miércoles, 29 de junio de 2011

Ojo con el Eje

I

Ejes Viales.
Se llaman así porque al circular por ellos, al transitar a lo largo y ancho de ellos, al avanzar sobre ellos, ves a todo el mundo: ‘vi a Les (Leslie)’; ‘vi a tu suegra’; ‘vi a Anita’; ‘vi a Vicky’ (por cierto que no iba con su marido, sino con lentes oscuros, y con un jovencito muy raro, entre Emo, Dark, cantante de rock, y mohicano).
Tu vida gira alrededor de ellos, verdaderos ejes de tu existencia, ya que un mexicano pasa más tiempo en ellos... que en su oficina, casita, o camita.
Y precisamente a ellos, a los Ejes Viales, debo una de las experiencias más deprimentes, humillantes, ridículas, penosas, vergonzosas, grotescas y absurdas de mi existencia. Hará cosa de un mes, al salir de la agencia de publicidad en la cual laboraba, tocome (o sea, me tocó, pues) el alto en el cruce de la calle de Salamanca con la Avenida Chapultepec.
¿Qué hice? Lo usual en esos casos: frenar, sobre todo porque estaba lloviendo y el piso mojado es muy peligroso, y esperar el verde, como hace todo el mundo, pensando en la inmortalidad del cangrejo.
Cuál no sería mi estupor al escuchar una rítmica serie de claxonazos provenientes del coche de al lado, un Datsun rojo viejísimo, cuyo conductor me hacía señas con la mano. Pensé mil cosas a la vez: un secuestro express; un despistado; alguien buscando una calle; algún cobrador; un primo mío. Segundos después, tras afocar mis miopes y astigmáticos ojitos, detrás de las gotas de lluvia me topé con una cara que me sonreía igual que te sonríe la Mona Lisa, la del museo francés o la de la caja de cerillos La Central que para el caso es lo mismo. Miré a mi alrededor y sí, era a mí a quién saludaba, ya que de momento éramos los únicos seres humanos en el área. Me concentré. ¡Bingo!... Era el rostro de un compañero de la primaria, cuyo nombre escapa a mi memoria, pero cuyos actos vandálicos siguen grabados en las profundidades de mi masa encefálica.
 ¡Hola, Jaime! – me dijo mientras bajaba el cristal izquierdo de su vehículo -. ¿Te acuerdas de mí?
 ¡Claro!... ¡Cómo olvidarte! – le respondí, y en cuestión de segundos, mi mente comenzó a revisar varios archivos mentales... ¿Schleback?... ¿Ortigosa?... ¿Mendoza?... de hecho, mi mente barajaba los nombres como dealer de las Vegas... ¿Goñi?... ¿Smeke?... ¿Cohen?...
 ¿Cómo has estado? – me atacó de nuevo y se apeó, aprovechando la eternidad roja del semáforo.
 Bien, gracias – le respondí, consciente de que la nobleza obliga, por lo que, muy propio, hice lo propio.
... ¿Arce?... ¿Lamadrid?...
Nos dimos un fuerte abrazo bajo aquél intenso chipi-chipi.
 No has cambiado nada, Jaimito – me aseguró.
 Pues tú sigues idéntico – le respondí.
Juntos recordamos algunos pasajes del terrorismo infantil que se practicaba en el Mexico City School, allá por 1963. Inmediatamente después, ambos, hechos un mar de sonrisas, regresamos a nuestros autos.
Arrancamos.
Nos detuvimos en la calle de Durango.
Reiniciamos nuestro coloquio, de ventanilla a ventanilla.
–¿Y qué haces?
 Esperando el verde... ¿Ponce?... ¿Medrano?...
 Me refiero que a qué te dedicas.
 ¡Ah! vamos, el esposo de Paquita, digo, a la publicidad... ¿González?... Camhi?
 Qué bien; yo soy médico.
 Uy, felicidades... ¿Rodríguez?... ¿Leites?
 Oye Jaimito, deberíamos de vernos más seguido, hace ya tantos años que...
Un sórdido claxonazo trasero nos cortó la inspiración; era un frenético Pesero. Apenas un segundo antes, el semáforo nos había comenzado a mostrar su faceta verde.
En lo que metíamos primera, mi ex-compañero y yo nos analizamos mutuamente. Qué mentiroso se vuelve uno con los años, no cabe duda. Eso de ‘tú estás idéntico’ es de una crueldad infinita, similar al ‘y tú no has cambiado nada’... ¡Qué cinismo, por Dios!
Nos despedimos de nuevo y avanzamos.
Al llegar a Yucatán e Insurgentes detuvimos nuestros coches ante la ya esperada luz roja. Continuamos con nuestra charla.
–¿Traes con qué escribir? – me preguntó.
 Sí, claro – le respondí a... ¿Manjarrez?... ¿Azpeitia?... no, esos son de la secundaria.
 Anota mis teléfonos – me pidió y me los dictó.
 Al tratar de escribir sus números, vi con horror que mi pluma no escribía, así que tuve que fingir el numerito de escribir los numeritos telefónicos.
 ¿los anotaste todos? – me inquirió.
 ¡Todos! – le dije, y decidí tentar a la suerte. – Si quieres te los repito.
 No es necesario, además, ya no da tiempo; ya se puso el verde... y ahí viene el Pesero, pero llámame, ¿O.K.? – me solicitó.
– Por supuesto que lo haré. Adiós... ¿Ponce?
Pusimos primera y arrancamos, una vez más.
Recordé que, de hecho, él y yo nos llevábamos bastante mal... ¿Reséndiz?... ¿Ochoa?... ¿Pérez?... Incluso, en cierta ocasión estuvimos a punto de llegar a los puños y en otra sí llegamos. De tremendos derechazos, él me sacó un chichón en la frente y yo le inflé una ceja, en el salón reservado para los trabajos de manualidades, dando al traste con la ya de por sí pésima relación. Y ahora, casi 30 años después, la vida y los Ejes Viales nos ponían frente a frente una vez más.
Ambos agitamos las manos en señal de despedida. Recordé con cierta claridad cuando colocó un compás abierto en el asiento del pupitre del compañero de enfrente (un tal Romero); el pobre infeliz tuvo que ser llevado a la enfermería, arponeado con su propio compás. Toda la escena volvió a pasar, como si fuera el rollo de una película vieja, en colores sepia; rollo bastante corto éste (ha de haber sido un 8 milímetros) por cierto, ya que las imágenes se difuminaron en un santiamén.
Todo iba bien... hasta llegar al Viaducto. De nuevo, nos tocó el rojo, el maldito rojo (un pensamiento filosófico me llegó a la mente: si en vez de... ¿Góngora?... o de ¿Aréchiga?... hubiera sido Dora, la mujer más hermosa de la Preparatoria 8 la conductora de ese destartalado Datsun, de segurito nos habrían tocado todos los semáforos en verde, desde Salamanca y Chapultepec, por lo que ni siquiera la habría yo vuelto a ver; pero así es la vida de caprichosa, a veces).
Intercambiamos sonrisas y prometimos hablarnos por teléfono, vía mímica, ya saben, manita haciendo cuernito largo, y asintiendo con la cabeza, junto a la oreja. Su sonrisa seguía tan maquiavélica como siempre. Había algo de burla y de sorna debajo de aquellos rasgos de inocencia de... ¿Macías?... ¿Martínez?... ¿Licona?
Luz  verde.
–... ¿Jaime?... ¡No, ése soy yo! –  pensé.
Aceleramos al mismo tiempo.
Una cuadra después, en Obrero Mundial, tuvimos que volver a frenar. Nos vimos de reojo y los dos levantamos nuestros pulgares, como Césares Romanos perdonavidas, como diciendo... ¡Todo perdonado!... ¡Qué suerte y qué gusto el haberte encontrado después de todos estos años!
Par de hipócritas.
Yo lo definiría como ‘burro’; siempre copiando en los exámenes; siempre haciendo la tarea de ayer, hoy, en el somnoliento y gélido viaje matutino del vetusto camión amarillo de recolección escolar; siempre pidiendo libros prestados. Mi cerebro me proyectaba imágenes borrosas.
Luz verde. Y va de nuevo... ¿Sevilla?... No, a ése creo que ya lo dije; el buen Rafael Sevilla... ¿Qué será de él?
Al llegar a División del Norte nos esperaba otro semáforo en rojo. Nuestros autos estaban lado a lado, frente a la franja peatonal. Yo hice como que recogía algo del piso... ¿Landazábal?... ¿Galicia?... ¿Santiago?... ¿Lázaro?...
Recordé las tardes cuando nos quedábamos en los patios de la Mexico a practicar béisbol y recordé que... ¿Beja? ... ¿Thome?... ¿Manzanilla?... tenía de deportista lo que Al Capone de sensible; se presentó una tarde para no presentarse más.
Luz verde.
Pusimos primera, segunda, tercera.... y Oh, oh... luz roja.
Yo me zambullí en la parte trasera del vochito, y mi ex-compañero hizo como que estaba tratando de sintonizar Radio Vaticano, o algo así.
Y la luz seguía en rojo. Vaya desesperación.
Cuando vimos la luz verde, arrancamos como dragsters. Al llegar a Ángel Urraza... volvimos a detenernos. Yo me bajé dizque a revisar si no traía una llanta ponchada y él... ¿Alberti?... ¿Juárez?... ¿Samaniego?... hizo hasta lo imposible por alinear la antena de su Datsun con las Pléyades. Ni él ni yo nos volteamos a ver. El silencio era sepulcral, enmarcado en tonos rojizos. Regresamos a los autos. Entonces vi que el suyo no tenía antena, y seguramente él vio que mis llantas estaban perfectamente bien infladas.
Luz verde.
¡Zooooooommmmmmmmm! Dos bólidos tratando de romper la barrera del sonido.
El gusto nos duró poco. Al llegar a Matías Romero, el horror; luz roja. Cuando ambos coches se detuvieron, la zona olía a caucho quemado, hasta podíamos ver el humito.
Otra eternidad lado a lado.
Para colmo de males, más adelante, la calle estaba cerrada, por reparaciones telefónicas, o en las tuberías del agua, o algo así, por lo que ambos debimos tomar la desviación por Pilares, a fuerzas. Vi por mi espejo retrovisor. De no haber venido coches, fácil me hubiera yo ido en reversa hasta Chapultepec, lo juro.
Llegamos a Pilares, y dimos vuelta hacia la izquierda.  Desaceleré.
Un rayo de luz me iluminó y permití que... ¿Rosas?... ¿Enríquez?... ¿Hurtado?... se adelantara un poco, digamos, unos 500 kilómetros. No sirvió de nada. Al llegar a la calle en la que vivo estábamos otra vez al parejo.
Avanzamos por esa calle (pero me seguí de frente por miedo a que... ¿Velázquez?... ¿Mayo?... ¿Zorrilla?... descubriera mi guarida y me cayera de sorpresa cualquier tarde, o noche, o fin de semana, con uno de sus compases abiertos (como bailarina de ballet en split). Al llegar a Amores nos esperaba el semáforo en... adivinen el color: ¡Lotería!... rojo. A... ¿Silva?... ¿Orozco?... ¡No, Miss Silva era la directora del Mexico!... le dio un súbito ataque de tos, y yo decidí medir la temperatura del aire con el dedo índice de mi mano izquierda.
Otro gajo filosófico me llegó de pronto:
“La duración de la luz roja de los semáforos es directamente proporcional a tu grado máximo de ansiedad en determinado momento, lugar y situación”.
Ambos comenzamos a sudar como gordos en sauna al llegar al semáforo de San Lorenzo, el que estaba, claro, en rojo, como el Infierno.
Ahí estábamos. Dos amigos (es un decir) que no se han visto en años, lado a lado, juntitos, uno a la derecha y el otro a la izquierda, momentáneos vecinos viales, tratando de no volver a verse en siglos; dos ex - compañeros convertidos en dos perfectos extraños. Al igual que la luz del semáforo, yo también estaba rojo de vergüenza, de ira, de rabia, de impotencia, de coraje y de humillación, y me imagino que mi ex-compañero estaba en las mismas.
Simulé estar muy interesado en la arquitectura de la casa de la esquina y... ¿Pacho?... ¿Montes de Oca?... parecía sumamente atraído por el estudio de la estratósfera.
La luz verde. ¡Ahhhhh! El alivio mental. El Kamasutra vial. La liberación espiritual. La paz interior. El amor propio y la dignidad navegando hacia mar abierto.
Llegamos a Félix Cuevas. El mundo se hizo rojo, rojo, rojo (al menos el mío).  – ‘¡No puede ser!... Algún gnomo debe de haber sincronizado todos los malditos semáforos de la ciudad esta fatídica noche’ – pensé entonces, y lo sigo pensando.
De reojo vi que... ¿Guerra?... ¿Montoya?... ¿Bedoya?... ¿De la Hoya?...me veía de reojo.
¡Vaya vergüenza! ¡Vaya pena!
Aquello no podía continuar así. Dos miserables seres humanos atrapados en un estúpido vórtice nocturno. Durante cierto fragmento de tiempo, una millonésima de segundo, o algo así, nuestros ojos se cruzaron y se repelieron como imanes de polos iguales, ambos negativos, a propósito. Pensé doblar a la derecha. Así lo hice. Por el retrovisor vi que... ¿Barosio?... ¿Berea?... se seguía de frente. Bendito sea Dios.
Me sentí en Xanadú; o en Shangri-La; o en el Edén; o en el Olimpo; o en el Paraíso; o en el Nirvana.
¡Volví a nacer!
Podía yo voltear para cualquier lado. Podía reír y respirar. Puse un cassette y Jeff Lynne y yo cantamos a dúo ‘Ticket to the moon’.
Al llegar a Insurgentes, un servidor parecía bongocero de la Matancera de lo contento (al menos es la imagen que  reflejaba el espejo retrovisor cuando lo veía). Viré a la derecha sobre la avenida más extensa del mundo. Todos los autos me rebasaban. No me importó. Es más; me agradó. – Pasen, pasen, anden, pasen – decía yo, lo que nunca.
Llegué de nuevo al Eje Vial de Ángel Urraza.
Jamás lo debí de hacer. Ahí, en la esquina de Martín Mendalde...estaba... ¿Guerrero?... ¿Barrón?... ¿Bringas?...
¡No!, Bringas es mi cuñado...
Traté de tranquilizarme: –  ‘Cálmate, a lo mejor es un Datsun del mismo modelo, del mismo año, del mismo color; vamos, hasta con la misma salpicadera hundida’  –.
No fue así. Era él, como quiera que se llamara; no había duda... me bastó verle el perfil.
Se me heló la sangre.
Ya no pude más. Miles de gotitas ácidas estallaron en mi cerebro y me salpicaron el hígado. Me brotó lo kamikaze. Aceleré. Cuando comprendí que no libraría el semáforo de Gabriel Mancera, pisé todo el acelerador, es más, sentí la pelusa de la alfombrita. Libré el cruce por tantito, en medio de claxonazos, rechinones, patinazos sobre el húmedo piso, mentadas, recordadas y chifladas. Me valió. Me enfilé sobre Aniceto Ortega y pasé Tlacoquemécatl hecho un verdadero bobsled. Llegué hasta mi destino inicial, y en el tiempo récord de 13.8 segundos, cronómetro en mano... apagué el auto, salí del mismo, abrí las reja, entré a la casa, abrí el garaje, me subí al auto, lo encendí de nuevo, lo metí en reversa, cerré las puertas, entré de nuevo a la casa, y apagué todas las luces. Vigilé media hora, un ratito en esta ventana, un ratito en aquella otra.
Nada.
Desde entonces procuro tomar las calles aledañas a los Ejes Viales, no vaya a ser que el día menos pensado me vuelva yo a topar con... ¿Urrutia?... ¿Loyola?... ¿Benítez?...

                                              II

Esa misma noche, sin embargo, ya en camita, con la taquicardia cediendo en forma gradual, me quedé meditando, y varias dudas me asaltaron (afortunadamente no se llevaron nada).
Aquél encuentro tan desangelado con sepa Dios cómo se llama (al que por cierto no le he hablado y quien por cierto tampoco me ha telefoneado, gracias al Cielo)...
...¿Habrá sido  producto de la casualidad, del azar, del destino?...
...O habrá sido un plan con maña, ideado en las malignas mentes de unos seres aparentemente inofensivos, pero que en realidad son unos monstruos cibernéticos.
Tras mucho meditar, y reflexionar, y pensar, y analizar, creo que le he dado al clavo, como lo hiciera Roy Thinnes en su papel de David Vincent, en la serie ‘Los Invasores’, en los años 60:
Los semáforos no son lo que parecen (y las cámaras del segundo piso entre San Ángel y el Eje 6, tampoco).
Y tan inocentes que se ven ¿Verdad?
Tan quietecitos ellos.
Cumpliendo su trabajo sin quejarse, mañana tarde y noche, sin vacaciones, sin prestaciones,  sin sueldo, sin bonificaciones... sin nada; vamos, hasta sin organizar marchas y sin recibir su mantenimiento (que en realidad no necesitan).
Verde, amarillo y rojo: ahora puedes pasar; fíjate si pasas, y ahora no puedes pasar. Así de sencillo, así de simple.
Sí, cómo no.
A mí no me engañan.
Los semáforos, los inofensivos semáforos, son en realidad seres de otro planeta, esperando el momento oportuno para atacarnos, para apoderarse del nuestro, y luego del universo, deshaciéndose primero, poco a poco, de quienes como yo, ya hemos descubierto su secreto, ya hemos resuelto el enigma, ya hemos armado el rompecabezas.
¿No me creen?
La próxima vez que dos (o más) coches choquen en la esquina de su casa, no se una a la bola de morbosos escucha-quejidos, o mira-heridos, o atestigua-golpazos, no; acérquese a cualquiera de los semáforos, como no queriendo la cosa, como por casualidad... y los escuchará burlarse, y felicitarse unos a otros.
No lo dije antes, pero aquella fatídica noche que antes les narré, en cada alto del camino, me parecía escuchar sus metálicas vocecitas dando órdenes, instrucciones. Estoy seguro que sus comunicaciones son muy parecidas a esto:
...‘Hey, camarada de San Lorenzo y Coyoacán, acaban de estar aquí un Vochito azul y un Datsun rojo. Fallé en mi intento por enloquecerlos, pero van hacia sus coordenadas, camarada, así que cuando los vea venir... póngase en rojo, como va, y pásele la voz al camarada de Coyoacán y Félix Cuevas, para que a su vez, éste le pase la información al camarada de Félix Cuevas y Adolfo Prieto’.
Vamos asincerándonos:
¿Quién de ustedes no ha salido de su casa rumbo a una cita no particularmente agradable, o reunión, o junta de consejo, o cena con la ex-mujer, y le han tocado absolutamente todos los semáforos en verde, desde el punta A hasta el punto B?
O por el contrario... ¿A quién de ustedes no le han tocado todos los semáforos en rojo cuando su vejiga está apunto de reventar como globo de fiesta infantil, o cuando el contenido de sus intestinos amenaza con tapizar el asiento del conductor, en cualquier momento tras hacerse cenado tres platones hondos copeteados de pozole rojo en casa de los compadres?
Como verán, la crueldad de los semáforos no conoce  límites.
Ahí está el de Pilares y Nicolás San Juan, en la colonia del Valle, por ejemplo. El muy cerdo te ve venir y de inmediato se pone en rojo, en especial si vienes circulando sobre Pilares. Y ahí te deja las horas. Baja el cristal de tu lado y, si la noche es clara y tranquila, serena y callada… lo escucharás reír, te lo aseguro.
Hay más.
Como en todo, hay rangos, y los semáforos no son la excepción.
No es lo mismo un triste semáforo raso de pueblo, que tiene a su mando las dos circulaciones, de norte a sur, o de este a oeste de la calle Rododendro del pueblo de San Juventino de los Nopales, que todo un Semáforo General de Cinco Estrellas, como los que se encuentran enclavados en las grandes avenidas y boulevares de las grandes urbes, y que tienen a su mando el convergente fluir de cinco sentidos, cada uno con vuelta a la derecha, a la izquierda, vuelta en U, y retorno.
Lo único que tienen en común todos ellos... es La Gran Misión; conquistar el mundo, al igual que Pinky y Cerebro, sólo que éstos son personajes de caricatura, mientras que aquéllos... son nuestra peor pesadilla.
El de Avenida de la Paz e Insurgentes, por ejemplo, tiene la tarea de desquiciar a los automovilistas, ya que saben que un conductor de esas características, sobre todo en viernes de quincena, lluvioso y atestado a más no poder, es capaz de pasarse el alto, llevándose entre las patas (en este caso entre las llantas) a dos que tres mortales, facilitándole la tarea a los seres metálicos tricolores. Son tan insensibles, que a veces, cuando tienen flojera, hipnotizan a los policías de crucero para que éstos manejen los cambios de luz a su antojo, creando auténticos holocaustos viales. Claro, los frenéticos claxonazos ahogan las diabólicas carcajadas de los sádicos metaloides.
Hoy tengo la absoluta seguridad de que cada semáforo tiene asignado a un mortal, a un humano, al que deberá escabecharse en cuanto éste se descuide. Mi verdugo, por ejemplo, es el que está en el cruce de Periférico y Barranca del Muerto. En cuanto me ve venir, cambia del verde al rojo, o viceversa, así, sin tomarse la molestia de pasar por la amarillenta preventiva. Varias veces estuve a punto de chocar fatalmente, lo reconozco, pero afortunadamente he logrado sobrevivir a sus intentos de asesinato, asesinato que por cierto quedaría impune... ¿Qué detective, qué agente del ministerio público, qué juez en sus cinco sentidos, iba a sospechar de un vulgar semáforo?... Ninguno; lo que además nos dice mucho de la inteligencia criminal de estas chatarras pensantes.
Si aún no me ha matado mi sicario, es porque, desde que lo sé todo, desde que descubrí el pastel, evito pasar por esas coordenadas, sobre todo de noche, cuando no hay testigos.
Sin embargo, creo que pronto me van a reasignar otro, más malévolo, más certero, más indolente.
Pero, no todo está perdido.
Sólo hay una forma de evitar el exterminio masivo de seres humanos a manos de las legiones semaforiles:
Mi intuición me dice que encontrando, ubicando y destrozando al Hitler de todos ellos, es decir, a su líder supremo (que puede estar en cualquier esquina, en cualquier crucero urbano del mundo, incluso disfrazado de semáforo pueblerino), los demás semáforos no sabrían cómo actuar, y la amenaza desaparecería de la faz de la Tierra.
¿Qué es lo que hay que hacer?
Yo se los voy a decir, antes de que sea demasiado tarde.
Cada miembro de cada familia debe comprar una escopeta recortada de doble cañón, y una caja de balas expansivas. Luego, hay que organizar pelotones por calle, por cuadra, por colonia, por delegación política, por ciudad, y por país. Y entonces sí, una vez integrados los pelotones humanos de todo el mundo... ¡A terminar con todos ellos, hasta deshacernos del último!
Recomiendo hacerlo por las noches, que es cuando los muy desalmados dormitan (haciendo titilar su odioso color amarillo), ya que en esa situación, en ese estado, su poder de reacción es nulo, o mínimo.
No hay de otra.
Cualquier noche de estas, me voy a armar de valor... y voy a poner el ejemplo.
Si en los noticieros matutinos de estos días, alguno de ustedes escucha la siguiente noticia:
“Anoche, un loco disparó contra el semáforo de Barranca del Muerto y Periférico, dirección sur-norte, partiéndolo en dos, al parecer con una escopeta recortada de doble cañón, utilizando balas expansivas; el área quedó cubierta de restos pulverizados de metal y de cristales verdes, amarillos y rojos...”
... no se asusten; fui yo.
 Y eso significará una sola cosa: que el Día S (de semáforo)... ha comenzado.
 Alguien tiene que marcarles el alto a esos insensatos.



                             

El chico Gándara

        ¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnngggggggg!

        – Colegio "El Rapto de las Sabinas", a sus órdenes.
        – Buenos días. Con la directora, por favor, miss Cristina Arreola.
        – Buenos días, ¿Quién la busca?
        – Jorge Fong, servidor.
        – Un momentito por favor, señor Wong.
        – Fong.
        – Hable más alto, señor Wong que casi no le escucho.
        – FONG
        – Así está mejor, señor Wong. Un momentito, es que el chico Gándara ya está haciendo de las suyas con mis peces... ¡Oye, Gándara, déjalos en paz que me costaron una fortuna!
        Una versión medio rap y medio Reggae de "You Light Up My Life" se dejó escuchar por la bocina.
        – ¿Señor Chong?
        – Fong.
        – Sí, mire, dice la directora que no tiene ni la menor idea de quién es usted, y que si vende enciclopedias británicas o tarjetas de crédito plus que no, que muchas gracias.
        – Soy fotógrafo, y ella me llamó a mí.
        – Permítame por favor señor Tong, el chico Gándara está falsificando las boletas... ¡Hey, Gándara, deja eso!...
        En esta ocasión fue "La Casa del Sol Naciente" la que fluía en aquel laberinto de cables hasta desembocar en el oído del fotógrafo.
        – Ay, señor Tong – dijo la voz de la directora, como disculpándose.
        – Fong.
        – Señor Fong, ¡Qué pena!... es que con tantos problemas se me va el Jesús al cielo.
        – ¿Ya se acordó de mí, miss Cristina?
        – Ah, sí, claro... señor... Gong... ¿Podría venir mañana para tomar las fotografías del anuario?
        – Será un placer.
        - Magnífico, entonces...
        – Espere. No me ha dicho qué es.
        – ... Soy soltera. Soy sonorense, y soy Virgo. ¿Algún otro dato?
        – El colegio, miss Cristina, el colegio, es primaria, o secundaria, o...
        – Perdón. Es primaria, mixta.
        – Correcto. Gracias.
        – Me urgen señor Hong. Se nos vino el tiempo encima.
        – Fong. No se preocupe. Conozco de estas cosas.
        – No vaya a colgar, ahorita lo comunico con mi secretaria para que se pongan de acuerdo. La hora, la dirección, en fin, ya sabe.
        – Ya sé. 
        Luego de anotar la dirección del colegio y la hora de la cita, el fotógrafo colgó. Revisó su cámara Nikon. Apartó unos filtros. Seleccionó algunos rollos Fuji y guardó todo en su maleta café, la de cuero, y continuó comiéndose su hamburguesa McDonald´s. Aún no salía de su estupor. Al fin tenía chamba, tras tres meses ociosos, inactivos. Chamba. Divina palabra. Chamba. Dinero. Miró el calendario de Gloria Trevi. Era el 25 de febrero de 2003.
        – Vaya. Ese chico Gándara me trajo buena suerte – dijo.
        Se fue el día.
        Llegó la noche. Llegó también el sueño.
        Amaneció.
        Dieron las nueve de la mañana.
        ¡Ding dong!
        – Adelante  señor Kong – le dijo el prefecto –. La maestra Cristina lo está esperando.
        – Fong.
        ‘Kong Fong comentó el prefecto para sí’ –. ‘¡Qué curioso!, por poquito y es King Kong’.
        Ambos hombres se fueron caminando a lo largo de un pasillo.
        Minutos después, los altavoces dejaban escapar la deliciosa voz de la señora directora, solicitando la inmediata presencia de todo el alumnado en el patio trasero, recomendando guardar completo orden.
        Dicho... y casi hecho... de no haber sido por el chico Gándara, el rubio salpicado de pecas, dueño de la mirada más pícara del mundo de tonos azul mar de Cancún que, desobedeciendo a su maestra, bajó montado en el pasamanos, gritando como sólo lo podrían hacer los vaqueros texanos domadores de potros salvajes en las exposiciones ganaderas, y besando a la fuerza a cuanta mujer osara pasar frente a él; chica, mediana o grande. Bueno, no demasiado grande, como la señora del aseo, Doña Iris.
        Cientos de chiquillos y chiquillas, impecablemente portados, se encontraban formados en fila, justo detrás de sus maestras titulares. Sus uniformes azul, rojo y blanco los hacían parecer soldaditos y soldaderas ingleses. Sus doradas botonaduras despedían manchones pastosos de luz al roce con el Sol matinal que refulgía en el cielo como una gigantesca pepita de oro californiano.  
        La directora presentó al fotógrafo como el señor Long... (el prefecto se sorprendió y exclamó en voz alta ‘¿Kong Fong Long?’... se rascó la cabeza y se metió a su caseta)... y  suplicó a los niños que lo obedecieran ciegamente, ya que el anuario era una cosa seria. A media frase ... "cosa seria"... estalló un cohetón detrás de los del Segundo "B". Mil carcajaditas se elevaron hacia la azulosa quietud de la mañana. La directora fingió indiferencia y se retiró a sus oficinas. El chico Gándara le dedicó una de sus más largas y sonoras trompetillas. La directora actuó como si tampoco hubiera escuchado aquel soez e irrespetuoso insulto, por provenir de quien ella suponía,  provino.
        El fotógrafo cargó sus cámaras, colocó...
        – ¿Ya? – le gritó el chico Gándara, mientras le picaba la panza a Ulises Villalpando, el chico más gordito del Tercero "D".
        ... sus filtros, midió el ángulo de los rayos solares, colocó...
        – ¡A ver a qué horas! – otra vez la voz de pito, que ahora le hacía cosquillas en las costillas con sus propias rosquillas a Susanita Camargo, que terminó haciéndose pipí de la risa, literalmente hablando.
        ... el tripié en la posición idónea y se dirigió a la marabunta de escolapios.
        – Muy bien chicos – les dijo – quisiera que este anuario fuera el mejor de todos. A ver, ¿Qué grupo quiere ser el primero en ser inmortalizado?
        Jamás debió de haber formulado aquella inocente pregunta.
        Un ruido muy parecido al que despiden los tornados californianos en su fase más furiosa retumbó por todo el colegio... ¡EL NUESTROOOOOOOOOOO!      
        Comenzó el caos.
        El chico Gándara sonreía, satisfecho, como intuyendo la diversión que se avecinaba. De entrada le embarró un moco a Cecilia Hurtado, en pleno cachete. La pobre chica no supo qué hacer. Se quedó impávida.
        Unos corrían para allá. Otros para acá. Otros más en dirección indefinida, seguidos por sus atribuladas profesoras. Una niña de frenos y anteojos redondos, de plano se fue hacia la resbaladilla, pero un chico le bajó la falda y echó a correr falda en mano por todo el patio, seguido de la dueña de la prenda, que no encontraba cómo taparse sus calzones rosas con corazoncitos. Otra columna de chicos se encaramó en los pasamanos y los columpios. Un niño de primer año creyó que había llegado la hora del recreo y, obedeciendo una señal del chico Gándara, para pronto se tiró un clavado en el arenero. Tres chiquillas pecosas se acercaron al fotógrafo para formularle un rosario de preguntas técnicas acerca de los filtros, los rollos, las cámaras y las fotos ideales.
        – Oiga, ¿Las cámaras fuman?
        – Claro que no, niña.
        – ¿Entonces por qué tienen filtro?
        – Lo que sucede es que...
        – Las cámaras tienen miopía y astigmatismo? – le preguntó la  niña cuyos anteojos parecían dos telescopios de alta potencia.
        –... ¿Miopía?
        – Sí, por lo de los lentes, ji, ji, ji – se rió, dejando al descubierto el par de dientes de castor más grandes que el señor Fong había visto en toda su vida.
        – No, miren, mejor váyanse a formar porque...
        – ¿Su cámara tiene balas? – le preguntó la niña de la  Barbie en brazos.
        – ... ¿Balas?
        – Es que a mi papá le encanta disparar con la suya.
        – No, niña, las cámaras disparan otro tipo de cosas.
        – ¿Balas de salva? – preguntó  la dientona.
        – Mejor váyanse a formar, en serio.
        Diez minutos después, las maestras parecían sobrevivientes de algún maratón de baile de Chicago. Los niños, sin excepción, parecían Ben Turpins, tras haber sido salpicados de lodo por las llantas del auto de Laurel & Hardy. Exhausta, una maestra joven decidió encaminarse rumbo a la dirección. Una cáscara de naranja, impulsada por una liga, rebotó de lleno sobre el pedazo de falda que cubría su glúteo izquierdo. El chico Gándara se llevó ambas manos a la espalda y fingió ver hacia la estratósfera mientras se guardaba la liga en la bolsa izquierda del pantalón.  La maestra se sobó discretamente sin dejar de buscar de reojo al autor de la fechoría. Los alumnos rompieron filas de nuevo. Un muchachito peinado como Moe, el de los Tres Chiflados, empezó a patear la tierra, levantando minúsculos cañonazos de polvo. El chico Gándara, la pesadilla de más de veinte, incluyendo a sus señores padres y a su hemana Margo, pasó junto al Moe y le propinó tremendo zape. Como consecuencia del impacto, el chico Moe quedó como Alfalfa, el de la Pandilla, con un gallo súper parado.
        Dos mocosos más pegaron la carrera hacia los baños. La maestra joven regresó de la dirección, sobándose aún.  Les dijo algo a sus alumnos acerca de los exámenes finales y todos improvisaron un descomunal ¡BBBUUUUUUUU!, dirigidos, claro, por el chico Gándara, que le daba de latigazos tronadores con su corbata azul marina, muy cerca de los senos, a miss Gloria, que corría desaforada en busca de auxilio.
        Al hacer el recuento, otra maestra comprendió que le faltaba un niño. Fue por él hasta el arenero. El chico parecía minero. Tenía tierra hasta en la lengua. En cuanto se formó, escupió a su compañerita de la izquierda y ambos rompieron en llanto. La maestra miró al cielo, harta.
        Decenas de ¡Clicks! resplandecían como descargas eléctricas a escala. Brotaban de la parte superior de la cámara. Cuando el fotógrafo decía "sonrían", los niños sacaban la lengua, siguiendo el ejemplo del chico Gándara. Cuando decía "quietecitos", las criaturas se movían, se balanceaban, oscilaban, como péndulos de reloj de pared. Cuando les pedía que no cerraran los ojos, hacían todo tipo de muecas; el primero de todos, el chico Gándara. Cuando le pedía a equis niño que se peinara, los demás se despeinaban. Cuando le pedía a otro que se arreglara el cuello de la camisa, los otros se desfajaban. En fin. Una sesión de antología.
        Algunas horas después. Varias, de hecho...
        – ¡Listo! – dijo al fin...pero como si hubiera dicho... ¡Rompan filas!
        Todos, absolutamente todos los niños se desperdigaron en todas direcciones, gritando como comanches al rodear alguna caravana, seguidos por sus afligidas titulares, cuyas órdenes tenían la misma autoridad que el piar de un pollito recién nacido frente a una boa hambrienta. El tratar de controlarlos era como tratar de detener una estampida de búfalos rabiosos, capitaneados por el gran búfalo blanco...el chico Gándara, que ahora se hacía carrito sobre la espalda de una maestra norteamericana que impartía clases de inglés, que no daba crédito a lo que estaba pasando.
        ¡Get off, you bastard!... Do you hear me?... ¡Get offffffaaaaaaaahhhhhhhhhhhh¡ . Mexicanito y americana azotaron como viles reses.
        El chico del escupitajo de tierra, ya más calmado, de pronto se sintió topo. Se fue hasta el arenero y comenzó a enterrarse en vida. Su maestra trataba de rescatarlo, pero el chico se hundía, aleteando como caguama asustada. El rostro,  el cabello y el traje de su maestra quedaron en calidad de cascajo, por no mencionar los de la criatura.
        El fotógrafo cerró sus maletas, se despidió de algunas maestras, de la directora, y partió a su estudio a revelar aquellos rollos, no sin haber sentido en la nuca el sello de la casa: un  certero ligazo de cáscara de naranja.  ¿El autor?
Ni para qué mencionarlo.
        Una tarde más pasó lista y se retiró.
        El señor Fong trabajó toda la noche.
        Al ver las fotografías que iba revelando comprendía que aquello era una especie de rompecabezas sin principio ni final. Trató de ordenarlas coherentemente. No pudo. Las guardó en el interior de un sobre color marrón y se fue a dormir, aunque fuera unos cuantos minutos.
        Esa madrugada, el señor Fong soñó con niños gritones, chillones, traviesos. Todos ellos rubios. Todos ellos pecosos. Todos ellos pícaros. Todos ellos de ojos azules.  Todos ellos con ligas. Todos ellos chicos Gándara.
        Despertó y agradeció al cielo su soltería. Se bañó. Desayunó cualquier cosa y salió de su casa estudio. Un taxi. El chofer le recomendó una receta para las ojeras, a base de semillas molidas de sandía.
        Llegaron. Pagó. Tocó el timbre. Lo recibió el prefecto, vestido con el mismo traje, camisa y corbata del día anterior. Recorrieron el mismo pasillo. La secretaria de la directora le ofreció un café en lo que lo recibía su jefa. La voz de la directora, amplificada diez mil veces en las bocinas que daban al patio, haciendo retumbar las paredes, ahora citaba al profesorado, de inmediato, en la sala de juntas.
        El café sabía raro... tanto, que el fotógrafo tuvo de escupirlo; alguien había puesto sal en la azucarera. Alguien. ¿Quién?
        El fotógrafo miró la pecera. No había un solo pez retozando en aquellas aguas. En el fondo descansaba el sello oficial de la escuela.
        – El chico Gándara – pensó mientras se metía una pastilla Certs a la boca.
        Tres minutos después, decenas y decenas de fotografías cubrían  la bien pulida superficie de la mesa oval de la sala de juntas.
        Dio inicio la prueba de reconocimiento.
        – Esa soy yo – dijo una maestra – pero esos no son mis alumnos y ese no es mi grupo.
        – Estos sí son mis alumnos – dijo miss Gloria – pero esa no soy yo.
        – Esta ni soy yo ni esos son mis alumnos, pero sí traen el banderín del Quinto "D".
        – ¿Este alumno africano es nuevo? – preguntó la directora, lupa en mano.
        – No, señora directora – respondió miss Clara – no es ningún africano, es el niño Arizmendi, el topo del arenero.
        Al ver su fotografía, miss Patty lloró: un chico le había puesto cuernitos con una mano y le hacía una seña obscena con la otra. Detrás de ella, otro de sus alumnos había hecho una imitación perfecta del Hombre Lobo, y la miraba, babeante. 
        – El chico Gándara ya los contaminó a todos. ¡Qué espanto! – dijo.
        – ¿Ayer hacía mucho viento? – preguntó de nuevo la directora, tratando de suavizar la situación.
        – No miss Cristi – contestó miss Carmen – todos se despeinaron adrede, siguiendo el ejemplo del chico Gándara. Son unos vándalos.
        – ¡No es posible! – exclamó miss Marta – ¡Este chico sale en todas las fotografías!... ¿Alguien lo reconoce? – preguntó y pasó las fotografías.
        – ¡Tenía que ser el chico Gándara! – dijo miss Lorena – ¡Este sí es un ‘Panchito’. Peor. Un Hooligan!... Tuve que subirle la bragueta en tres ocasiones.
        – Oigan – preguntó miss María – Ya revisé todas las fotografías y no aparece Sara, la niña del catarro eterno.
        – ¿A ver? – dijo miss Beatriz. Miró un racimo de fotos y se detuvo –. ¿No es la que está pintando caracolitos, junto al chico Gándara?
        Miss María revisó la instantánea. – No – dijo – no es Sara, es María Miriam, la marimacha.
        – ¡Qué es esto¡ – preguntó la directora, francamente asustada.
        – Permítame – le pidió miss Claudia y miró la fotografía. La directora le prestó su lupa. El chico Gándara había logrado salirse con la suya en eso de bajarse el zipper. Además, le había subido la falda a la niña más estudiosa del colegio, Ofe Alós, la cual mostraba sus pantaletitas color durazno, ajena a las barbaridades de su compañerito.
        – ¡Qué horror! – exclamó miss Silvia al ver al chico Gándara jalándole la cola de caballo a la de los descomunales dientotes de castor. – A ese chico Gándara deberían de fusilarlo.
        – ¿Ya lo vieron en esta? – preguntó miss Clara y le pasó la fotografía a una compañera. El chico Gándara besaba en la boca a la pelirroja del aparato auditivo. Junto a ellos, otro chico había hecho una bomba de chicle tan grande que era imposible reconocerlo.
        Nada. No había una sola fotografía decente. Cuando el fotógrafo propuso otra sesión... siete maestras amenazaron con renunciar. Dos más enmudecieron. Una se santiguó. Dos más sufrieron un conato de histeria. Las restantes fueron atacadas por un súbito e incontrolable ataque de risa, con temblorinas, sudores y espasmos. La directora cacheteó a las más afectadas con nulos resultados.
        – ¡No, por favor! – suplicó miss Silvia.
        – No quiero volver a ver al chico Gándara jamás en mi vida – exclamó miss Clara jalándose los cabellos, como poseída.
        – Ese chico Gándara nos va a sacar canas a todas.
        – ¿Nos va a sacar? – preguntó miss Sonia en tono sarcástico y les  mostró un mechón blanco escondido junto a la coronilla. De pronto, un misterioso  e incontrolable tic de nervios le atacó el ojo derecho.
        – Algo hemos de haber hecho en la otra vida para que ahora lo paguemos con ese monstruo – dijo miss Gloria muy seria.
        – ¡Algo… imperdonable¡ – concluyó convencida miss Carmen.
        – Antier puso un globo pedorrero debajo de mi cojín. Fue horrible. Todos mis alumnos se burlaron de mí hasta el cansancio – dijo misss Gloria –no saben qué vergüenza pasé.
        – Voy por ese chico Gándara – dijo la directora –. Ya me tiene hasta el copete. Creo que ya es hora de que alguien le ponga un hasta aquí. Si no lo hago ya, si no lo paro hoy, su próxima víctima voy a ser yo, y eso es algo que no puedo permitirle a nadie, muchísimo menos a un mocoso de su edad.
        – Está en el Cuarto "C" – le advirtió miss Sonia.
        – Conque en el Cuarto "C" ¿Eh? Vaya, vaya dijo la directora entornando los ojos. – Con su permiso, señor Hong –. La directora abandonó la sala de juntas dando un portazo. Las maestras se miraron entre sí.
        Ninguna de las profesoras la había visto nunca tan enojada, tan decidida. El fotógrafo no entendía nada de todo aquello. Peor aún. Empezó a sospechar que su trabajo no había servido de nada, por lo que su ansiado, soñado y jugoso cheque se le esfumaba en la mente; y todo gracias al chico Gándara.
Sonó su celular. Requerían su inmediata presencia en la Escuela Primaria "El Faro de Alejandrita", institución privada, para tomar las fotografías del anuario. El fotógrafo cerró su maleta, se despidió de las maestras y se retiró, pidéndole a las profesoras lo despidieran de miss Cristi.
        Las mártires del magisterio mexicano intercambiaron opiniones.    
        – ¡Mínimo que lo ahorque!
        – ¡Estaba guapo!... ¿No?
        – Desgraciadamente... dudo que lo haga.
        – ¡Para nada!... Un gordito parecido a Marlon Brando y ya.
        – ¡Ayyy!... Ruéguenle a Dios que por lo menos lo expulse.
        – Fotógrafo. ¿Cuánto puede ganar un fotógrafo?
        – O que lo suspenda un año.
        – ¡O mil!
        – Pues por lo menos el doble o triple que un profesor de primaria.
        – Por mí, que le dé unos buenos manazos con la regla metálica.
        – Yo opino igual. Tengo pesadillas por él. Es horrible.
        – Pues a mí sí me gustó, la mera verdad.
        – Por su culpa volví a fumar.
        – Yo le debo mis idas al sicólogo.
        – A mí me salen ronchas nomás de verlo.
       
        Arriba, en el Cuarto "C" el chico Gándara no despegaba la vista de su más reciente broma. Todos sus afligidos y azorados compañeritos tampoco perdían detalle y exclamaban pequeños ¡Ohhhhs! de asombro cada vez que el viento movía apenas la entreabierta puerta. La cubeta (de las de  plástico, de las amarillas, de las de asa semicircular de metal), y llena de pintura roja hasta el tope, se balanceaba peligrosamente junto al rosetón de la puerta, en espera del clásico despistado o despistada que, según el chico Gándara, no tardaría en abrirla, en empujarla tantito, nomás tantito.
   

                                      El chico Gándara

                                       Un aplauso escrito
                                       a todos sus émulos.

                                       Ignacio E. Jaime Priego.
                                       Junio de 1993.