miércoles, 11 de enero de 2012

Para la posteridad

En el cerebro de todo escritor palpita un deseo, una obsesión por concebir una frase, un pensamiento, una cita para la posteridad; ya no se diga un escrito, un cuento, un relato, una novela.
         Y si la frase nace en la espontaneidad del momento, en la frescura del sentimiento, en la imparcialidad de la inconsciencia, tanto mejor: tendrá mayores posibilidades de lograr la trascendencia, que aquella frase que ha sido ideada, analizada, pulida y expresada en el no tan espontáneo páramo del momento posado, en la no tan fresca laguna del sentimiento inducido, en la no tan parcial pradera de la consciencia forzada.
         La frase en cuestión, el pensamiento, la cita, no tiene que ser forzosamente solemne, de esas que no entiende ni el propio autor, de esas que le provocan insomnios innecesarios a los pobres interpretadores de sicologías, o sicólogos de interpretaciones:

         - "El hoy no es mas que el ayer del mañana".

         Tampoco es necesario que sea tétrica, lúgubre, funesta, aciaga:

         - "A diferencia de los de Copperfield
         los trucos de la muerte no nos dejan con la boca abierta
         ...sino con los ojos cerrados".

         No tiene por qué estar rimada:

         - "Soy lo que doy, hoy,
         no el dónde estoy
         ni el adónde voy".

         En fin.
         Me bastaría con ver mi frase inmortalizada en la sección "Citas Citables" del Selecciones del Readers' Digest, y que al leerla, algún conocido mío exclamara orgulloso:

         ...- "¡Conozco al autor!"

         Señoras y señores. He aquí mi intento por lograr tal honor.


DE LA VIDA:
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         - "La vida es una calle de cinco sentidos".

         - ¡Vida!...¡Qué te to....mas!".

DE LA ECONOMIA:
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         - "El cash es lo más efectivo que hay".

DE LA MUSICA:
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         - "Hablamos tanto de la música
         ...y la escuchamos tan poco".

         - "La carrera musical también tiene sus bemoles".




DEL MUNDO:
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         - "El mundo no es división de razas,
         ni multiplicación de roces.
         Tampoco es resta de rusos:
         Es una simple suma de rezos".

DE LA QUIMICA Y LA FISICA:
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         - "Cuando hay química...hay física".

DEL AMOR:
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         - "Dime qué sientes que yo te diré a quién amas".

         - "El amor plantea mil preguntas y una sola respuesta".
        
         - "Dicen que está en uno; yo creo que está en dos".

         - "El amor no es mas que una ilusión óptica".

DE LA PRACTICIDAD:
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         - "Es mejor saber cómo hacerlo
         y no tener que,
         que tener que hacerlo
         y no saber cómo".


DE LA AMISTAD:
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         - "Tú hubieras hecho lo mismo por mí,
         así que estamos a mano".

         - Ten un buen amigo y tendrás un buen abrigo".

DE LA FAMILIA:
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         - "Cuando la sangre llama, el corazón responde".

        
DEL TIEMPO:
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         - "Si las horas de oficina se fueran tan rápido como la hora de    comer, saldríamos más temprano".


DEL MATRIMONIO:
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*       - "¿Con qué mujer estás?
         Con la que quisiste casarte,
         con la que debiste casarte,
         ...o con la que te casaste?".

*        Recordando y parafraseando al Dr. Héctor Alcántara (Q.E.P.D.),  padre de un gran amigo mío.

         - "Hay algunas parejas que se casan...con zeta".

         - "Siempre habrá lunas de miel en cuarto menguante".


DE LA MUJER:
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         - "Sólo hay tres tipos de mujeres:
         las que dan el sí,
         las que dan el do de pecho,
         y las desafinadas".

         - "Muchas mujeres deberían de opinar detrás de un bozal".


DE LAS ESPOSAS:
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         - "Al malhechor que se entrega
         le ponen dos esposas.
         Al bienhechor que hace lo mismo,
         le ponen sólo una".

         - "Las esposas deben ser como los bebés:
         muy simpáticas la primera media hora".


DE LA MUERTE:
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         - "Sólo quien ha vivido intensamente
         tiene derecho a morir intensamente".

         - La muerte no es adiós definitivo;
         es tan sólo un hasta luego obligado".

         - "¿Viviste en paz?
         ¡Descansa en paz!"

         - "¿Qué será peor, un instante antes de morir:
            arrepentirse por todo el mal hecho,
            o por todo el bien no hecho?"

        
DE LA RELIGION:
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         - "No hay mejor Dios que la justicia"


DE LA SUERTE:
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         - "Es un trébol de cuatro hojas que, cuando se le antoja,
          inclina la balanza hacia nosotros".


DEL ESTUDIO:
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         - "Hay quien aprende,
         hay quien comprende,
         y hay quien emprende:
         He ahí la diferencia".


DEL TRABAJO:
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         - "Hazlo mejor que nadie, y hazlo hoy".


         Y, finalmente...


DEL ARTE:
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         - "Es la razón subyugada ante el sentimiento".

         - "Arte es ese silencio que te aturde".

         Buenas tardes.

                                              Para la posteridad

                                     O para los posteriores de camión,
                                      (lo que ocurra primero,
si es que ocurre, claro; da igual).

                                      Ignacio E. Jaime Priego.
                                      Diciembre de 1992.


                                      



La habitación 19

                                                     I

-¿Tendrá fin esta carretera? – se preguntó el americano joven, de cabellos dorados, cuando el autobús rugió al internarse sobre una curva muy pronunciada. Llevaba cuatro horas sentado y el calor lo estaba desquiciando. Se acomodó por centésima ocasión cuando el pullman enfiló sobre otra recta. Abrió apenas la ventanilla y su cabellera danzó. Afuera, los matorrales, los árboles y los montes parecían espectros, manchones borrosos bajo el brumoso resplandor de la luna, que parecía una moneda de plata sin acuñar. Tomó aire varias veces, y cerró nuevamente la ventanilla. Consultó su reloj. Unos numeritos verde fosforescente le indicaron que eran las 22:03 de la noche. Se recostó como pudo. Miró a su compañero de asiento, un ranchero de tupido bigote y sombrero de ala ancha, que ahora roncaba. En los televisores, ‘Cantinflas’ y Ángel Garasa estaban a punto de subir al avión, cada uno creyendo que el otro era el instructor de vuelo. El americano se limpió el sudor del cuello, cerró los ojos y revivió, con pasmosa fidelidad, los sucesos que lo tenían montado en ese camión de pasajeros.

II

Exactamente una semana antes, el súbito repiquetear del teléfono lo despertó.
-Este, ¿Sí? – preguntó.
Era Paula, su cuñada. Se oía entrecortada, triste, llorosa.
- Ha, ha sucedido algo terrible. Se trata...de Doug. Está muerto...ven -. La voz de la mujer se rompió en mil añicos.
-¿Qué? – gritó David - ¡Paula! ¡Paula! ¡¿Qué estás diciendo?! -. Sólo escuchó el monótono bip-bip-bip del otro lado de la línea...de casa de Doug y Paula. Fue entonces cuando la palabra ‘muerto’ le lamió la mente con su lengua gélida, palpitándole en las sienes, como esos anuncios intermitentes de vodka, o cigarrillos, o pizza.
        -¿Doug muerto?...¿Dijo Doug?...¿Dijo muerto?. Se vistió con la misma ropa del día anterior. Salió a la fría mañana, soplando vaho caliente en sus manos. Encendió su deportivo azul y se dirigió a casa de su hermano. La ciudad estaba cubierta de neblina y David no recordó haberse detenido en ningún semáforo, ni haber visto más de dos automóviles circulando a esa hora. Al pasar por la SW 107, vio de reojo una barredora eléctrica blanca levantando torbellinos de granizo, a escala. Al llegar a su destino, las llantas de su coche chirriaron. La puerta de la casa se abrió y la sombría figura de Paula salió al porche. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Se abrazaron. Sara y Jessie, hijas de Doug, se unieron al abrazo. Los cuatro lloraron.
-¡Qué pasó! – preguntó David, zarandeándola apenas.
- Lo encontraron muerto en no sé qué hotel, hará como una hora. Estaba solo. La recamarera entró y...
Entonces era verdad. El último gramo de esperanza se desvanecía. Doug, su único hermano, el mayor, estaba muerto.
-Esto tiene algo que ver con la carta, estoy seguro, la que me leíste ayer o antier, por teléfono – dijo David.
-La tengo en mi cuarto – dijo Paula y entró en la casa. Tío y sobrinas la siguieron.
Dos días después, el cuerpo sin vida de Douglas Andrew Miller regresaba a su pueblo natal, dentro de un ataúd de pino. Paula y David lo estaban esperando. El certificado médico hablaba de un ‘infarto fulminante’.
Al día siguiente, durante el sepelio, David pudo leer la carta que Doug le había escrito y enviado a los suyos. Las hojas traían impresas el nombre de un hotel: Posada del Cid. Guanajuato, México.
-No me creo lo del infarto, Paula. Voy a México en cuanto pueda – dijo David mientras el cuerpo de Doug bajaba hacia su nueva morada, en donde reposaría, al menos los próximos mil años.


                                                       III

David abrió los ojos.
Contempló su reflejo sobre el polarizado cristal interior de la ventanilla. Se vio avejentado, cansado. No era la imagen de un joven de 24 años; era más bien la cara de un hombre de 40, que ha recibido una amarga caricia de la vida. Encendió la lamparita superior y releyó la carta de Doug por...¿Milésima vez?

“Hey, familia:
Guanajuato es un lugar mágico, distinto a cualquier otro. Tiene el misterio del oriente y la belleza de algunos rincones europeos. Sus callejones te hechizan, te invitan, te retan. Al recorrerlos te transportas a otros tiempos. Las casas tienen sus propias historias y leyendas. De hecho, hoy me voy a hospedar en un hotel con fama de embrujado. Dicen que en la habitación 19 han muerto tres personas, turistas, así que traten de adivinar en qué habitación me voy a registrar. Ya les escribiré y les contaré cómo me fue con el fantasma del Pípila. Su estatua domina la ciudad.
La próxima vez venimos todos juntos, y nos traemos a David.
Los extraña
Douglas A. M.”

David la dobló y la guardó de nuevo.
Afuera, súbitamente, los chorros de luz de los fanales del camión se estrellaron contra lo que parecía ser un animal parado a media carretera. El chofer tocó el claxon, pisó a fondo el acelerador y maniobró el volante. Los descomunales neumáticos chirriaron y durante unos instantes, el pullman patinó como si estuviera en una pista de hielo. Una pasajera se santiguó cuando el operador volvió a girar el volante con brusquedad. Las enormes llantas despidieron humo antes de barrerse sobre la franja del acotamiento. La parte trasera del camión coleó y estuvo a menos de medio metro de destrozar al burro. El chofer frenó con motor y el descomunal camión recobró el equilibrio, sobre el carril de baja. El asno sacudió el cuerpo para liberarse de aquella lluvia de grava y vio con pereza como desaparecía el autobús detrás de una curva. Los pasajeros comentaron el incidente, en voz baja.
Cinco minutos después, todos dormían.
El autobús aceleraba cada vez más. Pronto, el pueblo de Marfil quedó atrás.
- Señoras y señores – anunció el chofer -. En estos momentos estamos entrando a la ciudad de Guanajuato. Llegaremos a la terminal dentro de siete minutos, aproximadamente. Muchas gracias por haber viajado con nosotros -. Apagó el micrófono y de las bocinas surgió ‘All you need is love’, de los Beatles, interpretada por una orquesta más o menos moderna, quizá la de George Whaley.
El pullman aminoró la velocidad. Detrás de los cristales aparecían cientos de motas de luz, despedidas por los faroles de las calles. David abrió la ventanilla. Al ver aquellos callejones, túneles y puentes, y al aspirar el aroma que despedían las ‘huele de noche’, creyó estar en algún poblado medieval.
El autobús entró en la terminal. Bufó como si fuera una bestia de metal y al fin se detuvo. David esperó a que la gente sacara sus cosas de mano. Luego él mismo tomó las suyas. Se despidió del chofer con un ‘hasta luego’ en español más o menos claro, que fue respondido con un ‘fue un placer servirle’ por parte del sonriente chofer.
Bajó del camión. Bostezó. Se estiró. Se le destaparon los oídos. Caminó hasta el redondel giratorio, en donde algunas maletas ya bailaban el vals sin fin. Una voz femenina anunciaba la próxima salida del camión rumbo a Celaya. David pensó en las curiosidades del lenguaje. ‘Celaya’ se dijo a sí mismo y sonrió. Tomó su maleta negra y abandonó la pequeña terminal.
-Taxi, mister – le dijo un pequeño hombre moreno, en un inglés más o menos claro, al tiempo que le abría la portezuela de su Volkswagen. La palabra TAXI, en acrílico luminoso, estaba fijada en el techo. David asintió con un movimiento de cabeza. Guardaron la maleta en la cajuela delantera y ambos hombre se metieron al vehículo.
-¿Where to, mister? – preguntó el hombre, al tiempo que programaba el taxímetro.
- Hotel Posada del Cid, por favor.
- ...¿You...sure?
- Very sure; muy seguro.
El minitaxi se dirigió rumbo a la Presa de la Olla.
La estática le impedía al chofer escuchar un programa especial sobre Festival Cervantino, que iniciaría al día siguiente. Por su parte David admiraba la pasmosa soledad de las calles.
-¿First time here? – preguntó el taxista, apagando su radio.
- Yeah, first...and maybe last.
- I see.
Llegaron.
Bajaron la maleta.
El taxista parecía nervioso, como si tuviera prisa por irse de ahí. Recibió el billete, dio el cambio, se subió al taxi y partió a toda velocidad. David se guardó la cartera y vio la fachada del hotel.
Una enorme estatua del Cid Campeador, montado sobre un endemoniado corcel, le dio la bienvenida. La luna, un ojo de plata pura, ya no se mecía; ahora sólo vigilaba.
David se dirigió hacia la entrada. Empujó la puerta de cristal. Cruzó el pequeño lobby y llegó hasta el mostrador. En el sistema de sonido, Lawrence Welk interpretaba ‘Bésame mucho’.
- Welcome mister – le saludó un hombrecillo calvo, de espejuelos y bigotillo ralo, mostrándole la mejor de sus sonrisas.
- Buenas noches; quisiera un cuarto por favor – dijo David.
- ¡Ah!...habla usted español.
- Poquito -. El americano le guiñó un ojo.
- Mire usted, en este hotel tenemos unos cuartos muy bonitos; yo le recomiendo uno con vista al Castillo de Santa Ceci...
- Habitación 19.
La espontánea sonrisa del hombrecillo se borró de su cara. Se aflojó la corbata. Tomó un largo respiro. Otro más. Al fin dijo...
- Mister...¡Ese cuarto está embrujado!...Haunted.
-I know...ya lo sé.
En ese momento, las risas de una pareja que bajaba por las escaleras hizo voltear a los dos hombres en esa dirección. La pareja saludó al gerente y continuó su andar hacia el restaurante-bar-discoteca ‘El juglar’, que se encontraba en el sótano.
- Just married – dijo el hombrecillo tratando de recobrar su natural simpatía -. Llegaron hoy por la mañana. Vienen de Houston y los más seguro es que...
- ¡Habitación 19! -. El tono de David se tornó seco, solemne, serio, determinante.
- Mister, mister – balbuceó el gerente -. Three men died there. Tres hombres han muerto en esa habitación. El último fue un americano como usted, la semana pasada.
- Douglas Andrew Miller – dijo David.
El hombrecillo abrió el libro de registro. Buscó entre las hojas foleadas y encontró el nombre. Era el mismo que acababa de pronunciar el americano. Nervioso, se quitó las gafas y las colocó sobre el mostrador, de mármol negro salpicado de vetas verdosas. Sacó un pañuelo de la bolsa de su saco azul marino con botones dorados y se limpió la frente. Dobló el pañuelo, lo guardó y se colocó las gafas de nuevo.
- ¡Es mi hermano!...¿Comprende? ¿Understand?...¡Mi hermano! – dijo David. El gerente asintió con la cabeza y chasquó los dedos. Un muchacho, ataviado como Robin Hood, se presentó ante ellos. Tendía doce años y se caía de sueño.
- Emilio, conduce al caballero hasta su habitación – le ordenó gentilmente el gerente mientras tomaba la llave del casillero número 19.
- Ajá – respondió el mozo mientras recibía la llave, sin dejar de bostezar.
David firmó la hoja de registro, asió su maleta y siguió al pequeño juglar. Los cascabelitos de sus zapatillas emitían un sonido entre metálico y cristalino, como el que siguen produciendo las panderetas cuando la caravana de gitanos ya se aleja. ‘Este si es un auténtico bell boy’ pensó David y trató de pensar en otra cosa para no soltar una carcajada delatora; pensó en Doug y la carcajada se le coaguló en la garganta. Subieron las escaleras y se enfilaron por un pasillo. El jovencito vio el número de la llave...y el tintineo de sus zapatillas cesó. Miró al huésped, alto y fornido. Le extendió la llave y comenzó a retroceder por donde había venido. Algo acababa de espantarle el sueño. Algo llamado pavor. David recorrió el resto del semi-oscuro trayecto a solas.

IV


La habitación 19 estaba al final del segundo corredor, cuyas losas, rombos rojos, rosados y verdes, habían sido enceradas hacía muy poco, quizá la misma noche en la que Doug había...a decir por el agrio y a la vez dulzón aroma que liberaban.
David introdujo la llave en la cerradura. La giró y el seguro cedió, casi de inmediato.
En la recepción, el gerente y Robin intercambiaron miradas.
-Vete a tu casa Emilio. ¡Ah!...y ni una palabra de esto a nadie...¿Me entendiste? -. El pequeño asintió y echó a correr. El tintineo de sus botines invadió el lobby durante algunos segundos.

V

La habitación 19 estaba oscura.
A tientas, David buscó el interruptor. Lo encendió. Unos dedos largos y fríos le acariciaron la boca del estómago cuando la mortecina luz iluminó el cuarto. Vio la cama y le resultó difícil creer que ahí habían muerto 2 ó 3 hombres...¡Sólo Dios sabía cómo!
Dejó su maleta junto a la cama e inspeccionó el resto de la habitación. Nada fuera de los habitual. El mastique de las ventanas se veía sólido y viejo; conclusión: nadie había forzado las ventanas para entrar. Revisó el baño. Lo mismo. Los techos. El balcón. El closet. Nada.
- A ver la chapa – dijo. Abrió su maleta y extrajo una linterna sorda.  La encendió y proyectó esa gruesa línea de luz contra la pared. Si dos insectos hubieran decidido ejecutar esa noche, en ese preciso lugar, y a esa hora, los movimientos corporales necesarios para lograr la perpetuación de la especie...David habría contemplado un buen espectáculo, pero esa noche no había insectos ni bichos raros en la pared. La apagó. Salió del cuarto, asegurándose de traer la llave, y cerró la puerta. Encendió la linterna. Inspeccionó cada milímetro. Nada. Ni un rasguño delator. Entró de nuevo. Apagó la linterna y la guardó en la maleta. Sacó un revólver. Lo colocó debajo de la almohada. Se quitó la camisa y se puso un playera negra, con el rostro de Linda Rondstandt al frente. Extrajo un rastrillo, un cepillo de dientes y una loción. Los llevó hasta el baño. Regresó a la cama.
- Bien Doug – dijo -. Aquí me tienes, como te lo prometí. Voy a descubrir que pasó, qué te pasó. Yo no creo en fantasmas, como tampoco creo en los infartos al miocardio entre los deportistas, como tú. Creo en las respuestas lógicas, y estoy seguro que aquí voy a encontrar algunas; sólo es cuestión de paciencia.
Se recostó en la cama. Tenía hambre. Recordó que no había probado bocado desde la mañana.

VI

No había mucha actividad en el segundo restorán, ‘Tizona’. Dos meseros platicaban despreocupadamente junto a la caja registradora.
- ¡Es él! – dijo uno de ellos cuando vio entrar al americano.
Sólo había tres mesas ocupadas. David optó por sentarse en una que estaba junto al ventanal, con vista al jardín, en cuyo centro parloteaba una fuente que despedía chorros de agua de color azul claro.
David ordenó un sandwich ‘Cid’, la especialidad de la casa, y un refresco de manzana. Afuera, el chorro de agua formó un hongo y cambió de color; naranja, el hongo pareció surgido de una de las páginas de ‘Alicia en el país de las maravillas’. David pudo ver el jardín completo, un semicírculo de pasto, como una alfombra verde, iluminada apenas por reflectores en miniatura, escondidos entre las rocas, que lanzaban potentes rayos de luz verde. David se preguntó si la pareja de recién casados estaría en la discoteca.
Un minuto después, pidió su cuenta.
En cuanto salió, los meseros y el cajero se juntaron y siguieron cuchicheando.
Cuando regresaba hacia su habitación, David sintió otra clarísima punzada de eso que los sicólogos llaman...miedo súbito. Subió las escaleras y cruzó el primer corredor. Se internó sobre el segundo. Al fondo, la habitación 19 lo estaba esperando. Avanzó. Le zumbaban los oídos, como si una abeja le acabara de dar la señal de alarma al resto del panal.

VII

David abrió la puerta. Encendió la luz. Cerró. Depositó la llave sobre la mesita del centro. Un duchazo le caería muy bien. Se desvistió. Pensó en Doug. En Paula. En las niñas. Se lavó los dientes. Corrió la cortina de la ducha. Abrió las llaves. Permitió que el agua caliente le despejara la mente. Siempre le había gustado cerrar los ojos al ducharse, pero hoy simplemente no podía. Algo, una susurrante voz interna le decía...‘no cierres los ojos, Dave, no los cierres por nada del mundo, y menos mientras estés en la habitación 19’.
Mil preguntas y dudas le pulsaban en la mente...¿Qué hacía él lejos de su casa, de su trabajo, de su familia, en un hotel mexicano, tomando una ducha a las doce de la noche?...¿Fue un infarto lo que mató a Doug?...¿O un asesinato?...eso no tenía sentido...¿Quién?...¿Por qué?...Robo no fue; estaba el dinero y las tarjetas de crédito en su cartera; estaba todo lo demás...¿Y si la gente tiene razón?...¿Y si aquí realmente sí hay aparecidos?...No, no puede ser, los fantasmas son cosas de niños, puros cuentos...¿O no?
- ¿Sabes, Doug? – dijo en voz baja – Mentiría si te dijera que no tengo miedo. Estoy en tierra extraña, y en las tierras extrañas pasan cosas extrañas. Tiene lógica; no conocemos por acá.
El agua salió y salió hasta que se enfrió. David cerró las llaves.
Plop...plop...plop.
-Esto es una locura – dijo David -. Tal vez viste algo que te paralizó el corazón, Doug. Tal vez los otros también lo vieron. Y yo estoy aquí, en el mismo lugar, como si nada...y quizá ese algo me está observando en estos momentos, burlándose de mí en silencio.
Corrió las cortinas de la ducha. Salió. Se secó. Hacía o sentía calor. Mucho.
Se fijó que uno de los respiraderos del techo del baño era notablemente mayor a los otros tres. Le pareció extraño. Fue hasta el closet. Buscó un gancho metálico. Lo desenrrolló. Tomó una de las sillas y regresó al baño. Colocó la silla justo debajo del respiradero. Luego cogió una toallita blanca, de mano. Colocó el gancho debajo de ésta. Se subió a la silla, y como pudo, taponó el agujero; ninguna previsión extra está nunca de más. 
Apagó el interruptor y salió del baño. Encendió la lamparita del buró y apagó la luz principal. Se puso el pantalón de la piyama. Pensó en abrir la puerta del balcón, para que entrara un poco de viento fresco, pero lo pensó mejor y optó por dejarla cerrada, por lo de las rarezas que suceden en tierras desconocidas. Se acostó sin desdoblar ni la colcha ni las sábanas.
- No puedo irme Doug. No hasta saber – dijo, entre convencido y resignado.
Vio la hora: las 00:18.
Sacó una novela de James Clavell y trató de retomar el hilo de la historia, cortado abruptamente algunos días antes. Retrocedió unas cuantas páginas y volvió a adentrarse en el tema de los samurais del Japón de siglos atrás. Minutos después estaba tan concentrado en la lectura que no escuchó los leves ruidos.
Alguien llamaba a su puerta.
Toc...toc...toc.
Por fin los escuchó. En menos de un segundo arrojó el libro, sacó el revólver debajo de la almohada, amartilló el gatillo y apuntó. Su índice derecho dispararía hasta vaciar el cargador si algo entraba, lo que fuera.
-Who is it? – preguntó. La sangre le hervía.
-Soy yo, mister, el gerente, the manager; tengo algo para usted.
-Déjelo y váyase – le dijo David -. ¿Did you hear me?...¿Me escuchó?
- Muy bien mister. Aquí lo dejo. Me voy.
David escuchó los pasos alejándose, presurosos. Se acercó a la puerta y se recostó sobre las losas, tratando de ver hacia afuera, por la rendija que había entre la puerta y el piso.
Había algo. Una forma vaga.
David abrió la puerta de golpe.
El pasillo estaba desierto. Bajó el arma y recogió lo que el hombrecillo le había dejado. Un crucifijo de bronce, labrado. El rostro de Jesús parecía suplicar clemencia. Cerró la puerta y regresó a la cama. Estaba confundido. ¿Era algún plan del gerente? ¿Lo habría hecho de buena fe?
Se recostó. Estaba realmente cansado. Demasiadas emociones en una semana. Se olvidó de la novela y trató de pensar en otra cosa. Los rostros de Douglas y de Jesús no se apartaban de su mente. Respiró profundamente.
-¿Habrás visto algo, hermano? – se preguntó en voz baja. Analizó el crucifijo y lo depositó junto a la lamparita.
- Tal vez no le damos la importancia debida a nada. Tal vez esas cosas sí suceden en la vida real.
Las ideas le revoloteaban en la mente como una parvada enfurecida. El cansancio le provocaba pequeños calambres aquí y allá, y cuando cansancio, duda y miedo se unen, producen efectos raros en la mente de las personas.
- Tal vez, Doug, al cerrar los ojos, una mano fría, putrefacta y negra salió por debajo de la cama, reptó por la orilla y se aferró a tu cuello. Sus dedos, largos y descarnados apretaron, y apretaron, hasta...
...y entonces, quizá el espectro se hizo presente, para presenciar tu agonía, despidiendo un aliento fétido, un vaho infernal por la desdentada boca, mientras su amorfo rostro engendraba una exagerada mueca de placer, pronunciando una letanía satánica, escupiendo una materia amarillenta, viscosa y pestilente, hasta escuchar el ‘crack’ del cuello, el ‘crack’ de la muerte.
Era demasiado.
Un sopor caliente obligó al norteamericano a cerrar los párpados. Su cuerpo sucumbió al ataque de calambres y comenzó a perder rigidez. Sus músculos se aflojaban lentamente, sin prisa. El sueño estaba cada vez más cerca. Casi lo podía tocar con las yemas de los dedos. David se hundía. Ahora naufragaba en un mar de imágenes absurdas. Rostros y ruidos. Escenas y sonidos. Espectros. Cadenas. Vahos. Risas. El remolino cobraba fuerza, y David Giraba. Veía y giraba. Y sudaba. Ahí estaba Doug, ahora ya no. Ahora era el hombrecillo de los espejuelos el que giraba, riendo, asiendo un crucifijo de plata. Cadenas. Espectros. Susurros. Los giros se tornaban más violentos. El remolino alcanzaba velocidades pasmosas y succionaba todo lo que estaba a su alrededor. Personas y cosas. Ahí estaba Doug otra vez. La pareja de recién casados danzaba y reía. David tuvo la impresión de estar en una licuadora gigante. Las enormes aspas amenazaban con despedazar, con cercenar cabezas y miembros.
Y así como llegó, se fue.
Todo se fue diluyendo hacia la nada. Hacia la quietud. hacia el silencio. Hacia la inmovilidad.
El americano estaba profundamente dormido.



                                                             VIII

En cuanto llegó el personal del siguiente turno, el hombrecillo de la recepción se fue caminando hasta su casa, con paso presuroso. No pudo dejar de pensar en los extraños sucesos del hotel en estos últimos días, y sobre todo, no podía de apartar de su mente al actual inquilino de la habitación 19
Ya en su casa, fue hasta la sala y se sirvió una copa grande, de whisky, lo que era muy raro en él. Subió a su recámara. Se quitó la ropa de trabajo y se enfundó en su bata azul. Bajó a la sala. Se sirvió otra copa. Iba a poner algo de música, pero no lo hizo; no estaba de humor. Pensó hablar al hotel, de hecho levantó el auricular, pero lo colgó finalmente. Cuando el tercer whisky comenzó a hacerle efecto, decidió que había llegado la hora de irse a dormir. Dejó a oscuras toda la planta baja y subió a su recámara. Su mujer dormitaba en la cama. El televisor seguía encendido. Proyectaban una película francesa, en blanco y negro. El hombrecillo encontró el control, y la apagó.
- Ya duérmete, Esteban – le dijo su esposa después de abrir los ojos y consultar el reloj despertador – ya van a dar las dos de la mañana.
- En un momento mujer...en un momento. El hombrecillo se santiguó, y, temeroso, se metió debajo de las sábanas.

IX


...¡Plop!
La toalla que había servido para taponar el respiradero del baño de la habitación 19, cayó de pronto en la oscuridad, haciendo un ruido sordo, apagado.
Por el hoyo comenzó a emerger el grotesco cuerpo de un bicharajo parecido a un escorpión gigante. Era enorme, negruzco, brilloso. Cuando logró pasar completamente, sus horripilantes patas se deslizaron en silencio por el techo, en dirección a la recámara.
El asqueroso insecto conocía bien el camino; había tenido que recorrerlo unos cuantos días antes.
Efectivamente: ahí, en la cama, reposaba uno de esos odiosos seres. Éste, no conforme con invadir el territorio del insecto, había tenido el atrevimiento de taponarle sus rutas de acceso.  
Cuando vio que el ser tenía el cuerpo casi completamente desnudo, comprendió que todo sería más fácil: sólo era cuestión de acercarse lo suficiente para clavarle su espantoso aguijón entre los dedos de cualquiera de los pies; el letal veneno de efecto casi inmediato se encargaría del resto...igual que las otras veces.

La habitación 19

  El más humilde de los tributos,
al más grande de todos:
Stephen King.

Ignacio E. Jaime Priego.
Octubre de 1992


Bip Bip

–El mío tiene Internet, Mp3 y cámara: es un Blackberry
–Sí, pero el mío es Nokia y trae Bluetooth
–Pues el mío toca Blue moon, Blue Bayou y Midnight blue
–¿Ah, sí?, ¿el tuyo tiene Touch screen?
–No, pero lleva la cuenta de los Touchdowns de la NFL
–Pues el mío es Motorola y trae consola y rocola, ¿cómo les quedó el ojo, digo, el oído?

Los teléfonos celulares.
No hay invento o creación tecnológica moderna, supuestamente popular, más impopular justamente, que los llamados teléfonos celulares.
Se llaman así porque en cuanto los oye uno sonar (desde el trompeteo clásico del hipódromo, hasta una versión moderna de la Quinta sinfonía de Beethoven) o vibrar, todas las células del cuerpo se erizan, se ponen chinitas, y comienza una especie de temblorina interna en ocasiones incontrolable e interminable, por lo que más de uno parece robot con un chip averiado, o con un sensor desactivado, o con un alambrito óptico desconectado, máxime que los mentados aparatitos de comunicación suenan a toda hora y en todos lados: en la calle, en el coche, en el Metro, en la oficina, en el Periférico, en la junta, en el cine, en el avión, en el hotel de paso, en el teatro; vaya, hasta en el baño, en los precisos momentos cuando está uno tratando de comprobar las virtudes digestivas del Witt Grass, o del One Week Plus, o de alguna otra píldora maravillosa que hará que nuestros intestinos se vacíen más rápido que un edificio burocrático en día de simulacro de temblor trepidatorio, o que el monedero de una ama de casa de la Agrícola Oriental, frente a las tentadoras ofertas de algún mercado sobre ruedas.
Pero ni modo; no puede uno quedarse estancado en siglos anteriores: el avance tecnológico exige la presencia de los mentados aparatitos esos, es decir, de los teléfonos celulares, cada vez más compactos (se dice que los nuevos modelos ya van a traer aguja o alfiler para marcar los numeritos, y una lupa para verlos), luminosos, curiosos, con pantalla de cine, juegos, y fotos, y música, y noticias, y un sinfín de avances verdaderamente sorprendentes.
Procedo a describir la grotesca escena que se repite una y otra vez en los restaurantes de postín, en lo que podríamos denominar un deja vú cibernético.
De pronto, un odioso ‘ttttrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr’ interrumpe los murmullos, No hay duda: está sonando un celular. Todos los hombres de negocios, todas las damitas de sociedad, todos los hijos de papi, todos los ejecutivos publicitarios y todos los banqueros y políticos se levantan abruptamente porque podría ser el suyo (incluso hasta se atragantan con la suprema de papaya, o con el filete Chemita que están disfrutando en esos momentos), presurosos abren su celular, lo arman (muchos de ellos van tras ellos, valga la redundancia, porque lo sacaron de la funda tan rápido que el diabólico aparato salió volando por los aires para aterrizar nítidamente sobre el caldo tlalpeño de una señora que vino de Morelia, la que se echa sal sobre el empapado vestido, al que le quita tiritas de pechuga y uno que otro chícharo), acto seguido pegan la oreja al auricular, le dan vueltas a la mesa diciendo ‘bueno, bueno’, dándole de golpecitos a la antenita del aparatito porque eso sí, mientras más cara es la marca, mientras más compacto es el aparato, más defectuosa es la recepción: la tecnología aún está en pañales en eso de lograr comunicaciones y mensajes nítidos, claros y sobre todo, comprensibles e ininterrumpidos. Y ahí los ve uno; todos ellos se han  convertido en auténticos esclavos de la tecnología, ya sea ésta sonora, zumbadora o vibradora. Aparatos, hombres y mujeres parecen abejas, abejas reina, abejorros y zánganos dándole vueltas al panal.
– ¿Se adelantó la junta?… Nadie me avisó pero voy para la agencia, licenciado Llerabarona.
– No, mi amor, yo no quedé de pasar por el niño; es más, si no sé ni en qué colegio lo inscribimos, mucho menos voy a saber dónde está la academia infantil de buceo.
– No te esponjes pá, ahorita te llevo el meche y me traigo el BMW, digo, ni que fuera para tanto, digo, qué oso, ubícate, ¡vaya loser!
Generalmente estos son los comentarios que uno escucha de este lado de la bocina.
Y más tardan los demás en cerrar y en guardar sus engendros tecnológicos en sus ultra modernas fundas, que aquéllos en sonar otra vez, y va de nuevo el ritual; muchos de ellos habrían sido unos rivales perfectos de Billy the Kid, o de Wyatt Earp, porque desenfundan en menos de lo que un gallo cantaría una ópera de Wagner.
Lo malo es que hasta los meseros ya cuentan con los mentados aparatejos estos, que gustan de sonar justo cuando los primeros, milagrosamente,  nos están tomando la orden.
– Y quisiera mi milanesa de ternera con puré de papas…
ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ
– Permítame caballero…
– ¿Bueno?… Sí señor , soy yo, a sus órdenes. Uy, sí, le deposité lo de la renta desde el martes. ¿Cómo dice?... ¡Claro que tengo mi ficha de depósito sellada!, nomás que la dejé en casa, pero ahorita le llamo a mi mujer, se la pido y se la envío por fax. Ajá. Sí; claro.
Nosotros nada más vemos cómo se nos va yendo el mesero, hasta desaparecer tras la puerta de la cocina. Por culpa de los malditos celulares vamos a tener que conformarnos con comernos las rebanadas del durísimo pan bolillo de la cestita del centro, con sus untaditas de mantequilla rancia porque el mesero ya no regresará ese día (en realidad fue a sacar sus cosas del departamento, que de todos modos pensaba dejar el martes, lógicamente sin pagar los meses atrasados).
Todo ello son meros días de campo frente al verdadero problema:
En cuanto uno apenas comienza a descifrar las virtudes tecnológicas del modelo V de generación espontánea (el que además funciona como Bíper; como Walkie-Talkie; como teléfono; como grabadora de mensajes; como micrófono; como reloj despertador; como silbato de árbitro; como rasuradora eléctrica y muy pronto como exprimidor de jugos, Ipod, pelador de uvas, traductor portugués-español, y depilador de vello nasal) que fue el que nos proporcionó la oficina para la cual trabajamos (con la finalidad de que todos los empleados estemos en red, como sardinas, o camarones), resulta que ya salió al mercado el siguiente modelo… el W, más compacto, con más funciones que el modelo anterior (éste trae además computadora integrada, licuadora, hi5, asador de bombones, el reporte climatológico del Sahara y el directorio telefónico de Basora).
Y ahí va uno de menso a tratar de leer el manual, escrito, seguramente, por un aprendiz de traductor, coreano, que no sabe ni decir ‘hola’ en español, pero que agarró la chamba en un acto desesperado por sobrevivir a la globalización mundial, pero, básicamente, por haberle apostado todos sus ahorros a la selección mexicana de béisbol en el pasado campeonato del mundo.
Suena el maldito teléfono infernal y una voz femenina nos avisa que tenemos una serie de mensajes grabados, por lo que nos pide nuestra clave: uno pisará los botoncitos con la información requerida para activar el sistema: cédula profesional, las placas del auto, la credencial de elector, el NIP bancario, el ADN del perro, y la huella dactilar del índice de la mano derecha, pero todo será inútil, la voz dirá… ‘la indicación no es válida; intente de nuevo, en el orden solicitado’.

Al décimo intento, uno se da por vencido. En la pantallita del celular aparecen números, leyendas, marcas, y jeroglíficos, acompañados de una serie de sonidos que aparecen y desaparecen, que suenan y de pronto ya no, como ovni norteado, o como truco de mago virtual, que uno ni siquiera imaginaba que existían (claro, lo único que logramos con tanta alocada pisadera de botoncitos fue desprogramar el celular, el que ahora nos informa por escrito qué hora es en Singapur para luego darnos el reporte meteorológico del resto de la semana en Madrid, así como el precio del jitomate Bola en los mercados de Durango).

Y es entonces cuando a unos y a otros se nos va el Jesús al Cielo:
– Híjole… ¿Me estará hablando mi vecina para avisarme que ahorita no hay moros en la costa?… o será Yolis, la secre nueva, para comentarme cómo le fue con el ginecólogo.
– ¿Y si es el jefe buscándome por lo del balance de junio?
– ¿No habrá sido mi suegra para informarme que mi mujer ya dio a luz… y yo aquí con mis amigotes en el dominó?
– ¿No será mi compadre que ya me tiene la lana que le presté?
– ¿Nos habrá cachado mi vieja a Zulema y a mí? … No creo.
– ¿No serán los del Melate para informarme que le pegué en seco a los 40 millones?
– De segurito es mi vieja para fregarme con lo del gasto, como cada quincena… ¡Qué horror!
Al vernos tan atribulados, los demás comensales se compadecen de nosotros y nos ofrecen sus teléfonos celulares:
– Toma, usa el mío.
– A éste le queda pila como para una llamada rápida.
– El mío está medio descargado, pero inténtalo.
A esas alturas, uno ya no quiere saber nada que huela a tecnología de punta; es más, ya no queremos las deliciosas puntas de filete; de hecho, tanta tecnología de punta nos cae justamente ahí, en la meritita…
Y entonces ocurre el verdadero milagro: en un acto de inspiración divina, uno se levanta, se busca una moneda en las bolsas, o solicita una tarjeta telefónica, sale del lugar, se dirige hasta la caseta telefónica más cercana, descuelga el auricular, introduce la moneda (o la tarjeta) en la respectiva ranura, y tras oprimir seis simples y sencillos numeritos con un dedo, uno despeja todas sus dudas en forma nítida, clara, comprensible, y sobre todo, sin molestas interrupciones estáticas.

Tal y como solíamos hacerlo antes, cuando la tecnología era una quimera.




No tienes que estar en la carretera
para oír un Bip Bip


¿Se dará de alta algún día la alta tecnología?

Con absoluto azoramiento a los Billy the Kid tecnológicos, que cargan con celular, beeper y palm al cinto.

Ignacio Ernesto Jaime Priego.
Junio de 2002.