celaya’ se dijo a sí mismo y sonrió. Tomó su maleta negra y abandonó la pequeña terminal.
-Taxi, mister – le dijo un pequeño hombre moreno, en un inglés más o menos claro, al tiempo que le abría la portezuela de su Volkswagen. La palabra TAXI, en acrílico luminoso, estaba fijada en el techo. David asintió con un movimiento de cabeza. Guardaron la maleta en la cajuela delantera y ambos hombre se metieron al vehículo.
-¿Where to, mister? – preguntó el hombre, al tiempo que programaba el taxímetro.
- Hotel Posada del Cid, por favor.
- ...¿You...sure?
- Very sure; muy seguro.
El minitaxi se dirigió rumbo a la Presa de la Olla.
La estática le impedía al chofer escuchar un programa especial sobre Festival Cervantino, que iniciaría al día siguiente. Por su parte David admiraba la pasmosa soledad de las calles.
-¿First time here? – preguntó el taxista, apagando su radio.
- Yeah, first...and maybe last.
- I see.
Llegaron.
Bajaron la maleta.
El taxista parecía nervioso, como si tuviera prisa por irse de ahí. Recibió el billete, dio el cambio, se subió al taxi y partió a toda velocidad. David se guardó la cartera y vio la fachada del hotel.
Una enorme estatua del Cid Campeador, montado sobre un endemoniado corcel, le dio la bienvenida. La luna, un ojo de plata pura, ya no se mecía; ahora sólo vigilaba.
David se dirigió hacia la entrada. Empujó la puerta de cristal. Cruzó el pequeño lobby y llegó hasta el mostrador. En el sistema de sonido, Lawrence Welk interpretaba ‘Bésame mucho’.
- Welcome mister – le saludó un hombrecillo calvo, de espejuelos y bigotillo ralo, mostrándole la mejor de sus sonrisas.
- Buenas noches; quisiera un cuarto por favor – dijo David.
- ¡Ah!...habla usted español.
- Poquito -. El americano le guiñó un ojo.
- Mire usted, en este hotel tenemos unos cuartos muy bonitos; yo le recomiendo uno con vista al Castillo de Santa Ceci...
- Habitación 19.
La espontánea sonrisa del hombrecillo se borró de su cara. Se aflojó la corbata. Tomó un largo respiro. Otro más. Al fin dijo...
- Mister...¡Ese cuarto está embrujado!...Haunted.
-I know...ya lo sé.
En ese momento, las risas de una pareja que bajaba por las escaleras hizo voltear a los dos hombres en esa dirección. La pareja saludó al gerente y continuó su andar hacia el restaurante-bar-discoteca ‘El juglar’, que se encontraba en el sótano.
- Just married – dijo el hombrecillo tratando de recobrar su natural simpatía -. Llegaron hoy por la mañana. Vienen de Houston y los más seguro es que...
- ¡Habitación 19! -. El tono de David se tornó seco, solemne, serio, determinante.
- Mister, mister – balbuceó el gerente -. Three men died there. Tres hombres han muerto en esa habitación. El último fue un americano como usted, la semana pasada.
- Douglas Andrew Miller – dijo David.
El hombrecillo abrió el libro de registro. Buscó entre las hojas foleadas y encontró el nombre. Era el mismo que acababa de pronunciar el americano. Nervioso, se quitó las gafas y las colocó sobre el mostrador, de mármol negro salpicado de vetas verdosas. Sacó un pañuelo de la bolsa de su saco azul marino con botones dorados y se limpió la frente. Dobló el pañuelo, lo guardó y se colocó las gafas de nuevo.
- ¡Es mi hermano!...¿Comprende? ¿Understand?...¡Mi hermano! – dijo David. El gerente asintió con la cabeza y chasquó los dedos. Un muchacho, ataviado como Robin Hood, se presentó ante ellos. Tendía doce años y se caía de sueño.
- Emilio, conduce al caballero hasta su habitación – le ordenó gentilmente el gerente mientras tomaba la llave del casillero número 19.
- Ajá – respondió el mozo mientras recibía la llave, sin dejar de bostezar.
David firmó la hoja de registro, asió su maleta y siguió al pequeño juglar. Los cascabelitos de sus zapatillas emitían un sonido entre metálico y cristalino, como el que siguen produciendo las panderetas cuando la caravana de gitanos ya se aleja. ‘Este si es un auténtico bell boy’ pensó David y trató de pensar en otra cosa para no soltar una carcajada delatora; pensó en Doug y la carcajada se le coaguló en la garganta. Subieron las escaleras y se enfilaron por un pasillo. El jovencito vio el número de la llave...y el tintineo de sus zapatillas cesó. Miró al huésped, alto y fornido. Le extendió la llave y comenzó a retroceder por donde había venido. Algo acababa de espantarle el sueño. Algo llamado pavor. David recorrió el resto del semi-oscuro trayecto a solas.

IV


La habitación 19 estaba al final del segundo corredor, cuyas losas, rombos rojos, rosados y verdes, habían sido enceradas hacía muy poco, quizá la misma noche en la que Doug había...a decir por el agrio y a la vez dulzón aroma que liberaban.
David introdujo la llave en la cerradura. La giró y el seguro cedió, casi de inmediato.
En la recepción, el gerente y Robin intercambiaron miradas.
-Vete a tu casa Emilio. ¡Ah!...y ni una palabra de esto a nadie...¿Me entendiste? -. El pequeño asintió y echó a correr. El tintineo de sus botines invadió el lobby durante algunos segundos.

V

La habitación 19 estaba oscura.
A tientas, David buscó el interruptor. Lo encendió. Unos dedos largos y fríos le acariciaron la boca del estómago cuando la mortecina luz iluminó el cuarto. Vio la cama y le resultó difícil creer que ahí habían muerto 2 ó 3 hombres...¡Sólo Dios sabía cómo!
Dejó su maleta junto a la cama e inspeccionó el resto de la habitación. Nada fuera de los habitual. El mastique de las ventanas se veía sólido y viejo; conclusión: nadie había forzado las ventanas para entrar. Revisó el baño. Lo mismo. Los techos. El balcón. El closet. Nada.
- A ver la chapa – dijo. Abrió su maleta y extrajo una linterna sorda.  La encendió y proyectó esa gruesa línea de luz contra la pared. Si dos insectos hubieran decidido ejecutar esa noche, en ese preciso lugar, y a esa hora, los movimientos corporales necesarios para lograr la perpetuación de la especie...David habría contemplado un buen espectáculo, pero esa noche no había insectos ni bichos raros en la pared. La apagó. Salió del cuarto, asegurándose de traer la llave, y cerró la puerta. Encendió la linterna. Inspeccionó cada milímetro. Nada. Ni un rasguño delator. Entró de nuevo. Apagó la linterna y la guardó en la maleta. Sacó un revólver. Lo colocó debajo de la almohada. Se quitó la camisa y se puso un playera negra, con el rostro de Linda Rondstandt al frente. Extrajo un rastrillo, un cepillo de dientes y una loción. Los llevó hasta el baño. Regresó a la cama.
- Bien Doug – dijo -. Aquí me tienes, como te lo prometí. Voy a descubrir que pasó, qué te pasó. Yo no creo en fantasmas, como tampoco creo en los infartos al miocardio entre los deportistas, como tú. Creo en las respuestas lógicas, y estoy seguro que aquí voy a encontrar algunas; sólo es cuestión de paciencia.
Se recostó en la cama. Tenía hambre. Recordó que no había probado bocado desde la mañana.

VI

No había mucha actividad en el segundo restorán, ‘Tizona’. Dos meseros platicaban despreocupadamente junto a la caja registradora.
- ¡Es él! – dijo uno de ellos cuando vio entrar al americano.
Sólo había tres mesas ocupadas. David optó por sentarse en una que estaba junto al ventanal, con vista al jardín, en cuyo centro parloteaba una fuente que despedía chorros de agua de color azul claro.
David ordenó un sandwich ‘Cid’, la especialidad de la casa, y un refresco de manzana. Afuera, el chorro de agua formó un hongo y cambió de color; naranja, el hongo pareció surgido de una de las páginas de ‘Alicia en el país de las maravillas’. David pudo ver el jardín completo, un semicírculo de pasto, como una alfombra verde, iluminada apenas por reflectores en miniatura, escondidos entre las rocas, que lanzaban potentes rayos de luz verde. David se preguntó si la pareja de recién casados estaría en la discoteca.
Un minuto después, pidió su cuenta.
En cuanto salió, los meseros y el cajero se juntaron y siguieron cuchicheando.
Cuando regresaba hacia su habitación, David sintió otra clarísima punzada de eso que los sicólogos llaman...miedo súbito. Subió las escaleras y cruzó el primer corredor. Se internó sobre el segundo. Al fondo, la habitación 19 lo estaba esperando. Avanzó. Le zumbaban los oídos, como si una abeja le acabara de dar la señal de alarma al resto del panal.

VII

David abrió la puerta. Encendió la luz. Cerró. Depositó la llave sobre la mesita del centro. Un duchazo le caería muy bien. Se desvistió. Pensó en Doug. En Paula. En las niñas. Se lavó los dientes. Corrió la cortina de la ducha. Abrió las llaves. Permitió que el agua caliente le despejara la mente. Siempre le había gustado cerrar los ojos al ducharse, pero hoy simplemente no podía. Algo, una susurrante voz interna le decía...‘no cierres los ojos, Dave, no los cierres por nada del mundo, y menos mientras estés en la habitación 19’.
Mil preguntas y dudas le pulsaban en la mente...¿Qué hacía él lejos de su casa, de su trabajo, de su familia, en un hotel mexicano, tomando una ducha a las doce de la noche?...¿Fue un infarto lo que mató a Doug?...¿O un asesinato?...eso no tenía sentido...¿Quién?...¿Por qué?...Robo no fue; estaba el dinero y las tarjetas de crédito en su cartera; estaba todo lo demás...¿Y si la gente tiene razón?...¿Y si aquí realmente sí hay aparecidos?...No, no puede ser, los fantasmas son cosas de niños, puros cuentos...¿O no?
- ¿Sabes, Doug? – dijo en voz baja – Mentiría si te dijera que no tengo miedo. Estoy en tierra extraña, y en las tierras extrañas pasan cosas extrañas. Tiene lógica; no conocemos por acá.
El agua salió y salió hasta que se enfrió. David cerró las llaves.
Plop...plop...plop.
-Esto es una locura – dijo David -. Tal vez viste algo que te paralizó el corazón, Doug. Tal vez los otros también lo vieron. Y yo estoy aquí, en el mismo lugar, como si nada...y quizá ese algo me está observando en estos momentos, burlándose de mí en silencio.
Corrió las cortinas de la ducha. Salió. Se secó. Hacía o sentía calor. Mucho.
Se fijó que uno de los respiraderos del techo del baño era notablemente mayor a los otros tres. Le pareció extraño. Fue hasta el closet. Buscó un gancho metálico. Lo desenrrolló. Tomó una de las sillas y regresó al baño. Colocó la silla justo debajo del respiradero. Luego cogió una toallita blanca, de mano. Colocó el gancho debajo de ésta. Se subió a la silla, y como pudo, taponó el agujero; ninguna previsión extra está nunca de más. 
Apagó el interruptor y salió del baño. Encendió la lamparita del buró y apagó la luz principal. Se puso el pantalón de la piyama. Pensó en abrir la puerta del balcón, para que entrara un poco de viento fresco, pero lo pensó mejor y optó por dejarla cerrada, por lo de las rarezas que suceden en tierras desconocidas. Se acostó sin desdoblar ni la colcha ni las sábanas.
- No puedo irme Doug. No hasta saber – dijo, entre convencido y resignado.
Vio la hora: las 00:18.
Sacó una novela de James Clavell y trató de retomar el hilo de la historia, cortado abruptamente algunos días antes. Retrocedió unas cuantas páginas y volvió a adentrarse en el tema de los samurais del Japón de siglos atrás. Minutos después estaba tan concentrado en la lectura que no escuchó los leves ruidos.
Alguien llamaba a su puerta.
Toc...toc...toc.
Por fin los escuchó. En menos de un segundo arrojó el libro, sacó el revólver debajo de la almohada, amartilló el gatillo y apuntó. Su índice derecho dispararía hasta vaciar el cargador si algo entraba, lo que fuera.
-Who is it? – preguntó. La sangre le hervía.
-Soy yo, mister, el gerente, the manager; tengo algo para usted.
-Déjelo y váyase – le dijo David -. ¿Did you hear me?...¿Me escuchó?
- Muy bien mister. Aquí lo dejo. Me voy.
David escuchó los pasos alejándose, presurosos. Se acercó a la puerta y se recostó sobre las losas, tratando de ver hacia afuera, por la rendija que había entre la puerta y el piso.
Había algo. Una forma vaga.
David abrió la puerta de golpe.
El pasillo estaba desierto. Bajó el arma y recogió lo que el hombrecillo le había dejado. Un crucifijo de bronce, labrado. El rostro de Jesús parecía suplicar clemencia. Cerró la puerta y regresó a la cama. Estaba confundido. ¿Era algún plan del gerente? ¿Lo habría hecho de buena fe?
Se recostó. Estaba realmente cansado. Demasiadas emociones en una semana. Se olvidó de la novela y trató de pensar en otra cosa. Los rostros de Douglas y de Jesús no se apartaban de su mente. Respiró profundamente.
-¿Habrás visto algo, hermano? – se preguntó en voz baja. Analizó el crucifijo y lo depositó junto a la lamparita.
- Tal vez no le damos la importancia debida a nada. Tal vez esas cosas sí suceden en la vida real.
Las ideas le revoloteaban en la mente como una parvada enfurecida. El cansancio le provocaba pequeños calambres aquí y allá, y cuando cansancio, duda y miedo se unen, producen efectos raros en la mente de las personas.
- Tal vez, Doug, al cerrar los ojos, una mano fría, putrefacta y negra salió por debajo de la cama, reptó por la orilla y se aferró a tu cuello. Sus dedos, largos y descarnados apretaron, y apretaron, hasta...
...y entonces, quizá el espectro se hizo presente, para presenciar tu agonía, despidiendo un aliento fétido, un vaho infernal por la desdentada boca, mientras su amorfo rostro engendraba una exagerada mueca de placer, pronunciando una letanía satánica, escupiendo una materia amarillenta, viscosa y pestilente, hasta escuchar el ‘crack’ del cuello, el ‘crack’ de la muerte.
Era demasiado.
Un sopor caliente obligó al norteamericano a cerrar los párpados. Su cuerpo sucumbió al ataque de calambres y comenzó a perder rigidez. Sus músculos se aflojaban lentamente, sin prisa. El sueño estaba cada vez más cerca. Casi lo podía tocar con las yemas de los dedos. David se hundía. Ahora naufragaba en un mar de imágenes absurdas. Rostros y ruidos. Escenas y sonidos. Espectros. Cadenas. Vahos. Risas. El remolino cobraba fuerza, y David Giraba. Veía y giraba. Y sudaba. Ahí estaba Doug, ahora ya no. Ahora era el hombrecillo de los espejuelos el que giraba, riendo, asiendo un crucifijo de plata. Cadenas. Espectros. Susurros. Los giros se tornaban más violentos. El remolino alcanzaba velocidades pasmosas y succionaba todo lo que estaba a su alrededor. Personas y cosas. Ahí estaba Doug otra vez. La pareja de recién casados danzaba y reía. David tuvo la impresión de estar en una licuadora gigante. Las enormes aspas amenazaban con despedazar, con cercenar cabezas y miembros.
Y así como llegó, se fue.
Todo se fue diluyendo hacia la nada. Hacia la quietud. hacia el silencio. Hacia la inmovilidad.
El americano estaba profundamente dormido.



                                                                 VIII

En cuanto llegó el personal del siguiente turno, el hombrecillo de la recepción se fue caminando hasta su casa, con paso presuroso. No pudo dejar de pensar en los extraños sucesos del hotel en estos últimos días, y sobre todo, no podía de apartar de su mente al actual inquilino de la habitación 19
Ya en su casa, fue hasta la sala y se sirvió una copa grande, de whisky, lo que era muy raro en él. Subió a su recámara. Se quitó la ropa de trabajo y se enfundó en su bata azul. Bajó a la sala. Se sirvió otra copa. Iba a poner algo de música, pero no lo hizo; no estaba de humor. Pensó hablar al hotel, de hecho levantó el auricular, pero lo colgó finalmente. Cuando el tercer whisky comenzó a hacerle efecto, decidió que había llegado la hora de irse a dormir. Dejó a oscuras toda la planta baja y subió a su recámara. Su mujer dormitaba en la cama. El televisor seguía encendido. Proyectaban una película francesa, en blanco y negro. El hombrecillo encontró el control, y la apagó.
- Ya duérmete, Esteban – le dijo su esposa después de abrir los ojos y consultar el reloj despertador – ya van a dar las dos de la mañana.
- En un momento mujer...en un momento. El hombrecillo se santiguó, y, temeroso, se metió debajo de las sábanas.

IX


...¡Plop!
La toalla que había servido para taponar el respiradero del baño de la habitación 19, cayó de pronto en la oscuridad, haciendo un ruido sordo, apagado.
Por el hoyo comenzó a emerger el grotesco cuerpo de un bicharajo parecido a un escorpión gigante. Era enorme, negruzco, brilloso. Cuando logró pasar completamente, sus horripilantes patas se deslizaron en silencio por el techo, en dirección a la recámara.
El asqueroso insecto conocía bien el camino; había tenido que recorrerlo unos cuantos días antes.
Efectivamente: ahí, en la cama, reposaba uno de esos odiosos seres. Éste, no conforme con invadir el territorio del insecto, había tenido el atrevimiento de taponarle sus rutas de acceso.  
Cuando vio que el ser tenía el cuerpo casi completamente desnudo, comprendió que todo sería más fácil: sólo era cuestión de acercarse lo suficiente para clavarle su espantoso aguijón entre los dedos de cualquiera de los pies; el letal veneno de efecto casi inmediato se encargaría del resto...igual que las otras veces.

La habitación 19

  El más humilde de los tributos,
al más grande de todos:
Stephen King.

Ignacio E. Jaime Priego.
Octubre de 1992

¡Que el diablo me lleve!


Un buen día (que por cierto no tuvo nada bueno para Lenny Broggs, el Diablo mayor), el averno amaneció… tibio.
– ¡El infierno se está enfriando cada vez más! – decían las alarmadas y sulfurosas voces en los pasillos.
Nadie se lo explicaba a ciencia cierta.
Surgieron los runrunes, los chismes, los rumores:
Que los de la competencia están poniendo ‘sus diablitos’ en la instalación eléctrica; que la infraestructura ya está vieja y que por eso se cuelan los chiflones; que hay una fuga de azufre en las tuberías; que las reservas de carbón y de madera se están agotando; que las calderas ya pasan aceite; que esto, que aquello, que lo otro.
Las otrora gigantescas, hirvientes, espeluznantes, sofocantes y siseantes llamaradas rojas y naranjas que salían del área de las calderas… como que de un tiempo para acá estaban perdiendo fuerza, para convertirse en simples e inofensivas flamitas amarillitas, como las que tienen las mal puestas velitas de los pasteles de los niños cumpleañeros (con razón los niños exclaman… – ‘mami, este pastel sabe como a cera’). Los diablos ya no podían asar ni sus bombones, como antes. Ahora, y por mencionar un caso, esas llamitas se apagaban a la menor provocación. Había letreros que decían ‘Prohibido estornudar’.  
En el interior de sus peroles, los condenados al fuego eterno externaban su malestar en esas frías noches infernales e invernales:
– ¡Hey, esos diablos, échenle más leña a mi perol, no sean marros!
– ¡Me cái que hacía más calor en el sótano de la casa de mi abuela, en pleno diciembre, y eso que tenía humedad y goteras!
– ¡Carajo!… ¿Así van a estar?
– ¡Eso les pasa por no pagar el gas, móndrigos!
– ¡Nos va a dar pulmonía, con un demonio!
– Piensen en Michael Jackson, que no tarda en llegar.
– ¿Qué no murió en junio?... ¿No lo han sepultado?
– En esas andan, ya sabes cómo se las gastan los gringos en eso de rendirle homenaje a sus personalidades.

Día a día, la temperatura descendía drásticamente.
Todos los moradores de aquellos lugares parecían turistas mexicanos vacacionando en Aspen, luciendo sus mejores chamarras forradas, abrigos, suéteres, bufandas, gorritos de lana, orejeras, guantes y botas de piel de conejo.
El Diablo mayor se preocupó de verdad por la situación cuando escuchó un rarísimo castañeo de dientes, seguido de doce sonoros estornudos en filita india que se echó su jefe de escoltas, Vladimir Yeznik, a quien los lugareños apodaban ‘Mr. Iceberg’ por su probada resistencia a las escasas ondas gélidas que por aquellos lares se presentaban. Mister Iceberg era un tipo que a pesar de vivir en el infierno, congelaba con su mirada al mortal que se atrevía a ver sus ojos.
– ¡Que el diablo me lleve! – le dijo el Diablo mayor a su jefe de escoltas, en su gustada y perfecta imitación de Popeye el marino, incluso fumó una pipa imaginaria y cerró un ojo, luego agregó: – Y sólo me falta que hoy en la noche Lucila no le dé un cachetadón guajolotero al patán de Juan Enrique… ¡Ashhh, cómo lo odio; me recuerdan a Oliva y a Bruto… ! (luego de decir esto, el Diablo mayor destapó una lata imaginaria de espinacas y comenzó a masticar la mentada planta quenopodiácea; sus brazos adquirieron de inmediato la fuerza de un Hércules).

Al escuchar y al ver aquello, Vladimir Yeznik se hizo el desentendido y recordó que de unos meses para acá, algo le pasaba a su jefe, el Diablo mayor, algo raro: le estaba dando por imitar la voz y los gestos de ciertos personajes de la televisión, adquiriendo además los rasgos característicos del imitado. Paralelamente, y como si entrara de pronto en trance hipnótico, al Diablo mayor le daba por pensar en voz alta, a veces estando solo, a veces en compañía, en ocasiones despierto, y en otras, dormido. Los diablos que lo escuchaban no le decían nada por temor, más que por respeto. Con mucha frecuencia, el Diablo mayor comentaba el capítulo más reciente de la telenovela de las siete, ‘Pégame o págame, pero ya’, sicoanalizando a su modo a los personajes centrales de la misma: Juan Enrique Lima Montes, el abogado de la familia; Lucila Galván, la heroína, y Camila Baena, prima de ésta última, poseedora de unas piernotas, unas curvotas y unas pechugotas que fascinaban al Diablo mayor.

Una vez tragada la espinaca, el Diablo mayor llamó a su secretario particular, Boris Brietnev, y le pidió, en esta ocasión imitando la voz de Félix el Gato (incluso, la cara se le llenó de pelos negros, que se achicharraron de inmediato) que organizara una junta de gabinete con carácter de urgente; el enfriamiento del infierno se había convertido en una papa caliente, o mejor dicho, en un tubérculo caliente (la palabra ‘papa’ estaba en la lista PPPA : ‘palabras prohibidas por aquí’, por razones que no necesitan explicación).
La mentada junta se realizó ese mismo sábado de diciembre del año del fuego (2721), a las cinco de la tarde, en el recién estrenado y lujosísimo salón Montiel, decorado con mármoles y cuadros franceses, a un ladito de la aún no inaugurada Sala de Juntas Mario, ‘el precioso’ Marín, con teléfonos a prueba de espionaje.
Todos los calentadores de gas estaban funcionando a su máxima capacidad, y aun así, había diablos que tiritaban de frío; otros más hacían donitas de vaho, las que se despedazaban como nubes al viento al chocar contra los cuernos del chamuco de enfrente.
Dio comienzo la sesión.
– ¿¡Se puede saber qué diablos está sucediendo en este mi reino, que sí tiene la mayor importancia!? – preguntó el Diablo mayor con firmeza, imitando a Arturo de Córdova, mientras se alisaba el cabello y le subía el zíper a su chamarra de piel de carnero, teñida de rojo.
– … Parece ser que se está enfriando el infierno, ¡Oh, gran Señor de las Tinieblas! – dijo como declamando un pobre y tímido diablo, el que, tras hacer una vistosa caravana, tomó el control de uno de los calentadores y oprimió el botón IIC (Incremento de Intensidad Calorífica).
– ¡Eso ya lo sé!, ¡Eso ya lo sé! – respondió enojado el Diablo mayor, ahora imitando a Pompín Iglesias – lo que quiero saber es el porqué, lo que quiero saber es el porqué… y no me vuelva usted a llamar ‘el Señor de las Tinieblas’, de las ‘Tinieblas’; ése es Drácula; a mí llámenme el Ángel Negro, Ángel Negro… ¿Quedó claro?, ¿Quedó claro?… ¡Qué bonita familia! – miró a todos, retador.
– Clarísimo – dijo uno casi gritando, para luego murmurarle al de junto – ¿El Ángel Negro?... así se llama un luchador de la triple A.
– Más claro ni el fuego – afirmó otro chamuco.
– ¡Basta! No han contestado a mi pregunta – insistió el Diablo mayor. Luego, sin decir agua va, dijo, clavando la vista en una de las paredes de la caverna: –… Oh, rayos, aunque todo podría ser una bien urdida treta de Juan Enrique, para quedarse con la fortuna de Lucila, pero yo que él, mejor me quedaba con Camila, que aquí entre nos, insisto, tiene un par de piernas y de bultos pectorales que ¡Ay, nanita…!
Los presentes se hicieron los desentendidos, limitándose a intercambiar miradas furtivas y a evitar una carcajada delatora. Sabían que su jefe andaba mal, pero no tan mal; y todo por ver su televisión de plasma, a todas horas.
Para desviar la atención, tomó la palabra el chamuco encargado de las relaciones públicas del infierno con el resto del universo, un diablo regordete llamado Sergei Brontz:
– Mi señor. Como usted seguramente ya sabe, estamos situados justo en el cuadrante cero del paso cenital noroeste de la corriente de los vientos gélidos que se desplazan hacia el planeta Tierra.
– ¡No estaba enterado! – dijo el Diablo mayor en su aplaudida caracterización de Cuauhtémoc Cárdenas; sus orejas se agrandaron y la piel de su rostro se cayó y arrugó un poco.
Luego de reír por el chascarrillo del jefe, Sergei Brontz continuó.
– En un principio, señor, supusimos que se trataba de algún fenómeno natural, tipo ‘el niño’, o ‘la niña’, pero los reportes meteorológicos de nuestras coordenadas multi-zonales descartaron esa posibilidad; luego pensamos en una causa más aterrizada; ya ve que estos humanos son capaces de contaminar el universo en un santiamén (al escuchar el término, el Diablo mayor le peló tremendos ojotes al de la voz, quien corrigió de inmediato) ¡Perdón!, quise decir… en un abrir y cerrar de ojos…
– Así está mejor – afirmó el Diablo mayor, complacido, gesticulando de pie, meciendo su cuerpo como lo hacía Benito Mussolini, sobándose la barbilla con la mano, al término de sus discursos. Luego se sentó.
… Incluso – continuó el primero – nos planteamos la posibilidad que el descenso en la temperatura ambiental se debiese a un enfriamiento temporal del astro rey, el Sol, pero no, las celdas de los medidores solares no muestran alteración alguna en los últimos cuarenta años. Por el otro lado…
– ¡Ay, ya cállate, cállate que me desesperas! – le dijo el Diablo mayor, ahora como Quico, el del Chavo del Ocho.
– En realidad señor, estamos enfrentando un problema local – sintetizó el diablo Brontz.
– Defina usted ‘local’ – le pidió el Diablo mayor, y luego agregó… - No, y qué par de pechugas tiene Camila, esto, lo que sea de cada quién, es una fijación mía, lo sé, que simplemente no he podido superar, pero… ¡Uy, qué par tiene!... no, y cómo le lucen cuando saca su playerita rosa. ¡Ayyyyy!… (gran suspiro)… ojalá y hoy se la ponga porque ando bastante jariosón.
– Ejem, ejem – interrumpió Sergei – el enfriamiento es interno, como quien dice, se está dando aquí, en el centro mismo de nuestro bien amado infierno – concluyó.
– ¿O sea que alguien aquí abajo no está haciendo bien su chamba?… esto lo tiene que saber el jefe – inquirió el Diablo mayor, ahora como Maxwell Smart y de inmediato comenzó a marcar el zapatófono.
– Eso, o… – Sergei hizo una gran pausa.
– ¡Eso o qué, por todos los diablos ¡Eso, o qué!… ¡Hable ya, que nos tiene a todo es ascuas! –. El Diablo mayor se puso de pie nuevamente y lanzó fuego por los ojos.
– Eso, o algún inquilino de reciente ingreso nos está haciendo la mala obra – remató Sergei.
El Diablo mayor se sentó. Se serenó. Caviló. Habló.
– Quiero ver de inmediato el corte de la última lista de ingresos a este reino, con currícula y foto – ahora el Diablo mayor se comportaba como el detective Columbo, incluso se rascó la cabeza.
– ¿Quieres la currícula y unas fotos de este tu reino, el cual se engalana bajo tu diabólico mandato? ¡Oh!, gran señor mío, por la currícula no hay problema, pero… ¿Las fotos las quieres aéreas, rasas, panorámicas o infrarrojas? Indícame, que tus más baratos deseos son mis más caras órdenes – le comentó un diablo medio desconcertado que tenía piochita como de mosquetero francés (venido a menos) del siglo XVII.
El Diablo mayor se rascó la nuca una vez más.
Los diablos allí reunidos intercambiaron miradas. Sabían que cuando su jefe se rascaba la nuca de ese modo, era porque, o iba a empezar a repartir diablazos, o era porque alguien acababa de encenderle la mecha.
– ¡No quiero volver a ver, a escuchar o a saber nada de este imbécil en toda mi vida! – gritó el Diablo mayor, imitando la voz y los tics del inspector Dreyfuss, jefe inmediato del inspector en jefe Jacques Clousseau, de la Pantera Rosa.
– Señor, ese imbécil, ese idiota, ese estúpido, ese bruto, ese papanatas, ese bueno para nada, ese…
– Ya párele usted – lo interrumpió el Diablo mayor – Ya le está usted echando de su cosecha.
– Decía que ese zopenco es su primo Yuri, mi Señor, el único que cuenta con su venia para llamarlo ‘Belci’, o My cousin devil, o ‘Satin’, o ‘Chamuquis’, o ‘Luzbi’ – le recordó un diablo con lentes como de búho.
– ¡Oh, santo cielo!, es decir, ¡oh caracoles, es verdad! – respondió el Diablo mayor,  en el tono y modito que usan los traductores del programa ‘Emergencia 911’.
La junta se dio por concluida.
El en pasillo de salida, todos los diablos comentaban acerca del extrañísimo mal que aquejaba a su jefe.
– Para mí que de chico se cayó de su perolito y se pegó en la cabezota.
– Yo más bien creo que está viendo demasiada televisión; ayer me dijo… ¡Me parece que vi un lindo gatito!, con la voz de Piolín.
– Es el estrés, segurito; mi tía Filo está igual, sólo que a ella le da por hablar de la dieta blanda de los cocodrilos.
– ¿No nos estará cabuleando?
– Quién, ¿Mi tía Filo?
– No’mbre, el jefe.
– Yo casi no aguantaba la risa cuando dijo lo de las piernotas y las pechugotas.
– Si vieras la telenovela se te quitaba la risa.
– Y si vieras a Camila, se te iba hasta el aliento.
Unos minutos después, ya en su oficina, y al calor de su bien abastecida chimenea particular, el Diablo mayor leía detenidamente el SNIF (Status de Nuevos Ingresos Francos), mientras comía unos M&Ms, sus favoritos.
Mientras leía y botaneaba, escuchaba con agrado los hits del CD que recientemente le había quemado el DJ del averno, Leonid Korsof:
‘Diablo con vestido azul’; ‘Don Diablo’; Devil in her heart’; ‘El Diablito seguía bailando’; ‘Evil woman’ (entre otras selectas piezas).
Echó un M&M al aire y lo cachó con la boca. La píldora rodó hasta su garganta. A la tercer tosida, salió despedida.
–¡Perou qué me pasa Pepe Truenou, yo no era así!… ¡Estoy peor que Bush! – dijo asustado, imitando la voz de Tiroloco McGraw.
Dejó de comer. Sus rojizos ojos se toparon con una fotografía espantosa.
– ¡Virussss! ¿Y a éste qué le pasó? – se preguntó en su caracterización de Capulina. El Diablo mayor engordó de inmediato.  – ¡Qué cosa más espantosa, Virutita!
Leyó las primeras líneas de la hoja de registro.


Apolonio Sigfrido Mendiolea Carsolio.
 36 años.
Moreno.
1.69 de estatura.
125 kilos de peso.
Mexicano.
Originario de Villahermosa, Tabasco.
Empleo actual: Agente Judicial.
Muerto en un enfrentamiento entre policías y secuestradores en el Estado de México…

– Aquí hay gravísimo un error – dijo en voz alta el Diablo mayor como él mismo y dejó de leer el expediente.
– Un policía judicial que pierde la vida por enfrentar a unos secuestradores… no tiene por qué venir acá. Me da coraje reconocerlo, pero este sujeto está en el lugar equivocado; lo más seguro es que hoy mismo tome el elevador que lo llevará directamente a la jurisdicción de la competencia, allá arriba… ni hablar. Los años me han enseñado a reconocer mis derrotas, además, aquí no hay lugar para los secuestradores, y si por mí fuera, los secuestradores no tendrían cabida en ningún lugar del universo; si por mí fuera, los metía en una celda y los dejaba morir, sin agua, sin alimento, obligados a ver las fotografías de las personas a las que secuestraron, y así los mantendría, el tiempo que duraran, una, dos, tres semanas a lo mucho. Sí, eso haría.
Agitó la campanita roja y de inmediato entró su secretario particular.
– ¿Llamó usted?
– El Diablo mayor guardó silencio unos segundos.
– ¿Dijo usted ‘llamó usted’? – preguntó, enfadado, utilizando el grave tono de voz de Largo, el mayordomo de los Adams.
– Sí mi señor, eso dije, ¿Llamó usted?, y me acuerdo porque acabo de decirlo.
– Pero así decía Largo – comentó el Diablo mayor, medio desilusionado… ¡Caray!… como que nos hace falta algo de originalidad; por eso los nuevos ingresos han estado tan bajos. Deberíamos de aprender de los de allá arriba, que hasta sacan anuncios en la tele, en co-producción con alguna línea aérea… en cambio nosotros – remató, lleno de melancolía.
– Lo intentaré, mi señor.
– Trae ante mi presencia… al número, déjame ver, sí, aquí está… tráeme al 117-D/7504NVA – dijo, en voz alta y con tonito, como si fuera gritón de la lotería.
– Enseguida, señor.
El secretario salió. El Diablo mayor se puso sus audífonos, pero se los quito porque estaban demasiado fríos.
Y mientras George Harrison terminaba a cantar ‘Devil in her heart’, se escucharon unos toquidos en la puerta.
– Adelante, señor secretario, porque me imagino que es usted, compatriota, ¿o acaso me equivoco? – dijo el Diablo mayor, en esta ocasión imitando la delgadita y cantadita voz de Carlos Salinas de Gortari en tribuna.
– Señor, el número 117-D/7504NVA.
– Que se ponga – ahora imitaba al español Gila.
El judicial entró. El secretario caravaneó, salió, y cerró la puerta.
– Adelante. Soy el Diablo mayor, y estás en mis extensos dominios: la Ponderosa infernal –. Ahora el Diablo mayor era Ben Cartwright, con sus manos en las caderas.
– O sea que como quien dice, tú eres nada más y nada menos que el mero mero – comentó el humano y sonrió, dejando ver un diente frontal de oro en el que se reflejaron las llamas azulosas que chisporroteaban tímidamente en la chimenea.
– ¡Bingo! – dijo el Diablo mayor al estilo de George Burns, uno de sus actores favoritos.
Ambos seres quedaron frente a frente. El Diablo mayor le sacaba una cabeza en estatura a su interlocutor.
El judicial rompió el hielo.
– Perdona que no te dé la mano, pero la mera verdá es que todos ustedes están requetecalientes y neta ya me arden las manoplas – dijo el mortal, como queriéndose hacer el chistoso.
– ¡Cómo!, ¿Pero se atreve usted a tutearme, así como así?… Ah, no, no… ¡Nunca me hagan eso! – dijo el Diablo mayor en su aplaudida caracterización de ‘Clavillazo’.
– ¡Uy!, déjame decirte algo, quien tutea al comandante Vega López, como aquí tu servilleta, pues puede tutear hasta al Papa – le aseguró el policía.
– Le suplico que no mencione esa palabra aquí; es una cuestión de ética, usted comprende.
– ¿Cuál palabra?… ¿Comandante?
– … No. Papa – le corrigió el Diablo mayor, como él mismo.
– ¡Papas!… digo… ya vas. ¿Y cómo para qué soy bueno?
– Te mandé llamar, chato, digo, porque como quien dice, verdad – ahora, el ser supremo del averno hablaba como Cantinflas, hasta bigotillo le salió en las comisuras de los labios – aquí hay lo que en mi pueblo catalogamos, como quien dice, mentamos como un error.
– ¿Error? – preguntó el judicial, como nerviosón.
– Sí chato, según los informes que yo mandé ped… porque yo de que pido, pido, chato… hombre no hay que ser, porque uno qué… usted murió, como quien dice, felpó, en una balacera entre polis y cacos, o sea, verdad, entre azules y buenas noches, vulgo policías y secuestradores.
– ¡¡¡¿¿¿Peerrrdónnnn!!!!????
– Te perdono chato, pero no lo vuelvas a hacer, porque digo, hombre, pero qué necesidá, no hay derecho, porque uno qué, uno como quiera sale, pero ¿y las criaturitas?...
– Qué alivio, yo creí que ya habían descubierto lo del tún… digo, este, quiero decir, así es de María Greever con Alvarito al piano – corrigió el judicial.
– ¡¿Qué cosa dijo?¡ - preguntó intrigado el Diablo mayor.
– Que simón, que así fue… pelé en una balacera entre judas y secuestradores… si ya sábanas paquetes de hilo.
– ¿Si ya sábanas paquetes de hilo? – preguntó el Diablo mayor con la voz del oficial Carlos Matute, de don Gato y su pandilla.
– Yeso fresco, o sea, que si ya sabes, para qué te digo.
– Entonces es cierto que usted murió en el cabal cumplimiento de su deber – cuestionó Matute, digo, el Diablo mayor. El ser infernal se sentó de nuevo.
– Háblame de tú, hombre, no seas tímido mi diablo –  dijo el judicial –  estamos en confianza, y la neta me estás cayendo bien; para nada eres como te pintan allá en la Tierra
– No me quiero ni imaginar. Pero volvamos a lo nuestro – dijo imitando la voz y las actitudes histriónicas de Enrique Álvarez Félix.
– ¿A lo nuestro?… Híjoles mi diablo, cualquiera que nos oyera echaría a volar su imaginación.
– ¡A nuestro asunto!, es decir, al parecer, usted, digo, moriste valientemente cumpliendo con tu deber – dijo el Diablo mayor, azorado.
– Pues sí, y no.
– ¿Sí y no?… honestamente no comprendo el significado de sus palabras, señor mío – dijo el ser rojo a la Ernesto Alonso.
– Sí, hombre, lo que pasa es que un maldito cuico sacó la tartamuda antes que yo… y pos me madrugó.
– ¿Un maldito qué…?
– Cuico, azul, poli, judas, policía.
– ¿Quieres decir que un elemento de tu propia corporación te disparó accidentalmente? – preguntó el Diablo mayor, impresionado, con la voz de Óscar Pulido.
– ¡Accidentalmente… mangos! Vi el maletín. Lo cogí. Lo abrí para ver si estaba toda la lana… cuando ya sabes,  escuché el ‘¡No te muevas!… y desenfundé; ya sabes, un reflejo instintivo.
– Mi esposa no me lo va a creer, pero hay algo que no me explico – el Diablo mayor hablaba nuevamente como el teniente Columbo; incluso, uno de sus ojos de pronto pareció vidrioso, fijo.
– ¿Qué hacía un policía viendo un maletín, tomándolo, y abriéndolo para ver si traía el total del monto del rescate?
– Es que en esos momentos yo no era policía, carnal.
– Ignoro qué mecanismo de defensa está utilizando este abominable sujeto – dijo el Diablo mayor – es un caso muy parecido al del pariente de la enfermera Melba, la que cuida al abuelito de Camila; pobre, ella ignora que su tío el taxista está de acuerdo con el abogadillo de quinta ese de Juan Enrique Rojas Camarena, para desheredarla.
– ¿Melba y su tío? – preguntó el judicial, absolutamente sacado de onda.
– ¡Cómo… por favor no me digas que tú también guachas la telenovela, carnalito! – preguntó el Diablo mayor, ahora como Tin Tán –. ¡A poco no está chévere!  
– ¿Telenovela?… ¡Cuál telenovela!
– ¡Ah!... este… olvídelo capitán – sugirió el Diablo mayor, en su papel de Gilligan, el contramaestre del Minow SS.
– Pues mire, pa’ acabar pronto: sí morí en el cumplimiento de mi deber, porque era mi deber pagar esa lanota que debía, ¿Me entiende?
– Francamente no… ayyyyyy – dijo el ser de los cuernos, ahora como Benito Bodoque, de don Gato y su pandilla.
– Y no morí en el cumplimiento de mi deber… porque en ese momento no era yo policía.
– ¿Qué en esos momentos no eras policía? –. El Diablo mayor ahora hablaba como Cucho, de la misma serie de felinos – ¿Qué eras entonces, si se puede saber?… (y de pronto volvió a ser él mismo)… lo que me remonta hasta Adán Alfredo Basurto Íñiguez, el socio de Juan Enrique, que de día es abogado y de noche es ladrón de joyas, lo que en sicología conocemos como un claro caso de doble identidad: la sorpresota que se van a llevar los dos cuando les caiga el inspector Doyle. ¡Me va a dar un gusto!…
– ¿¿¡¡Le va a dar gusto!!?? – preguntó el judicial, completamente aturdido.
– Mira chavito, mejor continúa si no quieres que te dé una buena; nos quedamos en que en esos momentos eras – dijo el Diablo imitando a don Ramón, del Chavo del Ocho…
– ¡Pos secuestrador! – dijo el policía, pero en un tonito burlón que sugería un inconfundible ‘pos secuestrador, grandísimo idiota, ¿o qué otra cosa podía yo ser en esos momentos?
– ¡Ajá, con que un policía judicial… secuestrador! – repitió el Diablo como si fuera Abel Salazar, levantándose y tragando saliva. Su piel pasó de ser roja a naranja pálido.
– ¡Y qué tiene eso de raro! – El judicial sacó un chicle, lo desenvolvió y comenzó a mascarlo. Le ofreció otro al Diablo mayor, quien negó con la cabeza.
– ¿Qué no se supone que, judicial o no, un policía está para salvaguardar la seguridad física de los ciudadanos, que son quienes pagan el sueldo que devenga?… no, si hasta parece una historia sacada del buffete Rojas-Basurto, por Diosito santo, otra vez, quiero decir, por todos los diablos…
– ¿Me puedes repetir la pregunta, o las preguntas, porque estoy hecho bolas? – pidió el mortal.
– Digo que supuestamente la policía está para cuidar al ciudadano, no para secuestrarlo. ¿Qué fue de la ética, de la moral?, porque hasta entre la escoria debe de haber normas.
– Es que no alcanza la lana; saca uno muy poco, la mera verdá (sic).
– No puede ser – el Diablo negó con la cabeza. Se puso serio. – Y yo que pensaba que aquí en el infierno estaba la peor basura del universo. ¡Qué equivocado puede llegar a estar uno!… no cabe duda.
El Diablo mayor retomó el expediente y continuó leyéndolo:

Otras actividades: porro  del CCH y del CGH; mapache electoral en su tierra natal; aviador en la SEP; robacoches; madrina de Adrián Mauricio Gómez Lara, comandante de la judicial del estado de Guerrero; acarreador de contingentes populares para mítines políticos; traficante de drogas; tratante de blancas; asaltante en el centro Histórico; pollero el Tijuana; pistolero a sueldo; falsificador; agente aduanal en Tamaulipas; titular de la oficina de licencias en Morelos; asaltabancos en Oaxaca; agente del ministerio público en Veracruz; guardaespaldas del gobernador de Sinaloa; jefe de escoltas del diputado federal Mario Fabricio Beltrán de Miguel; líder del sindicato de pepenadores de Jalisco; fayuquero a gran escala en el bajío…

– Con estos antecedentes, ché, no dudo que el tipo este tenga algo o mucho que ver con el enfriamiento del infierno… si nomás hay que verle la cara, como a Roberto Madrazo terminando los maratones – pensó el Diablo, una vez más en voz alta, imitando la inflexión vocal de Ricardo Lavolpe.
– Y tú muy guapo,¿no?, muy carita, muy rostro – le dijo el policía.
– ¡Vaya!, eres una caja de sorpresas, como Willy – dijo el Diablo mayor, ahora echando mano de la voz de Alf.
– ¿Quién es Willy? – preguntó el policía.
– Lo que nos faltaba: un maleante preguntón – comentó el Diablo mayor a la Doctor Zacarías Smith, de la serie ‘Perdidos en el espacio’.  
Se escucharon unos toquidos en la puerta.
– ¡Avanti! – dijo el Diablo mayor, canturreando como Dean Martin.
Entró un diablo. Avanzó. No dejó de mirar con cierto recelo al mortal; por hacerlo, chocó contra el escritorio. Se pegó en la mera espinilla pero se aguantó el dolor. El Diablo mayor y el judicial intercambiaron miradas y negaron con la cabeza, como desaprobando el coeficiente intelectual del ser rojizo menor. Al llegar junto a su jefe, le dijo algo al oído, sin dejar de señalar con el índice derecho al policía. El Diablo mayor asentía una y otra vez. Su rostro se puso serio, como nunca antes.
– Mis sensores vibran – dijo el Diablo mayor como lo haría el Hombre Araña, y agregó, como él mismo, una vez más – ¿Mi primo lo descubrió todo? ¿Están completamente seguros?
– Segurísimos, mi señor – le dijo su empleado, sobándose la rodilla golpeada.
– ¡Qué alivio! Encárguese personalmente de que lo sellen de inmediato.
– ¿A su primo?… ¡Cómo puede usted ser tan cruel!
- No, a mi primo no, idiota, hablo del túnel; y dígale a mi primo que me perdone, y que desde hoy es mi primo favorito – dijo el Diablo mayor.
– Sí, mi señor.  
El subordinado se dirigió hacia la puerta. Por ir viendo al judicial, ahora chocó de frente contra la pared. Se escuchó un ruido, un leve crack, como el que hacen los cuernos de los toros cuando se estrellan contra el burladero. Enderezó el rumbo y salió.
El Diablo mayor se levantó y dio un par de vueltas alrededor de su escritorio. Miró fijamente al policía.
– ¿Te dice algo la palabra… túnel? – le preguntó al infeliz a la Alfred Hitchkock.
– ¿Un túnel? – cuestionó el judicial, tragando saliva, haciéndose el extrañado.
– Híjole, mamachita, pa’ mí que te estás haciendo el sordina –  dijo el Diablo mayor, ahora  imitando a ‘Resortes’.
– No, sí te oí, pero no sé de qué me estás hablando; a lo mejor el túnel lo cavó el que estuvo antes de mí –. El judicial se vio el arco de mugre de las uñas de las manos.
– Un túnel – afirmó el Diablo mayor, hablando como él mismo de nueva cuenta – por el cual se estaba colando un aire tan frío, que estaba apagando las llamas de este lugar, enfriándolo, más o menos desde que tú llegaste… ¿No te parece que es demasiada casualidad?
– Una casualidad, tú lo has dicho; te repito carnal, no sé nada.
– En ese caso, tendré que echar mano de la tecnología infernal – dijo el amo de aquellos lugares.
El policía encogió los hombros, como diciendo ‘haz lo que te plazca’.
– Una cosa sí te digo – dijo el Diablo, ahora como la ‘Chimoltrufia’, incluso mascando un chicle y haciendo bombitas – porque así como digo una cosa digo otra; si resulta que estás mintiendo, diciendo mentiritas, y resulta que efectivamente sí sabías lo del túnel, te va a ir peor, más mal, así que te voy a preguntar la pregunta de nuevo una vez más: ¿Sabes algo acerca del túnel, ruta de escape o caminito de salida que mis guardias acaban de descubrir en la pared del fondo de tu celda y gracias al cual el infierno estuvo a punto de convertirse en nevería y paletería?
– Ya te dije, no sé nada – aseguró de nuevo el policía.
– De acuerdo, viejo, fue tu decisión – dijo el Diablo mayor, ahora como Bugs Bunny, mordisqueando una inexistente zanahoria pero haciendo el característico ruidito.
Dio un chasquido y ahí, en el centro mismo de la oficina, apareció, de la nada, una pantalla gigante, plana, líquida, suspendida entre el techo y el suelo, sin hilos o alambres. La pantalla giraba lentamente, creando a su vez nuevas pantallas.
– Veamos qué hay de nuevo, viejo – dijo el Diablo mayor y sus orejas de conejo crecieron.
Un nuevo chasquido y las pantallas comenzaron a proyectar una misma imagen: la figura de ese mismo policía en el interior de su celda, cavando una especie de túnel, con el trinche que un mes antes había sido reportado como ‘extraviado’, por uno de los guardias del área CAP (Celdas de Asignación Perolaria).
Las pantallas proyectaron otra imagen: este mismo sujeto diciendo…
– Qué alivio, yo creí que ya habían descubierto lo del tún… digo, este, quiero decir, así es de María Greever con Alvarito al piano.
La imagen se congeló. Se regresó. Se repitió, ahora en close up, y con subtítulos en inglés.
– Qué alivio, yo creí que ya habían descubierto lo del tún… digo, este, quiero decir, así es de María Greever con Alvarito al piano.
– ¿Y bien, tienes algo que decir?, porque sólo hay algo que odie más yo que un soplón, y eso es un soplón y mentiroso – preguntó y dijo  el Diablo mayor, enojado, imitando la fúrica y desencajada voz de Sam Bigotes.
– De acuerdo, sí fui yo, total – confesó el policía. Un rubor le enrojeció el rostro.
– Podría ejecutarte con mis propias manos, pero me das mucho asco – dijo el Diablo mayor a la Elliot Ness, de fondo, se escuchó el famoso tema musical del programa de ‘los Intocables’ de finales de los años 50.
Dicho esto, el Diablo mayor chasqueó una vez más los dedos y las pantallas desaparecieron sin hacer el menor ruido; simplemente se desvanecieron en el aire.
– Ps’ es que… - intentó decir el policía.
– Nada. Te di una oportunidad y no la tomaste. Voy a hacer que regreses a la Tierra, digamos, hacia 1919, al estado de Morelos, digo, por mencionarte el estado en el que has hecho más daño.
– ¿Y como para qué? – preguntó el incrédulo policía.
–  Para que alguien de tu misma calaña se encargue de ti – concluyó el Diablo mayor, imitando la voz de Pepe Trueno, el inseparable burrito compañero de Tiroloco McGraw.
A modo de ritual, el ser infernal dijo unas cuantas palabras (como él mismo, por supuesto), y el policía desapareció, tal y como minutos antes habían desaparecido las pantallas.
El Diablo mayor sonrió, imitando la risa de la bruja ‘Cacle Cacle’.
Por el interfono, una voz le recordó que ya casi eran las siete, hora de su telenovela.
– Es verdad, Oh, muchas gracias Frida, no sé qué haría yo sin ti: viviría yo en un infierno – le agradeció su bromista jefe, y agregó:
– Por favor encárgate de enviar una circular avisándole a todo el reino que el infierno ya no se va a enfriar, que ya descubrimos las causas y que ya estamos trabajando en la solución del problema, repito: el infierno no se va a enfriar. Otra cosa, avísale al diablo que está buscando fotos y currículas que ya no tiene caso que siga haciéndolo; ha de estar en el archivo de la zona este.
Frida estuvo a punto de responder que sí, que de inmediato escribiría y giraría la circular y le avisaría al diablo buscón, pero las siguientes palabras de su jefe (a la ‘Clavillazo’) se lo impidieron, y de paso la ruborizaron y la paralizaron, amén de dejarla fría:
… – ¡Nuuuunca me hagas eso, Frida de mi vida!, si tú quisieras, tú y yo nos sacaríamos chispas porque en el departamento de las piernotas, las curvotas y las pechugotas, tú, Frida de mis entretelas, no cantas nada mal las rancheras…¡Pura vida, nomáááááásss!… ¡Ah, no, no!


Cuando el policía abrió los ojos, se dio cuenta de que estaba atado a una especie de palo grueso, clavado en el claro de un campo.
Escuchó el…‘¡Aaaaaaapunten!’ en la tranquilidad de la noche, así como el nítido chirriar de los grillos, a lo lejos, por entre los maizales, y justo cuando comenzaba a distinguir las figuras humanas y el cañón de los fusiles de los soldados alineados en semicírculo frente a él, la misma voz ordenó… ¡Fuego!
El judicial intentó decir algo, pero ya no pudo; sólo alcanzó a escuchar unos tronidos secos, cortos, y a ver unos destellos rojizos.
Después todo se volvió carne caliente, piel humeante.


  ¡Que el diablo me lleve!

      Dedicado a quienes se dedican
       a procurarle el infierno,
en vida,
  a sus semejantes.

         Ignacio Ernesto Jaime Priego.
      Noviembre del 2002/Julio de 2009