miércoles, 11 de enero de 2012

Bip Bip

–El mío tiene Internet, Mp3 y cámara: es un Blackberry
–Sí, pero el mío es Nokia y trae Bluetooth
–Pues el mío toca Blue moon, Blue Bayou y Midnight blue
–¿Ah, sí?, ¿el tuyo tiene Touch screen?
–No, pero lleva la cuenta de los Touchdowns de la NFL
–Pues el mío es Motorola y trae consola y rocola, ¿cómo les quedó el ojo, digo, el oído?

Los teléfonos celulares.
No hay invento o creación tecnológica moderna, supuestamente popular, más impopular justamente, que los llamados teléfonos celulares.
Se llaman así porque en cuanto los oye uno sonar (desde el trompeteo clásico del hipódromo, hasta una versión moderna de la Quinta sinfonía de Beethoven) o vibrar, todas las células del cuerpo se erizan, se ponen chinitas, y comienza una especie de temblorina interna en ocasiones incontrolable e interminable, por lo que más de uno parece robot con un chip averiado, o con un sensor desactivado, o con un alambrito óptico desconectado, máxime que los mentados aparatitos de comunicación suenan a toda hora y en todos lados: en la calle, en el coche, en el Metro, en la oficina, en el Periférico, en la junta, en el cine, en el avión, en el hotel de paso, en el teatro; vaya, hasta en el baño, en los precisos momentos cuando está uno tratando de comprobar las virtudes digestivas del Witt Grass, o del One Week Plus, o de alguna otra píldora maravillosa que hará que nuestros intestinos se vacíen más rápido que un edificio burocrático en día de simulacro de temblor trepidatorio, o que el monedero de una ama de casa de la Agrícola Oriental, frente a las tentadoras ofertas de algún mercado sobre ruedas.
Pero ni modo; no puede uno quedarse estancado en siglos anteriores: el avance tecnológico exige la presencia de los mentados aparatitos esos, es decir, de los teléfonos celulares, cada vez más compactos (se dice que los nuevos modelos ya van a traer aguja o alfiler para marcar los numeritos, y una lupa para verlos), luminosos, curiosos, con pantalla de cine, juegos, y fotos, y música, y noticias, y un sinfín de avances verdaderamente sorprendentes.
Procedo a describir la grotesca escena que se repite una y otra vez en los restaurantes de postín, en lo que podríamos denominar un deja vú cibernético.
De pronto, un odioso ‘ttttrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr’ interrumpe los murmullos, No hay duda: está sonando un celular. Todos los hombres de negocios, todas las damitas de sociedad, todos los hijos de papi, todos los ejecutivos publicitarios y todos los banqueros y políticos se levantan abruptamente porque podría ser el suyo (incluso hasta se atragantan con la suprema de papaya, o con el filete Chemita que están disfrutando en esos momentos), presurosos abren su celular, lo arman (muchos de ellos van tras ellos, valga la redundancia, porque lo sacaron de la funda tan rápido que el diabólico aparato salió volando por los aires para aterrizar nítidamente sobre el caldo tlalpeño de una señora que vino de Morelia, la que se echa sal sobre el empapado vestido, al que le quita tiritas de pechuga y uno que otro chícharo), acto seguido pegan la oreja al auricular, le dan vueltas a la mesa diciendo ‘bueno, bueno’, dándole de golpecitos a la antenita del aparatito porque eso sí, mientras más cara es la marca, mientras más compacto es el aparato, más defectuosa es la recepción: la tecnología aún está en pañales en eso de lograr comunicaciones y mensajes nítidos, claros y sobre todo, comprensibles e ininterrumpidos. Y ahí los ve uno; todos ellos se han  convertido en auténticos esclavos de la tecnología, ya sea ésta sonora, zumbadora o vibradora. Aparatos, hombres y mujeres parecen abejas, abejas reina, abejorros y zánganos dándole vueltas al panal.
– ¿Se adelantó la junta?… Nadie me avisó pero voy para la agencia, licenciado Llerabarona.
– No, mi amor, yo no quedé de pasar por el niño; es más, si no sé ni en qué colegio lo inscribimos, mucho menos voy a saber dónde está la academia infantil de buceo.
– No te esponjes pá, ahorita te llevo el meche y me traigo el BMW, digo, ni que fuera para tanto, digo, qué oso, ubícate, ¡vaya loser!
Generalmente estos son los comentarios que uno escucha de este lado de la bocina.
Y más tardan los demás en cerrar y en guardar sus engendros tecnológicos en sus ultra modernas fundas, que aquéllos en sonar otra vez, y va de nuevo el ritual; muchos de ellos habrían sido unos rivales perfectos de Billy the Kid, o de Wyatt Earp, porque desenfundan en menos de lo que un gallo cantaría una ópera de Wagner.
Lo malo es que hasta los meseros ya cuentan con los mentados aparatejos estos, que gustan de sonar justo cuando los primeros, milagrosamente,  nos están tomando la orden.
– Y quisiera mi milanesa de ternera con puré de papas…
ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ
– Permítame caballero…
– ¿Bueno?… Sí señor , soy yo, a sus órdenes. Uy, sí, le deposité lo de la renta desde el martes. ¿Cómo dice?... ¡Claro que tengo mi ficha de depósito sellada!, nomás que la dejé en casa, pero ahorita le llamo a mi mujer, se la pido y se la envío por fax. Ajá. Sí; claro.
Nosotros nada más vemos cómo se nos va yendo el mesero, hasta desaparecer tras la puerta de la cocina. Por culpa de los malditos celulares vamos a tener que conformarnos con comernos las rebanadas del durísimo pan bolillo de la cestita del centro, con sus untaditas de mantequilla rancia porque el mesero ya no regresará ese día (en realidad fue a sacar sus cosas del departamento, que de todos modos pensaba dejar el martes, lógicamente sin pagar los meses atrasados).
Todo ello son meros días de campo frente al verdadero problema:
En cuanto uno apenas comienza a descifrar las virtudes tecnológicas del modelo V de generación espontánea (el que además funciona como Bíper; como Walkie-Talkie; como teléfono; como grabadora de mensajes; como micrófono; como reloj despertador; como silbato de árbitro; como rasuradora eléctrica y muy pronto como exprimidor de jugos, Ipod, pelador de uvas, traductor portugués-español, y depilador de vello nasal) que fue el que nos proporcionó la oficina para la cual trabajamos (con la finalidad de que todos los empleados estemos en red, como sardinas, o camarones), resulta que ya salió al mercado el siguiente modelo… el W, más compacto, con más funciones que el modelo anterior (éste trae además computadora integrada, licuadora, hi5, asador de bombones, el reporte climatológico del Sahara y el directorio telefónico de Basora).
Y ahí va uno de menso a tratar de leer el manual, escrito, seguramente, por un aprendiz de traductor, coreano, que no sabe ni decir ‘hola’ en español, pero que agarró la chamba en un acto desesperado por sobrevivir a la globalización mundial, pero, básicamente, por haberle apostado todos sus ahorros a la selección mexicana de béisbol en el pasado campeonato del mundo.
Suena el maldito teléfono infernal y una voz femenina nos avisa que tenemos una serie de mensajes grabados, por lo que nos pide nuestra clave: uno pisará los botoncitos con la información requerida para activar el sistema: cédula profesional, las placas del auto, la credencial de elector, el NIP bancario, el ADN del perro, y la huella dactilar del índice de la mano derecha, pero todo será inútil, la voz dirá… ‘la indicación no es válida; intente de nuevo, en el orden solicitado’.

Al décimo intento, uno se da por vencido. En la pantallita del celular aparecen números, leyendas, marcas, y jeroglíficos, acompañados de una serie de sonidos que aparecen y desaparecen, que suenan y de pronto ya no, como ovni norteado, o como truco de mago virtual, que uno ni siquiera imaginaba que existían (claro, lo único que logramos con tanta alocada pisadera de botoncitos fue desprogramar el celular, el que ahora nos informa por escrito qué hora es en Singapur para luego darnos el reporte meteorológico del resto de la semana en Madrid, así como el precio del jitomate Bola en los mercados de Durango).

Y es entonces cuando a unos y a otros se nos va el Jesús al Cielo:
– Híjole… ¿Me estará hablando mi vecina para avisarme que ahorita no hay moros en la costa?… o será Yolis, la secre nueva, para comentarme cómo le fue con el ginecólogo.
– ¿Y si es el jefe buscándome por lo del balance de junio?
– ¿No habrá sido mi suegra para informarme que mi mujer ya dio a luz… y yo aquí con mis amigotes en el dominó?
– ¿No será mi compadre que ya me tiene la lana que le presté?
– ¿Nos habrá cachado mi vieja a Zulema y a mí? … No creo.
– ¿No serán los del Melate para informarme que le pegué en seco a los 40 millones?
– De segurito es mi vieja para fregarme con lo del gasto, como cada quincena… ¡Qué horror!
Al vernos tan atribulados, los demás comensales se compadecen de nosotros y nos ofrecen sus teléfonos celulares:
– Toma, usa el mío.
– A éste le queda pila como para una llamada rápida.
– El mío está medio descargado, pero inténtalo.
A esas alturas, uno ya no quiere saber nada que huela a tecnología de punta; es más, ya no queremos las deliciosas puntas de filete; de hecho, tanta tecnología de punta nos cae justamente ahí, en la meritita…
Y entonces ocurre el verdadero milagro: en un acto de inspiración divina, uno se levanta, se busca una moneda en las bolsas, o solicita una tarjeta telefónica, sale del lugar, se dirige hasta la caseta telefónica más cercana, descuelga el auricular, introduce la moneda (o la tarjeta) en la respectiva ranura, y tras oprimir seis simples y sencillos numeritos con un dedo, uno despeja todas sus dudas en forma nítida, clara, comprensible, y sobre todo, sin molestas interrupciones estáticas.

Tal y como solíamos hacerlo antes, cuando la tecnología era una quimera.




No tienes que estar en la carretera
para oír un Bip Bip


¿Se dará de alta algún día la alta tecnología?

Con absoluto azoramiento a los Billy the Kid tecnológicos, que cargan con celular, beeper y palm al cinto.

Ignacio Ernesto Jaime Priego.
Junio de 2002.


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