miércoles, 1 de febrero de 2012

Navidad de plata

                                                   I


        Era muy temprano cuando los cinco chiquillos llegaron al parque, aquél sábado de diciembre de 1992, en vísperas de la Navidad. Vestían ligero, a pesar del brutal frío imperante, cuyo espíritu escarchado se agazapaba por entre los árboles.
        El mayor de los chiquillos tendría diez años, a lo sumo.
        Todos traían globos inflados con gas. Dos azules, uno rojo, uno verde y uno blanco.
        Los cinco le ataron una hoja de papel a la cuerda y a la cuenta de tres los dejaron escapar. Los cinco globos se elevaron de inmediato, describiendo órbitas extrañas hacia el gélido azul infinito. Los niños no dejaban de verlos. Pronto, los globos no eran mas que manchitas al garete a punto de sumergirse en alguna laguna celeste. Cuando eso sucedió, los cinco chamacos abandonaron el parque, tan rápido como habían llegado.
        En una de las hojas se leía:
       
        "Niño Dios:
        Si no es mucho pedir quisiera que me regalaras una bicicleta plateada como la de la tienda. Yo sería el más feliz de todos esta Navidad y todas las Navidades.
                                              
                                               Te quiere
                                               Pablito.
                                               Vivo en el centro
                                               de la ciudad de México".


                                              

                                                    II


        Con su viejo y desportillado cajón de boleo bien asido de la mano, el chiquillo se despidió de sus padres y salió al frío corredor. Miró a su alrededor. Las paredes de la vecindad le mostraron sus inequívocos síntomas de lepra urbana.
        Hacía frío. Frío decembrino. Frío húmedo.
        Dos lenguas de vapor gélido comenzaron a brotarle por las fosas nasales cada vez que respiraba.
        Llegó a las escaleras.  Bajó los aún mojados peldaños de uno en uno. El pasamanos chirriaba y se pandeaba cada vez que el niño lo tocaba para evitar caer. Llegó hasta abajo. Cruzó corriendo el patio, saltando sobre mil charcos. Justo encima de los carcomidos portones de madera se habían formado varias goteras y ahora escurrían perezosamente. Al pasar junto al enorme Nacimiento que los vecinos había armado sobre unos tablones, junto a una pileta en desuso, llena de grietas  y cicatrices, se preguntó el porqué del pesebre vacío. Caviló un momento y avanzó por el corredor rumbo a la calle.
        Una mujer veía la escena detrás de una ventana: Ana, su madre.
        - Mi hijo - suspiró, amorosa.
        - Nuestro hijo, querrá decir usted - le corrigió Pablo mientras se ponía una chamarra azul con la estrella de los Vaqueros de Dallas zurcida en la espalda.
        - Es una bendición. Mire usted que no cualquier niño sale a bolear zapatos en sus vacaciones para ayudar a su padre con el gasto -. Al decir esto, Ana sintió dos fuertes brazos rodeándole la cintura.
        - ¿Sabe algo? - preguntó Pablo.
        - ...¿Mhhh? - susurró la mujer e intentó desdoblar los pliegues que se formaron en su delantal, a la altura del pecho.
        - Ahora entiendo eso de que Dios quiere mucho a los pobres, y que por eso somos tantos -. Al hablar, Pablo miraba el Nacimiento que habían puesto entre los tres el domingo anterior, sobre la descompuesta consola: pastorcillos, animales, María y José, los Tres Reyes Magos, la Estrella de Belén, y por supuesto, el Niño Dios acostadito en su pesebre.
        Afuera, un incipiente chipichipi caía sobre las tejas de barro y sobre los techos de lámina de la vecindad, produciendo percusiones extrañas.
        - ¡Bueno, a trabajar! - dijo Ana liberándose de aquellos brazos - Ya van a dar las ocho.
        - Oiga, ¿Y si mejor le regalamos un hermanito a Pablito? - sugirió el hombre.
        - Otro día que usted se sienta mejor, ¿Qué le parece? - respondió la mujer y lo besó en la mejilla.
        - Ni hablar - dijo él y se llevó la mano derecha al beso, lo "despegó" de la mejilla y se lo comió.
        Pablo se dirigió al cuartito trasero en donde había establecido su pequeño taller de carpintería. Por su parte, Ana recogía la mesa y se disponía a lavar platos, vasos y cubiertos en el fregadero, acompañada por "El Apagón", en la voz de Yuri, atrapada en el interior de un radio portátil azul plúmbago.
        - ¿Ya no le ha dolido? - preguntó ella en voz alta.
        - Me pulsa un poquito, pero ahorita no me molesta.
        Pablo se llevó la mano derecha a la ingle del mismo lado. Se palpó suavemente. Continuaba hinchada, a consecuencia del golpazo accidental que se había dado contra una de las puntiagudas esquinas de la mesa de trabajo, unos días atrás. Sacó la mano de ahí y comenzó a cepillar una de las seis sillas que le había encargado reparar el dueño del restorancito de la plaza. Pablo pensaba que si se apuraba, podría entregarlas esa misma tarde.
        - ¿No le sube al radio? - pidió.
        La voz de Yuri cobró fuerza.
       

                                                    III


        Sentado sobre su cajón de boleo café todo tachonado, Pablito admiraba el interior de un ventanal comercial. Cientos y cientos de juguetes lo tenían verdaderamente hipnotizado. Un gigantesco Santa Clós mecánico, con la enguantada diestra en alto, no dejaba de sonreír ni de balancearse en su trineo tirado por cuatro renos también mecánicos. A los pies del gordinflón de barbas blancas descansaba una bicicleta Astor, plateada, reluciente.
        - Mi bici - dijo el niño en voz muy, muy queda. Una finísima capa de vaho barnizó el cristal. Pablito se veía a sí mismo montado sobre aquel caballo de metal, recorriendo caminos y callejuelas a toda velocidad, levantando nubes de polvo y olas de lodo a su paso.
        - Vamos a ver qué tan bueno eres - le dijo de pronto una voz masculina, cansada. Pablito se asustó. Parpadeó en varias ocasiones y volteó a ver al intruso. Era un hombre maduro, entrado en carnes, vestido con un traje café, cruzado. Vestía una camisa blanca, algo sucia del cuello, y una corbata roja, lisa.
        - ¿Se va a dar bola, señor?
        - Eso es justamente lo que haré, amiguito.
        Ambos se dirigieron hacia la banca más próxima al ventanal.
        - ¡Vaya, hasta que las pintaron! - dijo el hombre mirando  las bancas -. Hace un mes parecían piezas de museo - continuó -. Créeme chico, la Navidad hace milagros - dijo el hombre y se dejó caer de sentón sobre la pétrea banca - milagros, como la comprensión entre los hombres, aunque sea por unos cuantos días.
        Pablito asintió sin entender nada. Abrió su cajón. Sacó el betún café, un cepillo, la franela café y se dispuso a trabajar. El hombre lo contemplaba.
        El chico tendría ocho, tal vez nueve años de edad. Un mechón de cabello negro y lacio le cubría la frente. Tenía un verdadero archipiélago de pecas alrededor de la nariz, como su madre. Llevaba puesta una playera azul marina y una chamarra de las Chivas Rayadas del Guadalajara, un pantalón de mezclilla y unos zapatos negros, sin agujetas.
        - Dime chico, ¿Cuántas boleadas llevas hoy?
        - Es mi primera, señor - respondió el niño, dejando al descubierto una blanca y bien armonizada fila de dientes, herencia de su padre.
        - ¿Y ya echaste al buzón tu carta?
        - ¿La de Navidad? no la eché al buzón. Mis cuates y yo las echamos...al cielo, atadas a un globo.
        - ¡Vaya!...¡Y yo que pensaba que las juventudes de hoy carecían de imaginación! - el hombre rió a gusto - correspondencia aérea, mira tú -. El hombre sacó un pañuelo y se sonó. Continuó su cuestionario.
        - ¿Y qué le pediste a Santa Clós?
        - A Santa Clós, nada. Al Niño Dios. Le pedí una bicicleta plateada.
        - Chico, si yo tuviera tu edad, le habría pedido lo mismo.
        - ¿Y entonces qué le pidió?
        - ¿Yo? - preguntó el hombre riendo de nuevo, azorado por la insólita pregunta - mira que me has hecho reír.  A mi edad ya no se pide nada.
        - ¿Ya no?...¿Pues qué edad tiene?
        - Chico, la próxima estación del tren de mi vida son los ochenta años, ¿Entiendes? Ya no puedo pedir nada porque ya no puedo hacer nada...salvo ver pasar la vida y venir aquí a bolearme.
        Pablito sonrió,  entre complacido y confundido.
        ¡Listo! - dijo.
        El hombre se miró los zapatos.
        -  ¡Guau!...Créeme chico si te digo que es la mejor boleada que me han dado jamás -. El hombre extrajo de su cartera un billete de cincuenta pesos y se lo dio.
        - No, no tengo cambio, señor, es que...
        - Que tengas una muy Feliz Navidad, hijo - dijo el hombre y le palmeó el hombro.
        - Usted también, y gracias.
        Luego de guardarlo todo de nuevo, Pablito regresó frente al ventanal. Algo tenía esa bicicleta, algo que hacía imposible el despegarle la vista. Tal vez el cuadro. Tal vez la cadena. O quizás los pedales. Algo.


                                                       IV


        En la azotea de la vecindad, Ana lavaba la ropa en compañía de otras mujeres.
        - ¿Y dónde van a cenar, Anita? - le preguntó la portera, rolliza mujer de sobrio cutis moreno mientras espolvoreaba jabón sobre unas blusas.
        - En casa, doña Pili - respondió Ana - Pablo, Pablito y yo. Este año no fuimos a Guanajuato porque andamos algo cortos de fondos, ya sabe usted cómo ha subido todo.
        - ¡Una barbaridad, Anita, una barbaridad!, no sé qué vamos a hacer - dijo la portera y le entró de lleno a la tallada. Los senos se le agitaban rítmicamente -. Oiga, hablando de subir, fíjese que ayer que vi a don Pablo subiendo la escalera, lo vi como cojeando, ¿Le pasó algo?
        - Sí, caray. Hubiera usted visto el guamazo que se puso muy cerquita de donde le platiqué, pero ya está mejor.
        - Vaya, menos mal. Esos golpes son muy peligrosos y una nunca sabe.
        Abajo, Pablito entraba a la vecindad. Dejó su cajón a un lado y se puso a jugar futbol con sus cuatro amigos inseparables. El balón de plástico estaba desinflado.
        Ana se asomó y vio a su hijo.
        - ¿Ya son las dos? - preguntó Ana, sorprendida.
        - Las dos y diez, doña Anita - le dijo una señora joven con tubos del cabello color rosa que estaba colgando su ropa en los tendederos.
        - Gracias. Bueno, doña Pili, ¿usted gusta?, voy a darles de comer a mis hombres - dijo Ana y se secó las manos tras haber colgado la última prenda sobre una telaraña metálica con funciones de tendedero comunal.
        - Vaya usted Anita - le respondió la portera en el momento en el que se le desprendía el chongo y el cabello se le llenaba de jabón.
        - Hasta luego, muchachas - se despidió de sus vecinas.
        - Vaya con Dios, Anita - le respondieron.
        - Ya sabe que si quieren y si se animan,  los esperamos en casa después de la cena - le recalcó la portera, batallando para quitarse el pegajoso jabón del cabello.
        - Muchas gracias, doña Pili, haremos todo lo posible.
        Ana bajó por una reumática y temblorosa escalera pintada de verde, toda descarapelada.
        - ¡Pablito! - gritó - ¡Vente a comer!
        - ¡Voy!
        El niño la saludó. Cogió su cajón y fue a su encuentro. 
        Mamá e hijo llegaron juntos a la casa número 7. Entraron.
        - ¿Cómo le fue hoy al mejor bolero del mundo? - preguntó Pablo mientras le ofrecía los brazos abiertos al niño. Pablito dejó su cajón, corrió, pegó un brinco y se le colgó del cuello.
        - ¡Siete bolas!, No está mal, ¿No?
        - ¿Mal? - preguntó Pablo, frunciendo el ceño de una forma cómica - ¡Si es un nuevo récord!
        Pablito metió la mano al pantalón y extrajo varias monedas y billetes.
        - Hay uno grande. Me lo dio un señor que tiene un tren.
        Pablo besó a su hijo - . ¿Un tren?
        - ¡A lavarse las manos! - ordenó Ana -. ¡Los dos! - Dio un aplauso. Padre e hijo entraron al baño. En la mesa, Ana agitó el agua de limón, tapó el cestito de las tortillas calientes y sirvió la sopa de papa. Estaba hirviendo.
        Segundos después, los tres comían.
        - Oiga má, ¿Por qué el Niño Dios no está en todos los pesebres de todos Nacimientos?
        - Pues porque nació un día 24 de diciembre, o sea un día como hoy, pero a las 12 de la noche, y apenas han de ser las dos y media, de la tarde, cuando mucho.
        - Ah...¿Y dónde está mientras?
        - En un hermosísimo lugar que hay más allá de las nubes.
        - ¿Y cuando nace...se va a las iglesias y a las parroquias?
        - Sí. Algo así.
        - ¿Y si le pides cosas, de corazón, te las da?
        - Claro que sí.
        Pablito cogió una tortilla, la hizo rollito y terminó su sopa. La bicicleta Astor seguía ahí, en su mente, refulgente, poderosa, única.
        - Oiga má, ¿Y es verdad que El todo lo sabe y todo lo ve, como dijo el padre Santiago en la Misa?
        - ¡Todo! - le respondió su padre.
        Ana le sirvió un plato de frijoles a Pablito y éste miró al Niño Dios en el pesebre de su Nacimiento.
        Les había quedado bonito. Heno, animales y figuras de barro. Varias tiras de aluminio hacían las veces de río. El pesebre mostraba una cuna de paja, rodeada por una serie de foquitos multicolores que titilaban al encenderse, salpicando de luz a los Tres Reyes Magos, los que habían seguido correctamente el rumbo indicado por la Estrella de Belén, pegada a la pared.
        - ¿Puedo salir a jugar un rato? - preguntó el niño.
        - Puedes - le respondió su madre.
        Un minuto después, Pablito era Diego Armando Maradona y alguien había transformado el viejo patio de la vecindad en el estadio de Wembley.


-V-
       
        Lánguida y rumorosa, la tarde fue cayendo sobre la vecindad. En el interior de la casa marcada con el número 7, se escuchaban los sonidos del trabajo. En la carpintería, Pablo sintió de pronto una fuerte punzada en el vientre, un latigazo súbito, caliente, devastador, profundo, intenso. Tuvo que apoyarse sobre su mesa de trabajo para no caer. Al recargarse tiró algunas herramientas.
        - ¿Pablo?...¿Amor? - preguntó Ana al oír aquellos ruidos, con cierta inquietud, desde su cuarto. Al no obtener respuesta dejó de tejer y decidió ver qué sucedía. Llegó hasta la cortina verde, la corrió y vio a su esposo doblado sobre la mesa. Un rictus de dolor le deformaba el rostro.
        - ¡Qué tiene, amor! - gritó. Pablo abrió los ojos. La miró y los cerró de nuevo. Estaba pálido. Jalaba aire por la boca.
        - Meeee dueleeee. Me dueleee mucho. Ayúdeme a llegar a la cama. Necesito descansar un ratito, aunque sea.
        Ana lo tomó por la cintura y trató de enderezarlo. Pablo gritó de dolor. Lo soltó. Corrió hacia la puerta. Salió. Llegó hasta el barandal.
        - ¡Pablito!...¡Ven rápido!
        Ana regresó a su casa. Pablito subió como de rayo. Los cuatro chicos restantes lo miraron y siguieron jugando futbol.
        No le gustó la cara de su madre cuando la vio.
        - Tu padre, no se siente bien.
        - ¿El golpe?
        - Sí. Podría ser. No encuentro otra explicación - dijo Ana.
        Pablo sudada y temblaba levemente. Como pudieron, se lo llevaron hasta la cama matrimonial. Lo recostaron.
        - Vete por el doctor Palma, ya sabes, el que vive junto a la esquina. Y dile que se apure.
        - Sí, má.
        Pablito se puso un suéter y salió. Ana escuchó el eco de sus pisadas bajando la escalera a toda velocidad. Ana fue hasta la cocina. Mojo un trapo limpio. Lo exprimió y regresó al lado de su marido. Le humedeció la frente y lo contempló. Tenía las mejillas y el cabello espolvoreado de aserrín.
        - No me haga esto, no hoy - le suplicó a su hombre.
       
        Afuera, la escasa luz de la tarde entraba en agonía.

                                              

                                                   VI

       
        Al escuchar los insistentes toquidos en la puerta, la mucama dejó el cubo de agua, maldijo en su lengua, cruzó el pasillo, llegó hasta el ventanal que daba a la calle. Lo abrió. El murmullo citadino parecía el fragor de una batalla medieval.
        - ¿Sí? - preguntó al jadeante niño que la miraba desde la banqueta.
        - ¿Está...el doctor...Palma?
        - No. Fue a una consulta y después iba a otra. Todos se enferman justo en Navidad - dijo la mujer.
        Pablito caviló unos instantes. Recuperó el aliento y volvió a mirar a la mujer morena.
        - ¡Gracias!...¡Y feliz Navidad! -. Echó a correr.
        - ...Feliz Navidad...¡Bah!...¡Maldito mocoso! - exclamó la trabajadora doméstica antes de cerrar el ventanal.
        Pablito se vio de pronto inmerso en un mundo hostil, extraño, lleno de personas raras, amenazantes. Las luces le embriagaban la vista y los sonidos y las sombras de la  tarde ya entrada en tonos pálidos lo asustaban.
        - ¡Qué hago! - se preguntó en voz alta, pero nadie lo volteó a ver.
        Las palabras de su madre le llegaron a la mente de súbito.
        ...- Y si le pides algo de corazón, te lo da.

        Entonces Pablito supo qué hacer.

      

                                                    VI

       

        Los sudores no cedían y los temblores de Pablo se intensificaban cada vez más.
        - Si al menos se le bajara la fiebre - suplicó Ana.
        Miró el reloj despertador. Eran más de las siete de la noche.
        - ¡Y Pablito que no llega! - gritó.
       
        Ana rompió a llorar.

                                              

                                                   VII


        La parroquia de Las Tres Llagas Eternas estaba más iluminada que de costumbre. Era lógico suponerlo, ya que la ocasión así lo demandaba. Un gigantesco Nacimiento le daba un aspecto aún más sacro al altar. Los fieles oraban cobijados por el ocre resplandor de los cirios. Al entrar por la bien tallada puerta principal, el niño hincó una rodilla en el piso, se santiguó, y tras analizar la situación se perfiló hacia un Cristo que colgaba triste sobre un muro al final de la nave izquierda.
        El olor a incienso era penetrante.
        Pablito se dejó caer de rodillas sobre un oratorio de madera. Un zapato se le salió y se lo acomodó, lleno de verguenza.
        Miró al Cristo. Niño y figura iniciaron un diálogo silencioso.
        - Niño Dios. Tú que todo lo sabes y que todo lo ves, ya debes de saber lo de mi pá. Es más, a lo mejor ahorita lo estás viendo con tus propios ojos. Quisiera proponerte algo...
        Pablito cerró los ojos y dio rienda suelta a su congoja, en busca de consuelo. Lloró y pidió. Lloró y pidió. Sólo eso. Lloró y pidió una sola cosa.
        - ¡Por favor, Niño Dios! Te lo pido de todo corazón. Te prometo no volver a pedirte nada más. ¿Sí?...Por favor.
        Pablito se incorporó. Se santiguó. Buscó la salida y avanzó hacia allá. Miró al Cristo una vez más.
        - Confío en ti - murmuró.
        Salió al frío de la joven noche navideña. Corrió como nunca. Ni siquiera se detuvo a mirar su bicicleta plateada cuando pasó como bólido frente al atestado almacén. Esquivó coches y camiones. Llegó a la vecindad. Tampoco se fijó en las varias series de foquitos que los vecinos habían trenzado a lo largo de los barandales y que ahora cintilaban rítmicamente, disparando ráfagas de luz ambarina. Subió volando las escaleras y entró en la casa. Llegó a la recámara de sus padres.
        - ¿Y el doctor? - le preguntó su madre.
        Sofocado por el esfuerzo, Pablito negó con la cabeza sin dejar de mirar a su padre . –No lo encontré - dijo el niño.
        - Voy a la farmacia a ver si alguien puede venir a verlo. Quédate aquí con él y límpiale el sudor con este trapito. No tardo - dijo Ana, apurada.
        Hacía mucho calor en el cuarto. Pablito abrió la ventana que daba a los barandales. Se asomó. Una brisa nocturnal le alborotó la menuda cabellera. Alzó la vista al cielo.
        - No vayas a olvidarte de mí - suplicó.
        De pronto comenzó a sentir un cosquilleo en las entrañas, como si alguien hubiera encendido una linterna en su interior y esa diminuta lengua de luz creciera, y subiera, y se ensanchara, llenándolo todo.
        Abajo, en el patio, los niños quemaban bengalas y tronaban algunos cohetes. La vecindad entera parecía un campo de batalla en miniatura.
        Ese extraño resplandor interior lo inundaba por dentro. Pablito no recordaba haber experimentado nunca una sensación tan extraña, tan agradable, y tan intensa.
        - Es Él - dijo convencido -. Es Él. No se olvidó.
        Se alejó del ventanal sin escuchar el llamado de sus cuatro amiguitos. Se encaminó hacia la cama de sus padres. Levantó las sábanas. Se quitó los zapatos, se quitó la ropa y se acostó junto a su padre. Le tomó la mano derecha y se la colocó sobre su pequeño corazón que latía con fuerza. Una bellísima sonrisa infantil se le fue esculpiendo en el rostro. Sus ojos irradiaban la belleza, la ternura y la paz que sólo los niños tienen.
        - Feliz Navidad, pá - dijo. Le besó la mano y cerró los ojos. Su respiración se fue haciendo más pausada.
        Ahí estaban, padre e hijo, juntos, como siempre.


                                                   IX


        Algunos minutos después, Pablo despertó. La fiebre había desaparecido, al igual que los sudores, el tremor corporal y el dolor en la ingle.
        - ¿Ana?...¿Ana?
        Se sentía confundido, aturdido.
        Se levantó. Tapó a su hijo que dormía profundamente. Llegó hasta la ventana abierta. Le llamó la atención el festivo bullicio del patio. Se palpó la ingle. Para su sorpresa, no sólo no le dolía en absoluto, sino que tampoco estaba hinchada.
        - ¿Ana? - gritó y salió del cuarto -. ¿Dónde está?
        Afuera, las campanas contagiadas del espíritu navideño anunciaban a los vientos la buena  y regocijante nueva que estaba por llegar una vez más, como todos los años.

        Arriba, en el cielo, un niño moreno, montado sobre una preciosa y veloz bicicleta que despedía destellos de plata, seguía la senda que conduce a un bellísimo lugar que existe más allá de las nubes.

                           Navidad de plata

                               Dedicado a mi padre
                               en un momento muy especial.

                               Ignacio Ernesto Jaime Priego
                               Octubre de 1992.