sábado, 19 de marzo de 2011

Joel

                                         I

Y si se te llegara a ofrecer algo, sólo toca el timbre de la cocina para que Prisci baje, ¿me oíste?...
        – Sí mamá, te oí.
        La mujer desapareció detrás de la puerta principal de la casa. No era la primera vez que la joven y aún hermosa madre salía con hombres después del divorcio, y con toda seguridad tampoco sería la última, así que lo mejor que podía hacer Joel era irse acostumbrando a quedarse solo algún viernes o sábado, cada quince días.
        Ni hablar.
        El niño escuchó el portazo del automóvil, la garganta del motor, y el nítido roce de los neumáticos sobre el asfalto mojado, hasta que los últimos ruidos se perdieron entre los demás murmullos apagados de la ciudad.
        Él y su madre vivían muy bien. Por lo menos muchísimo mejor que varios de sus compañeros del colegio. Tenían una preciosa casa toda alfombrada en la zona residencial más exclusiva del sur de la ciudad: Jardines del Pedregal. Poseían además un auto del año ella, y una regia motobici él, así como una pantalla Mitsubishi gigante en el cuarto de juegos, y una impresionante colección de películas que el ex–marido de ella y aún padre de él se encargaba de renovar mes a mes.
        Sí, vivían bien, y Joel suponía que eso de que no se podía tener todo en la vida...era cierto, y sobre todo, justo.
        Miró su reloj Rays luminoso modelo Neil Armstrong: eran las 21:10 de la noche.
        Se acercó al ventanal de la sala y le gustó el sonido de la lluvia al resbalar por el cristal, deformando las luces de la ciudad, que quedaba atrapada en cada gotita. Mentalmente se preguntó si apetecía un sándwich y de igual manera se contestó que no. Afuera, un larguísimo y espectacular relámpago le abrió un tajo a la oscuridad del horizonte, seguido de un lejano retumbo que reverberó atrás de las montañas. Joel se preguntó qué habría del otro lado de las montañas. Un bosque, quizás, o un castillo abandonado. Esta última idea le pareció la más interesante, tanto, que sus ojos se abrieron al máximo.
        Un castillo, como los de Ivanhoe, como los del Rey Arturo, solitarios y llenos de telarañas, de armaduras incompletas y celdas desiertas. Un nuevo relámpago le hizo cerrar los ojos. Se tapó los oídos para no escuchar el pavoroso bramido del trueno.
        – ¿Te dan miedo los relámpagos, verdad? –. La pregunta surgió desde el fondo de su mente, como una bala perdida. Joel corrió las cortinas y se fue al cuarto de juegos. Tal vez ahí encontraría algo más agradable en qué entretenerse. Cualquier cosa era mejor que los rayos. Al pasar por su cuarto se acordó de su Alf de peluche, así que simplemente entró por él y, sin encender la luz, lo tomó de la almohada de su cama. Niño y muñeco se encaminaron hacia el cuarto de juegos.
        Encendió el interruptor del cuarto y sus ojos, tan azules como los mares del sur, recorrieron la habitación hasta posarse sobre la pila de películas que había traído su padre la semana pasada. Comenzó a leer los títulos, y de pronto se detuvo en uno que logró cautivar su atención: “El gran desafío”.
        A él le gustaban los desafíos. Su propio padre le había enseñado que la vida misma era un constante desafío entre el hombre y sus circunstancias. De haber comprendido el significado de aquellas palabras, tal vez Joel le habría dado una palmada en el hombro.
        Estaba decidido. Él y Alf verían “El gran desafío”.
        Sentó al sorprendido Alf sobre el sofá. Encendió la videocasetera y le introdujo la cinta por la boca. El aparato emitió algunos sonidos mecánicos. Joel entonces pulsó el botón de Play y corrió a sentarse junto a Alf. En la pantalla, Steve McQueen y Edward G. Robinson eran los desafiantes; Cincinnatti Kid, el joven audaz contra Lancey Howard, el viejo zorro.
        – ¡Vamos Cincinnatti! – decía Joel cada vez que Lady Fingers repartía las cartas – ¡Demuéstrale al gordinflón ese quién es el campeón! –. Cincinnatti apostó su resto en la última mano del juego.
        – ¡Ya lo tienes Kid, ya lo tienes, el vejete es todo tuyo! – gritó Joel desde su lugar, secundando a Karl Malden, pero cuando Lancey reviró, el Kid, Malden y Joel palidecieron.
        El Kid aceptó el revire. Se mostraron los juegos. Full de dieces y ases del Kid, contra flor corrida, del ocho a la dama de diamantes, de Lancey. Había ganado el maldito vejete.
        Fúrico, Joel apagó el aparato y el estupefacto rostro de Steve McQueen se difuminó en la pantalla. Joel lanzó por los aires al extraterrestre el que, tras rebotar contra una de las paredes pintadas en color durazno, quedó tendido de bruces sobre la alfombra gris perla. Joel se dirigió hacia el ventanal, abrió una de las ventanas y alzó un puño hacia los húmedos, oscuros y solitarios cielos. Gritó con todas sus fuerzas.
        – ¡Reto al amo de las cartas a jugar contra mí! –. Sus ojos hurgaban en la oscuridad celeste en busca de una señal, algo que le dijera que su reto había sido aceptado.
        En ese momento ocurrió el apagón.
        Asustado, Joel cerró la ventana. Su corazón latía más rápido y más fuerte de lo normal. A tientas comenzó a buscar al visitante del espacio exterior. Sintió un gran alivio cuando lo encontró. Decidió recostarse en el sofá. Sus ojos buscaban alguna luz en la penumbra. Nada. Afuera, los grillos habían organizado un mitin. Abrazado a Alf, Joel los escuchaba y se preguntaba, como queriendo evitar el tema de la oscuridad, cómo le harían éstos para cantar y cantar sin tener que tomar aire.
        Un minuto después estaba dormido.
        Nunca, en sus doce años de vida, había sentido tanto miedo, en especial durante una noche de tormenta.

   II
        Cuando abrió los ojos descubrió que estaba en un tupido bosque. Miró a su alrededor. Había miles de árboles y arbustos. Se levantó y vio su propia sombra extendida sobre un pequeño claro y calculó que serían como las cinco de la tarde.
        Entonces se vio la ropa.
        Traía puesto un pantalón y una camisa propios del limosnero que solía pararse todos los días afuera de la escuela primaria, para extender su mano y fingir una mirada melancólica cada vez que alguien pasaba frente a él.
        Joel notó un pequeño bulto en el bolsillo izquierdo de su grasienta camisa. Lo palpó con cierta precaución y lo extrajo.
        Era un paquete de cartas. Un mazo.
        Lo guardó de nuevo y optó por caminar de espaldas al Sol.
        – ¿Qué diablos hago aquí? – pensaba – ¿Estaré soñando?
        Se detuvo y se pellizcó el brazo. No sucedió nada. Seguía ahí. Continuó caminando y ahora intentó una cachetada. Nada. Se jaló el cabello. Se mordió la lengua. Chifló. Se propinó una nalgada.
        – A ver – dijo –. Me acuerdo que anoche vi una película. Me acuerdo que se fue la luz y me acuerdo de los grillos.
        Una descomunal nube gris tapó el Sol. Al no ver su sombra, Joel miró hacia arriba, por lo que tuvo la oportunidad de apreciar, con lujo de detalle, el relámpago más grande que hubiera visto jamás. Era como la lengua electrificada de la nube, una lengua larga de luz ramificada que lamía las colinas y la maleza. El trueno partió un árbol y Joel se quedó petrificado ante aquél espectáculo, al cual ahora se unía la lluvia, incontrolable, furiosa, desbocada. El árbol partido comenzó a arder.
A lo lejos, Joel divisó un monte no muy alto y emprendió la carrera. Tenía miedo. Escuchaba los acelerados latidos de su corazón y notó que le pulsaban las sienes. Gritó con toda su alma pero la tormenta ahogaba cualquier otro sonido. Llegó hasta las faldas del monte y comenzó a subir. Los ríos de lodo que ya se formaban por la ladera le dificultaban el ascenso. Joel resbalaba continuamente y estaba convertido en una auténtica estatua viviente de barro. Se sentía impotente. Lloraba y gemía sin dejar de intentar escalar. La tormenta amainó un poco y el chico logró llegar hasta la cima. Cuando vio lo que había del otro lado del monte, su rostro se contrajo.
        Era un pueblo abandonado.
        Y aunque le aterraba la visión, el hambre, el miedo y el frío lo obligaron a bajar. Tal vez habría comida y ropa seca. Dos minutos después, Joel entraba al pueblo.
        Un viento gélido y susurrante levantaba pequeños tornados de tierra. Mientras avanzaba, el niño escuchaba con pasmosa claridad el rechinar de las oxidadas bisagras de las puertas y ventanas de madera que se mecían en la tarde.
        Había no cientos sino miles de fichas de juego esparcidas por doquier. De colores, como las que usan en los casinos donde juegan a las cartas... a las cartas.
        – Si al menos hubiera más luz – pensó Joel y aguzó la vista.
        Al doblar una esquina vio la entreabierta puerta de lo que parecía haber sido una imponente mansión victoriana. Subió los peldaños del porche y se detuvo frente a la puerta. Escudriñó aquella fachada. Parecía sólida. El cristal roto de la ventana del ático reflejaba una incipiente Luna, como una hostia anaranjada y a medio comer, flotando en la crepuscular frialdad de la tarde.
        De pronto le pareció escuchar un ruido, lejano, seco, como el que producen las manos al tronchar un lápiz. Agudizó la vista y el oído.
        Nada.
        – ¿No lo habré imaginado? – pensó y decidió investigar.
        Bajó los peldaños y se dirigió hacia la esquina por la que había venido. Un nuevo sonido lo detuvo. Idéntico, sólo que más claro, más nítido, más cercano. Nadie estaba tronchando lápices. No. Alguien, o algo, estaba pisando y trozando fichas.
        Joel lo vio doblar la esquina.
        Era un hombre alto vestido de negro. El viento le flameaba la rubia cabellera y la capa. Su rostro tenía el color de la Luna.
        Durante un segundo, su verde y congelada mirada se topó con la de Joel. El hombre aceleró el paso. Una sarcástica sonrisa se le labró en el rostro.
        Como impulsado por un resorte invisible, Joel regresó hacia los escalones de la mansión victoriana. Cruzó el umbral y una vez adentro descubrió las difuminadas formas de una escalera en espiral.
        Subió.
        Al llegar a la planta alta, buscó en dónde esconderse. Sin darse cuenta, los trece naipes de espadas saltaron del paquete y ahora tomaban posiciones militares junto a la escalera.
        – Cuando dé la orden, desenvainen y ataquen – les ordenó el Jack en los momentos en que el hombre pálido hacía volar la puerta de entrada de un puñetazo y comenzaba a subir por la desportillada escalera.
        – ¡Detente Kitnor! – sentenció el Jack. – Es sólo un niño.
        El hombre continuó subiendo.
        – ¡Ahora! – gritó el Jack y las otras doce barajas desenvainaron sus espadas y se lanzaron contra el amo de aquellos lugares, contra el señor del juego.
        Las minúsculas espadas abrían pequeños tajos en el rostro de Kitnor, quien, fúrico, lanzaba manotazos en todas direcciones.
        Joel escuchaba la batalla escondido debajo de la cama del cuarto que estaba al fondo del pasillo.
        Kitnor se arrancó dos naipes que tenía incrustados en los párpados. Al hacerlo, perdió el equilibrio y rodó escalera abajo. El siete de espadas, el dos, el nueve y el Rey fueron aplastados en el acto.
        Al oír semejante estrépito, Joel abandonó su frágil refugio. Encontró una ventana por la cual tal vez podría escapar. La abrió como pudo y los trece naipes de tréboles volaron frente a sus incrédulos ojos para descender hasta el fangoso terreno y formar un gran trébol.
        – ¡Arrójate! – le gritó la Reina –. Es tu única oportunidad.
        Cuando Joel escuchó a explosión de astillas y maderas a sus espaldas, cerró los ojos y se lanzó al vacío. El gran trébol amortiguó la caída.
        Enloquecido, Kitnor llegó hasta la ventana sólo para ver al niño incorporarse para iniciar una veloz carrera detrás de un callejón. El grito de impotencia que Kitnor lanzó hizo retumbar el marco de la ventana. Era una voz grave, gruesa, tenebrosa.
        Abajo, sobre la tierra anegada, los trece naipes de tréboles se hundían en el fango irremediablemente, como si el lodo los succionara. – ¡Corre, niño, corre, sálvate del monstruo! – le dijo la Reina de tréboles antes de desaparecer bajo las fangosas tierras.
        Joel corrió y corrió a la derecha, a la izquierda, esquivando ramas y arbustos, sorteando charcos y desniveles, hasta sentir que los pulmones le iban a reventar. Se detuvo y pensó en su madre. Roxana. Tenía tiempo para hacerlo. El hombre aquel había quedado muy atrás. Se acurrucó bajo un frondoso árbol. Se frotó las manos y sintió un leve calor en las palmas. Su jadeo se fue calmando.
        – Mamá – dijo.
        La serena quietud de la noche le acarició los sentidos. Una brisa húmeda alborotaba las copas de los árboles y Joel pensó en la resaca del mar. Ambos sonidos se parecían. Luego escuchó a los grillos y el suave arrastre de las hojas secas. Alzó la mirada y por primera vez contempló el cielo abierto en toda su magnificencia. Majestuoso, estrellado, como si fuera un eterno terciopelo oscuro lleno de agujeritos por los que se filtraban rayitos de oro y plata. Ya había dejado de llover.
Lo invadió una especie de sopor.
        Ahora se adentraba cada vez más en esa zona que divide la realidad, del sueño. Su cerebro siseaba como si fuera una víbora de cascabel a punto de atacar. Sus párpados se cerraron. Y entonces sintió cómo le aprisionaban el brazo derecho.
        Era Kitnor.
        Joel rompió en llanto.
        El hombre lo alzó. Se lo acomodó sobre el hombro y comenzó a caminar.
        – ¿Quién es usted? – preguntó Joel, convertido en una fábrica de lágrimas.
        – Mi nombre es Kitnor – respondió su captor.
        – ¿Qué me va a hacer? ¿A dónde me lleva?
        – Ya lo sabrás.
        – Pero... ¿por qué?
        – ¿Ya se te olvidó? – preguntó el hombre. – Si hicieras un poco de memoria lo sabrías.
        ... ¿Tiene algo que ver con el apagón? – balbuceó Joel.
        – ¡Vaya! Veo que tu mente funciona. Ojalá y te funcione igual cuando estemos en la mesa.
        – ¿Mesa?
        – ¡Todo a su tiempo! – dijo el hombre. Tenía la mirada más fría e inexpresiva que Joel había visto en toda su corta vida.
Kitnor apresuró el paso.
        Al cruzar una valla de setos, hombre y niño se detuvieron. El hombre bajó al chico.
        – Hemos llegado – dijo.
        Frente a ellos, un enorme castillo medieval se erguía impávido bajo la mercurial luz de la Luna. En cada uno de sus cuatro torreones flameaba una inmensa banderola: de tréboles, de picas, de diamantes y de corazones, respectivamente.
        Cruzaron el puente de madera. Joel notó que el agua del foso que rodeaba el castillo se agitaba pavorosamente.
        – Cocodrilos hambrientos, por si te interesa saber – dijo Kitnor sin mirarlo siquiera.
        Entraron. Detrás de ellos, las cadenas del puente levadizo gimieron. Joel pensó ahora en Ivanhoe y en el Rey Arturo. Las antorchas iluminaban los colosales bloques de piedra y los pasillos. Las armaduras reflejaban tonos rojizos, cobrizos, bermejos y ocres, por lo que daban la impresión de estar en llamas.
        Hombre y niño cruzaron un amplio salón. Había figuras de tréboles, diamantes, picas y corazones por todas partes, incluso en los respaldos de las sillas.
        – Este es el comedor – dijo Kitnor.
        Se adentraron por un corredor. El crepitar de las antorchas se hacía más claro. Ambos subieron por una escalinata de caracol, la cual desembocada a un nuevo pasillo custodiado por un ejército de armaduras oxidadas y mancas. Kitnor se detuvo. Descolgó una llave del muro y la introdujo en la cerradura de la puerta. Giró la llave. Empujó la puerta. La puerta crujió con espantosa lentitud.
        Entraron.
        Era una celda. Una antorcha la iluminaba.
        – Tú me retaste anoche y yo acepté el reto – dijo Kitnor. – Tú y yo vamos a jugar una partida de cartas esta noche. Si me ganas, quedarás libre. pero si pierdes...si pierdes – Kitnor posó su mano sobre la trigueña cabellera de Joel – ¡Te quedarás aquí para siempre!
        – Pero...yo no sé jugar cartas – gritó Joel.
        – Ése es tu problema – respondió Kitnor. Por segunda vez en la noche, Joel lo miró de frente. Era pálido como la cera. No tenía ojos sino dos esmeraldas congeladas, dos icebergs, y tenía el cabello rubio, como Steve McQueen.
        – En esa mesita encontrarás una cena suculenta – dijo Kitnor señalándole la mesita –. Nadie debe de jugar con el estómago vacío. Una cosa más. No querrás jugar con esos harapos que traes puestos, por lo que debes ponerte el traje que está sobre el camastro – Kitnor se lo señaló también –. Así que cena, vístete y enfréntate a tu destino. Volveré por ti. Y debo advertirte que nunca he perdido una partida. Nunca.
        Kitnor abandonó la celda. Joel escuchó la llave girando en las entrañas de la cerradura y luego los pasos que se alejaban. Se dirigió hacia la mesa y devoró la carne, la fruta, el pan y el tarro con agua. Saciada su hambre, Joel inspeccionó la celda. Se olvidó de la puerta y se concentró en la ventanilla del muro frontal. Acercó el camastro. Lo acomodó contra el muro y trepó por él. Llegó hasta los barrotes. Se asomó.      
La altura era impresionante allá afuera. Calculó que habría tres metros entre él y la ventana de la atalaya que había justo enfrente, de dimensiones similares a las de la celda. En ese instante, las trece barajas de diamantes abandonaron la bolsa de su camisa y formaron un puente recto. El Diez de diamantes, primer eslabón de la improvisada cadena, logró apoyarse apenas sobre la cornisa de la atalaya.
        – ¡Inténtalo chico, vamos! – le dijo el Rey de diamantes. Joel cupo perfectamente bien entre los barrotes y ahora gateaba sobre las barajas. Una súbita ráfaga de aire rompió el improvisado puente de cartón y el niño tuvo que retroceder apuradamente. Vaciló, y de un salto se aferró al borde de la ventana de la celda. Los trece naipes volaron y Joel los vio hundirse, uno a uno, en la negras aguas del foso, para ser tragados por los cocodrilos, que no le quitaban la mirada de encima a la extraña criatura. Joel se apoyó de nuevo en el camastro y bajó. Miró las ropas. Le llamó la atención la capa roja, de terciopelo, que tenía un gran trébol negro en la espalda, justo en el centro.
        Y entonces oyó los pasos.
        Joel palideció. La llave entró en la cerradura y comenzó a girar.
        Los trece naipes de corazones salieron despedidos del bolsillo de su camisa y se colocaron sobre el pétreo marco de la puerta, la que en ese momento se abría. La figura de Kitnor apareció recortada contra el bermejo resplandor del fondo. Su rostro parecía de mármol.
        – Así que aún no te has vestido, vaya – dijo el hombre con desilusión, negando con la cabeza.
        Súbitamente, las trece cartas de corazones se dejaron caer y le pegaban al hombre en el pecho, a la altura de su propio corazón. Cuando caían al suelo, lo hacían despojadas ya de todos sus corazones... ¡Se los habían dejados incrustados al amo de la noche! Las facciones de Kitnor perdieron rigidez. Ahora se veían serenas. Su mirada se dulcificó y por fin sonrió.
        – No sé qué me pasa – dijo – pero no voy a jugar contigo. Será mejor que te vayas. Hazlo pronto, ya que podría arrepentirme.
        Temeroso y feliz a la vez, Joel pasó junto a él. Kitnor lo detuvo en seco.
        – Una última cosa – le advirtió –. No vuelvas a desafiarme jamás. Si lo haces, entonces tú y yo celebraremos una partida. ¡Vaya que la la celebraremos!
        – ¡Nunca! – dijo Joel – y gracias.
        – Llévate la capa – le ordenó Kitnor – hace frío allá afuera.
        Joel se la puso. Abandonó la celda y se internó por el pasillo, hacia la escalera. Cruzó el corredor, ahora acondicionado como salón de juegos. Un enorme paño verde cubría la superficie de la mesa. Había también cientos de fichas, así como varios paquetes de cartas. Todas las velas del candelabro que pendía del techo estaban encendidas, dibujando espectrales figuras móviles sobre el techo.
        Cuando corría hacia el puente levadizo, éste comenzó a bajar, lanzando gemidos metálicos al aire. De espaldas al castillo, Joel se internó el bosque. Corrió hasta caer rendido por el sueño, una vez más.

III
02:16 Am.
A Roxana le extrañó encontrar encendida la luz del cuarto de juegos, pero se tranquilizó al ver a su hijo y a Alf dormidos sobre el sofá. Se acomodó a su hijo entre los brazos y decidió que esa noche dormirían juntos. Lo depositó sobre la cama matrimonial y regresó al cuarto de juegos.
– No creo que Alf se ofenda por dormir solo en el sofá esta noche – dijo la mujer  en voz baja, y apagó el interruptor.
        Roxana desvistió a Joel y se preguntó si la capa roja de terciopelo con un trébol negro en la espalda que traía puesta, sería de algún vecino, pues no recordaba habérsela visto antes.

   Joel

Para todos aquellos
que gustan de llevar a los niños
a pasear en bicicleta al parque.

                                Ignacio Jaime Priego
                                Septiembre de 1984.

Jaques y jaquecas

Desde hace ya algunos siglos, varios países se jactan de haber sido los inventores del llamado juego de juegos, el juego ciencia por excelencia:
        El ajedrez.
        Los ingleses, por ejemplo. Ellos afirman que originalmente su país se llamaba Inglatorre, en honor a esas piezas que van colocadas en las esquinas de cualquier tablero. Curiosamente, un celador de la famosísima Torre de Londres, llamado Albert Philip (Al Phil  - Al Fil - para sus cuates), inspiró la aparición justamente del alfil, esa pieza que corre diagonalmente sobre los cuadrados, o escaques.
        Y así surgieron...
        Peontario, Alfiladelfia, Holandama, Caballogoslavia, Rey Kiavik, y más para acá, Jaque Matehuala, o la playa de la Enroqueta, en Acapulco.
        Se dice que algunos vampiros de la Transilvania del siglo XVIII ya jugaban el ajodrez (parientes de Nosferatorre y Draculalfil, básicamente); el perdedor debía comerse siete ajos como castigo, por lo que su muerte era una especie de jaque al pastor.
        Vaya. Meras conjeturas histórico-cronológicas.
        Yo poseo las pruebas necesarias, contundentes, que demuestran que el ajedrez lo inventó el astrólogo, médico y profeta francés Michel de Nostradamus, quien se tuteaba con reinas (Catalina de Médicis, que no es lo mismo que Qué me dichis Catalina) basado, inspirado en los diarios quehaceres laborales, sociales, económicos, sexuales y sexenales de esos personajes tan peculiares que desde siempre han habitado la Tierra del frijol bayo, a los que logró captar, desde sus remotas tierras, en su mágica esfera de cristal. A éstas no las llamó Centurias Astrológicas, sino Penurias Astroilógicas (hay quien afirma que su modelo fue un antepasado directo de Ulises Ruiz).

        He aquí la transcripción fidedigna de sus proféticas notas  (mismas que cesan abruptamente en el 2 de julio del 2000, coincidentemente con el triunfo Panista en las urnas mexicanas):

        El juego del ajedrez comienza con el sorteo de piezas, que es clave.
        ... En el país del curado de tuna, todos se creen mucha pieza, y es el mejor postor el que se sigue quedando con los puestos clave, en la política, en la economía, en la industria, etc., para luego clavarse todo lo demás.

        En el ajedrez, los cuadros del tablero se llaman escaques, y las piezas, trebejos.
        … En el país de la gordita de chicharrón prensado, los cuadros oficiales están llenos no de escaques sino de cacos (también los hay de barrio) y en cuanto se descuida uno, aquellos ‘trebejan’ y lo dejan a uno sin nada, mientras ellos se compran haciendas en México, o castillos en el extranjero.

        En el ajedrez, salen primero las blancas.
        ... En México también; las prietitas salen únicamente los domingos, con sus peones chapultepequeros, a tomarse la foto montados en el caballito.

        En el ajedrez, existe el mate al pastor.
        ... En el país de la sopa de tortilla, también; ahí está el caso del pastor Posadas, en el aeropuerto de Guadalajara.

En el ajedrez, blancas y negras tiran alternadas.
        ... En el país del tequila y la garnacha, y ya con unos fogonazos etílicos entre pecho y espalda, el mexicano macho se tira a blancas y prietitas en forma alternada, faltaba más.

        En el ajedrez, los peones no retroceden, comen de lado y van hasta adelante.
        ... En el país de la memela los peones no avanzan, comen de milagro y también van hasta adelante... en los desfiles, marchas y mítines del SME, (por mencionar un par de casos que ponen en jaque a la ciudadanía en calles y avenidas), a fuerzas, portando mantas y carteles de apoyo a un movimiento que en ajedrez ni existe.

        En el ajedrez, la pieza que es comida ya no regresa.
        … En el país de la agüita de jamaica, como el titular de la dependencia es mucha pieza, por lo regular se va a comer y ya no regresa tampoco.

        En el ajedrez se practica el peón al pase.
        ... En la frontera de México también, sólo que el pase... al más allá, con chicos riflotes y ahora con esa bardota, cuanti más.

        En el ajedrez,  el peón que llega hasta la última columna, fila o hilera enemiga, es coronado.
        ... En el país del taco de buche también, sólo que aquí lo hacen diputado, senador, gobernador o de perdida funcionario, o empresario, de acuerdo a su cercanía con el rey... o con la reina, y si son hijos de ésta, peor tantito.

        En el ajedrez, los alfiles corren diagonalmente.
        En el país de las enchiladas suizas rojas y verdes, si no corres diagonalmente con las ideas de tus superiores, te corren con la mano en la cintura y tu supervivencia pende de un alfil… er.

        En el ajedrez, los caballos tienen un poder ilimitado.
        ... En el país del faisán y del venado, la caballada estará invariablemente flaca, aunque eso sí, gozando de un poder ilimitado; nomás hay que ver los bonos que se dan algunos representantes populares.

En el ajedrez, las torres se colocan en las esquinas.
        ... En el país del tlacoyo con todo, y si uno no se pone a las vivas, le dan en la torre, en cualquier esquina, y si está en Iztapalapa, mejor ni hablamos. ¿Y la policía?, bien, gracias.

        En el ajedrez, si uno es osado puede tener varias reinas.
        ... En el país del sope verde también, sobre todo si se es rico o influyente. ‘Hoy te toca a ti, mi reina’.    

        En el ajedrez se acostumbra el cambio de damas.
        ... En el país del chicharrón prensado también; los fines de semana, bajo una discreción divina.

        En el ajedrez, todas las piezas rivales pueden amenazar al Rey.
        ... En el país del cocol sucedía todo lo contrario, repito, hasta antes del año 2000.

        En el ajedrez, cuando hay enroque largo o corto, las torres protegen al Rey.
        … En el país del pipián, al menos en el plano sindical, tremendas torres siguen protegiendo a Napoleón, el emperador minero, enrocado sepa Dios dónde (hizo enroque largo, porque se largó y de seguro va a pasar una larga temporada gastándose la millonaria suma, en dólares, que le endilgan).

        En el ajedrez, existe la posibilidad de que los Reyes hagan tablas.
        ... En el país de la tostada de tinga, el rey se aprende las tablas de multiplicar (para saber cuánto dinero juntó en su sexenio: ‘Es que trabajó desde muy chiquito’, dirán sus voceros) y siempre se salva en una tablita (ya ven ustedes, tres de las emes más famosas del priismo: Marín, Montiel y Madrazo: casualmente salieron tablas con las leyes Mexicanas).

        El juego del ajedrez termina cuando uno de los contendientes exclama el clásico... ¡Jaque mate!
        ... Hasta antes del 2000, en el país de la torta de huevo, el juego político no terminaba nunca, gracias a los eternos enroques de sus piezas, las que siempre nos ponían en jaque con sus acciones, y nos provocaban jaquecas con sus decisiones, esto es; el que fue gobernador de algún estado, ahora era flamante secretario de estado, mientras que el que fue diputado, al rato era senador, o director de Pemex, o titular de alguna dependencia, o vocal, o asesor de gobierno, o jefe de la policía, o inspector de carnes, o supervisor del Metrobús... (las combinaciones son eternas, como las jugadas de ajedrez).

        Nostradamus cerró sus profecías con esta cuarteta:

        ‘La atávica paciencia del elector se agota,
        ya no quiere más fraude ni más desgracia,
        del norte vendrá un ranchero de gran bota,
        a tratar de impulsar la verdadera democracia’.
       
        Y como dijera un émulo de José Alfredo, poco antes de caer del caballo que lo llevó a reposar, ya hecho polvo y dentro de una urna, en un nicho de las torres de alguna parroquia:
       
        ‘No tengo Caballos como Chente (Fernández).
        Ni vivo por las Torres (de Satélite).
        No tengo varias Damas (de compañía).
        ... ¡Pero sigo siendo el Rey¡’

Jaques y jaquecas

Un reconocimiento
al Gambito de Evans.

Ignacio E. Jaime Priego.
Enero de 1993/ Dic. 2010.

sábado, 5 de marzo de 2011

Ese insecto infecto

I

No hay mujer que no sienta repulsión al ver una cucaracha en la cocina de su hogar (para ellas es hogar), o al ver llegar a su esposo como araña fumigada tras haber asistido a la ‘comida de la oficina’.
Por su parte, no hay hombre que no experimente un terror exagerado al ver una tarántula en su casa (sin contar ni a la esposa ni a la suegra cualquier fin de semana).
No hay mesa de restaurante en la que no se critique la siempre nefasta actuación de los grillos de la política nacional e internacional: que el gober precioso, que su compadre el pederasta, o que el ex gober ladrón, o que el ex candidato tramposo.
¿Sí?
Pues como dijera Freud… ¡Pamplinas!
Lejos de odiarlos o de sentir asco o repulsión por los insectos y por los animales, el hombre y la mujer los admiran, tanto, que poco a poco los han ido incorporando, adoptando y adaptando a sus leyendas, a sus costumbres, a sus culturas, a sus léxicos y lo más importante: a sus vidas diarias.
Varias de sus piezas molares se llaman caninos, en clara referencia al ‘perrus hambrientus y ladrantis’.
No hay varón que no tenga ojos de pescado ni ser humano que no desarrolle las temidas patas de gallo.
Hay algunos empleados que dedican su vida laboral al robo hormiga, haciendo de paso el oso cuando los cachan in fraganti e in freganti.
Por su parte, las damitas desean lucir cinturitas de avispa, cuerpos de sirena y poses de vampiresa (aunque sólo luzcan piernitas de pollo) frente a los cara de niño.
Actualmente, y en pos de una condición física inmejorable y de un cuerpo envidiable, ellos y ellas corren como potros desbocados por los parques hasta que les da dolor de caballo.
¿Qué niño, qué padre, qué abuelo no adora las canciones de Cri crí, el grillito cantor?
¿En quién se inspiraron los Beatles (los escarabajos) para ponerse ese nombre?… pues en los Crickets (los grillos, los saltamontes)  de Buddy Holly.
Mas, para despejar cualquier duda que pudiese saltar como liebre, remontémonos hasta el origen de todas las cosas.


II

¡ZZZZZOOOOMMMMMMMMMM…..!
Ya estamos ahí.
Qué gran oscuridad.
¡BBBBBOOOOMMMM!
¿Algún oleoducto de Pemex en Guadalajara o en Veracruz?
No: la Creación.
Una cegadora luz deslumbró hasta los rincones más recónditos del universo.
El fragor y el resplandor permanecieron suspendidos y activos durante millones y millones de años, girando en la nada.
Cuando el silencio volvió a reinar, el Creador se asomó al balcón del paraíso.
Ahí estaban los planetas; los satélites; los hoyos negros; los cinturones de protones; las galaxias; los meteoritos; los soles; las lunas; las nubes; las tormentas; los aerolitos… la oscuridad.
A lo lejos, vio una móndriga y azulosa bolita de tierra y decidió bautizarla precisamente así: Tierra.
Tierra, nuestro planeta.
¡Tierra!, como la que vio Colón.
Tierra, como la que piden los campesinos.
Basta con que usted se mire a las uñas de las manos o de los pies para que se adentre en el tema.
¿Ya?
Continuemos.
Una nueva ojeada a su creación y el Todopoderoso comprendió que la bolita azulosa se veía muy solita, flotando en la oscura inmensidad, tan oscura e intrigante como boca de lobo.
– Animales – dijo de pronto. – Eso es… animales.
Un segundo después, millones de animales tapizaban las selvas, los bosques las montañas y los valles del flamante planeta, lleno de aguas limpias, de colores intensos, de aromas frescos y de panoramas exquisitos e inspiradores.
Diplodocus; mamuts; dinosaurios; pterodáctilos; lagartos; reptiles; peces.
De todos ellos sólo lograron sobrevivir los dinosaurios (con el tiempo se dedicarían a la política), los mamuts (que se hicieron juniors), y los peces (en especial los peces gordos mexicanos, a los que nadie ha logrado pescar).
Pero no nos desviemos…

Ahí estaban todos, asustándose mutuamente, acosándose, venadeándose, atacándose, despedazándose, comiéndose, como poco tiempo después lo haría el Hombre.
Dios, muy dado a la escultura, cierta tarde trabajaba en una nueva obra. Al ir a recibir los sagrados alimentos, dejó la puerta abierta y los vientos siderales se encargaron de llevar los restos del barro hacia el nuevo planeta.
Nadie sabe qué sucedió, pero algunos años después, unos extraños llantos asustaban a los pobres animalitos.
Había nacido el mono.
¿Salió del mar y tocó tierra?
¿Apareció en la tierra y tocó mar?
Ni los más changos lo han descubierto aún.
Darwin asegura que el Hombre desciende del mono, primer ejemplar de cualquier árbol genealógico.
Usemos la lógica de los monos y de los árboles.
Es el mono el que desciende de los árboles.
Y lo que son las cosas: el Hombre actual, si desciende de un árbol genealógico monón, aunque parezca mandril, asciende en su empleo.
Conclusión: Darwin estaba en lo correcto: el origen de las especies es cierto: el Hombre desciende el mono.
La próxima vez que usted se suba a un microbús, échele un vistazo al conductor; las dudas que pudieran quedarle al respecto se esfumarán de inmediato.
Sigamos.
El mono se puso chango y le echó los perros a una changuita de buen ver. Al rato, los changos eran los amos y señores del planeta: simios, mandriles, gorilas y chimpancés hacían de las suyas.
Hoy en día la cosa no ha cambiado.
Los simios manejan motocicletas policiacas (y patrullas, a veces); algunos mandriles trabajan de polleros; los gorilas se metieron de guardaespaldas, etc.

Poco a poco la raza fue mejorando.

Y un buen día, los monos y las monas ya dominaban la palabra.
– Hola guapa, me llamo Adán.
Eva miró a Adán con ojos de borrego a medio morir.
– Yo soy Eva, y no tengo madre.
– Ya veo – respondió el lascivo Adán mientras le miraba las formas. Le pareció una changuita bastante mona.
Adán se convirtió en un auténtico pulpo, por lo que Eva tenía que ponerse muy trucha.
Adán se ganaba la vida domando y amaestrando burros, por lo que es el prócer de los maestros del mundo.
Y entonces aparecieron los mitos.
Lo de la manzana y lo de la serpiente, por ejemplo.
Adán fue el jefe de manzana de la manzana en la que tenía su domicilio por el simple hecho de ser el único hombre de la zona.
Tampoco hubo tal serpiente. Lo que hubo fue un gusanito… el gusanito de la lujuria. Por eso todas las manzanas, las frutales, del mundo traen adentro un gusanito.
Bueno, pues gracias a ese gusanito (y al otro, la mera verdad) el planeta  y todas sus manzanas, las urbanas, comenzaron a tupirse de chamacos.
¿Y qué sucedía con los animales?
El caballo se convertía en el primer animal en cautivar la atención de los paleontólogos modernos; las tablas del profeta Moisés se debieron a la marcada afición de este hombre barbado por un juego aparentemente árabe llamado ajedrez (Moisés era un fanático de los caballos); un día jugó 10 partidas simultáneas en la cima del monte Sinaí, y en las diez empató, es decir, hizo 10 tablas, lo que le valió su pase a la posteridad.
Babel fue una chica que estudiaba idiomas, y en sus ratos libres jugaba ajedrez con Moi (el líder del pueblo judío), incluso, le daba ventaja; Babel jugaba con una sola torre y casi siempre le daba en la torre a su tan famoso contrincante el cual, al verse perdido, le proponía tablas.
Así nacieron primero las tablas de Moisés y luego la Torre de Babel. La imaginación de algunos juglares, historiadores, poetas, escritores y directores de cine, se encargaron de crear y de perpetuar las leyendas.
El famoso Caballo de Troya que tanta mella causara y tanta malla rompiera, por medir varios metros de altura, fue el inspirador directo del refrán griego ‘hachazus equinus filosus’… que en México se conoce como ‘machetazo a caballo de espadas’.
El burro, en cambio, fue el primer animal en llamar la atención de los teólogos.
Caín, andando en estado ‘burro’, descontó al pobre de Abel en plena quijada.

Lo del arca de Noé es otro mito bíblico:
Noé fue en realidad el primer gobernador de la historia y lo que hizo fue llenar sus arcas, es decir, se conejeó la lana; lo que le llovió fue un diluvio de protestas y de demandas, pero se amparó y caprí finito.

III

La extinción animal.
Una teoría asegura que los responsables fueron los meteoritos que chocaban contra nuestro planeta; mi teoría, si la quieren conocer, no está muy alejada.
Hela aquí:
El Hombre actual maneja como meteorito, por eso va dejando una estela de burros, vacas, conejos y bueyes (de dos y cuatro patas) muertos y embarrados a lo largo de las carreteras y de las cintas asfálticas citadinas.
Otras teorías afirman que la extinción se debió a los platillos voladores.
Yo sostengo la teoría de los platillos, a secas.
Hoy le sirven a usted sabrosos tacos de perro, de caballo y de burro, en esos puestos callejeros y en aquellos restaurantes de postín.
Y lo que son las cosas:
Sin rastro de animales, el Hombre se las ingenió para crear el rastro de animales, en donde continúa destazándolos.
Ya sin animales qué cazar, el Hombre tuvo que cultivar la tierra, naciendo así la agricultura. Se llamó así porque todos los elotes sabían medio agrios, por la falta de una buena cultura de cultivo.
Ayudado por el buey y trabajando como burro, el Hombre abría surcos en la tierra.
Curioso, ¿Verdad?
La política del buey y del burro.
Hoy en día la cosa sigue igual. Un buey rodeado de burros sigue haciendo patos a los resignados borregos, que eso y más se merecen… ¡por animales!
Por otro lado, las manzanitas y los gusanitos proliferaron.
Pronto llegaron las colonizaciones tipo oca, esto es… ¡una, dos tres, vuela!… que en términos de población y de vivienda significa una colonia aquí, otras dos allá, tres acullá, etc.


IV

Llegaron las Cruzadas, y con ellas Ricardo Corazón de León y su séquito de caballeros andantes.
En México hay más de mil cruzadas todos los días en Reforma (cuando las huestes perredistas lo permiten), en el Viaducto, en Insurgentes. La mayoría de los cristianos se ponen moros de tanto magullón, empujón, llegón y aventón.
La única diferencia entre México e Inglaterra… es que en México ya no hay caballeros:
Los caballeros ceden el paso.
Los caballeros le ceden su asiento a las damas, a los niños y a los ancianos.
Los caballeros cruzan como Dios manda, por los puentes peatonales.
Lo que sí hay son andantes, hartos, y hay que tener corazón de león para animarse a cruzar Revolución en horas pico y no ser aplastados por algún micro o pesera, (antiguamente delfín o ballena), conducida por alguna bestia.


V

Pronto, las mitologías comenzaron a llenarse de minotauros; centauros; unicornios; pegassos; sirenas; nahuales; chamacos; patas de cabra; vampiros; hombres lobo.
México cooperó con los hombres mosca, tipos osados que con tal de no pagar el pasaje del trolebús o del tranvía o camión, por parecer estos latas de sardinas - en donde por cierto todo el mundo le arrima el camarón a todo el mundo - preferían viajar en la parte exterior del vehículo, amacizados en el mofle, o adheridos a las ventanas, utilizando la boca y la nariz a manera de ventosas.
México cooperó además con los coyotes de ciudad, con las zorras, con las lagartonas, con los pulpos camioneros, con los buitres, con las mariposillas nocturnas, pero sobre todo con los conejos ponedores y con los borregos, entre otras especies.
Ahí están el pescado Portugal; el toro Valenzuela; el Perro Aguayo; el gato Marín; las Chivas Rayadas del Guadalajara; el Cañón del Zopilote, la colina del Perro.

Poco después, el Hombre creyó ver en los astros algunas señales de interrelación:
Así nacieron las Osas y los Canes estelares.
Comenzaremos por la astrología china:
Los astrólogos del oriente, al parecer un poco desorientados, aseguran que 12 animales rigen los destinos del Hombre:
La Rata; el Búfalo; el Tigre; el Gato; el Dragón; la Serpiente; el Caballo; la Cabra; el Mono; el Gallo; el Perro; el Cerdo.
Varios países han adoptado ese horóscopo a sus propias idiosincracias.
Hasta antes del año 2000, y durante un poco más de 70 años, el destino cósmico de México estuvo fuertemente regido por esos 12 animales chinos:
Hasta antes de esa fecha, la Rata regía el ámbito político.
El Búfalo era el guía cósmico de todas las elecciones federales, estatales y municipales (en este punto, los hijos de Confucio se referían a la salsa Búfalo, la picante, porque no había votante que no quedara enchilado al conocer los resultados oficiales).
El Tigre regía los destinos de los medios de comunicación.
El Gato regía los destinos de todos los chícharos, especialmente los gubernamentales y los publicitarios.
El Dragón regía a los candidatos que, por haberse movido, no salían en la foto; por eso les salía fuego hasta por las narices.
La Serpiente era el mandamás de todos los secretarios particulares y asesores privados.
El Caballo regía las esencias de los tapados, aunque la caballada estuviera flaca.
La Cabra vertía toda su influencia sobre las dos cámaras.
El Mono en turno era el más importante, era el maharishi intergaláctico de todo un país, ya que ni una hoja se movía sin su consentimiento, y en su dedo omnipotente reposaba el futuro inmediato.
Qué monada, ¿verdad?
El Gallo regía los destinos de la oposición.
El Perro era el yogui sideral de todos los economistas y neoliberales (en sus intentos por defender a dentelladas sus propias arcas, claro).
Finalmente está el Cerdo.
Este fue el gestor espacial de los que organizaron y participaron del Fobaproa.
Rige además los destinos de los organismos encargados de proteger a los más necesitados. Un ejemplo es la antigua Conasupo, cuyos dirigentes, en cierta ocasión, le vendieron leche radiactiva y maíz para puercos... a su amado pueblo.
En resumen: los dirigentes nacionales siempre nos vieron la cara de chino.

Los horóscopos occidentales tienen lo suyo:

Está por ejemplo el Cangrejo de Cáncer.
Éste rige a varios aparatos burocráticos del orbe, además de ser un auténtico cáncer para la sociedad porque parece caminar hacia atrás.

Vamos, hasta los indígenas mexicanos tiene su propio libro de los destinos: Erl Tonalámatl.
Consta de 20 signos, de los cuáles, sólo dos prevalecen hasta nuestros días.
Tochtli (que significa conejo), como casi todas las autoridades del pasado, convertidas en conejos ponedores, desde el día en que tomaban posesión hasta el día que se iban, como el jibarito… ‘locos de contento con su cargamento’.
Y Ollin (que quiere decir movimiento), que antes nos dejaba sentir toda su influencia a cada ratito; el que era secretario de algo, de pronto era el titular de esto, y el que era el titular de aquello, súbitamente era gobernador, y el que era gobernador, ahora era el secretario del partido. En síntesis, todos se movían de aquí para allá, (siempre los mismos) no así el país, que permanecía estático.

Pero pongámonos en contacto con otras tradiciones, con otras culturas:

Los hindúes adoran a los bueyes, a los que consideran sagrados e intocables.
En México sucedía igual: la adoración era sexenal y la intocabilidad, eterna.

Inglaterra aún practica la milenaria caza de la zorra.
En México también se practica dicha tradición, sólo que con más frecuencia: todas las noches, en todos los bares y hoteles de paso de la gran ciudad (en especial los viernes de quincena).

Los antiguos egipcios veneraban al gato; basta recorrer alguna pirámide para comprobarlo.
En México es al revés; los gatos veneran a los egipcios (y a los extranjeros en general)… y son precisamente los gatos los encargados de organizar las pirámides cibernéticas, de faraónicas ganancias para lo de arriba.

Crucemos el Atlántico y lleguemos a América:

El viejo oeste.
En el siglo XIX,  los pieles rojas solían bautizar a sus hijos con nombres de animales: Caballo Loco; Perro Rabioso; Coyote Pinto; Paloma Blanca.
En México, la cosa no era muy diferente:
El que salía de la caballada se ponía como caballo loco; defendía el peso como perro rabioso, para luego resultar un coyote pinto que se pintaba del país con el dinero de los contribuyentes, para aullar de felicidad el resto de sus días, aduciendo ser una blanca paloma, culpando o al de atrás, o al de adelante.

El águila blanca es el símbolo de los Estados Unidos:

En México hay que estar muy águila para que no lo dejen a uno en blanco.
Uno de los héroes norteamericanos por excelencia es Batman, el hombre murciélago. Su influencia llegó hasta nuestros lares, ya que nuestro país está hecho un verdadero bati… dillo económico, político, social y laboral.
Nuestro mismo México es la tierra del nopal y del águila. ¡Qué originales somos!
Águilas, nomás las del América.
Pero nopales, hasta para aventar para arriba.
Puro nopal. ¿Será por eso que todos los demás países nos dan para nuestras tunas?
Vamos, varios ex funcionarios y gobernadores mexicanos son conocidos con el mote del ‘nopal’, porque todos los días les encuentran nuevas propiedades.

Por otro lado, el Hombre, una vez civilizado, fue tan romántico que vio en la paloma el símbolo de la paz.
¿Paz?
Más bien PAS (onomatopeya de golpe, de porrazo, de zape guajolotero), con ese, y con ése, y con aquél, con ése otro: ¡PAS!, ¡PAS!, ¡PAS!

VI

Al igual que los grandes animales de la prehistoria, el Hombre está a punto de desaparecer.
Unos culpan a la contaminación ambiental.
Otros, al sida.
Aquellos, al hambre.
Otros más, a la sobrepoblación.
Unos más, a la guerra.
O a la falta de agua potable.

Yo culpo al hombre.

Es triste reconocerlo, pero el supuesto modelo racional de la vida resultó ser el más irracional de los animales.
Vean si no:

Admiramos la privilegiada memoria del elefante… y tenemos el privilegio de cazarlo para comercializar sus colmillos, olvidando que los animales sienten y sufren tanto o más que nosotros.
Admiramos el mensaje de paz de la paloma… pero la domesticamos y la convertimos en nuestra mensajera.
Admiramos a la gacela que parece colgarse de los cielos en cada salto… y colgamos su cabeza sobre la chimenea.
Admiramos al oso polar… y lo enfriamos para hacerlo tapete.
Admiramos la presencia del pez espada… y nos gusta presenciar su pesca en los concursos.
Admiramos la longevidad de la tortuga… y la matamos para hacerla crema anti-arrugas.
Admiramos la fuerza del toro de lidia… y lo vemos morir los domingos en la tarde mientras exclamamos un olé sin fuerza.
Admiramos la estampa del puma… pero lo cazamos sin piedad y pronto sólo lo veremos en las estampitas.
Admiramos la figura de la cebra… y la desfiguramos para hacerla tapiz de sala.
Admiramos al león por su imponente belleza… y lo condenamos a morir en la majestuosa soledad del zoológico.
Admiramos la elegancia del mink… y los matamos para que nuestras mujeres luzcan más elegantes.
Admiramos la gracia del delfín… y cometemos la desgracia de verlo morir en las redes atuneras.
Admiramos la resistencia de las ballenas… y nos resistimos a dejarlas vivir en paz…

¿Cuál odio? ¿Cuál asco?

Imitamos a las inofensivas criaturas del reino animal en forma por demás inconsciente.
Nos reproducimos como conejos; tiramos basura como marranos; dormimos como lirones; nos reímos como hienas de las desgracias ajenas; arrasamos con todo vestigio de vida como plaga de langostas.

Nuestro egoísmo y falta de moral van más allá:

A la menor provocación, llamamos insecto a cualquiera, en forma peyorativa… ¡Ya quisiéramos parecernos a los insectos!… tan laboriosos, tan socializados, tan serviciales, tan organizados.
Pero no.
Estamos más interesados en presumir nuestros conejos y en despertar nuestros instintos animales en los SPA, frente a cualquier lagartona y mosquita muerta que se nos ponga al brinco.



VII


Nadie escapa a las leyes divinas. Nadie.
Los Horóscopos, el Tarot, los libros no mienten.
Pronto, más pronto de lo que creemos, vamos a engrosar la lista de las especies en inminente peligro de extinción.
Hoy en día, sólo los dinosaurios amenazan con volver.

Son los insectos y los peces los que lloran al ver los campos y los mares contaminados con tanto pesticida mejorado, con tanto petróleo derramado, con tanto desecho nuclear vertido en esas llanuras, en esos sembradíos, en esas aguas.

Todo tiene un principio y un fin.

El planeta Tierra volverá a pertenecer a quienes aparentemente tanto pavor nos inspiran, a quienes supuestamente tanta repulsión nos causan.
¿No será al revés?
Digo, en las caricaturas, los hombres se tapan las fosas nasales cuando algún zorrillo cruza frente a ellos, pero en la vida real, es el animal el que huye despavorido al oler al hombre.

Ha sido una espera larga, pero habrá valido la pena, la pena y la alegría: dentro de poco, los animales y los insectos van a recobrar, en forma definitiva, un concepto que les fue secuestrado y vejado por el hombre:

El respeto.


Ese insecto infecto

Para los verdaderos reyes del mundo.

Ignacio E. Jaime Priego.
Mayo de 1992/Agosto del 2003