sábado, 8 de enero de 2011

¡Cuídame… porque te me voy!



La madrugada

Un gallo colorado cantó por la mañana… pero muy de mañana; lo curioso del asunto es que al gallináceo (que a su edad ya comenzaba a perder tanto la memoria, como el plumaje y la noción del tiempo) se le atoró un gallo en el cogote, valga la redundancia, justo a media faena cantora, por lo que al terminar de aclarárselo tuvo que comenzar de nuevo, esta vez sin penosas autointerrupciones; las gallinas jóvenes lo miraron, como sacadas de onda; al terminar lo suyo, el gallo carraspeó, escupió la flema como si fuera chofer de pesera en el paradero de Indios Verdes (sólo que en esta ocasión sin salpicar a ningún pasajero), y se volvió a dormir. Las gallinas intercambiaron gestos desaprobatorios, como diciendo… ‘las cosas que ve una, coño’,  y continuaron buscando lombrices en la tierra.
El relajito despertó a Pacorro Pontevedra, antigua gloria de la natación amateur española. En ese momento eran las 3 de la madrugada, según indicaba la carátula del relojito de la mesita de cama de la suite nupcial del Hotel Despeñaperros Inn, en alguna provincia española, pero resulta que el mentado relojito, que lucía el logotipo del hotel (un perro de aguas bocarriba, como si se acabara de caer de alguna azotea) llevaba descompuesto siete años y no caminaba; quizá por eso Pacorro se preguntaba si su mujer le estaba contagiando sus añejos problemas de audición, ya que no lograba escuchar el monótono tic tac, por más atención que ponía.
Pacorro Pontevedra tenía 50 años de edad. Los había festejado hacía cosa de dos meses atrás (en octubre). Y ahora, 60 días después de haber soplado las velitas de su pastel de cumpleaños, celebraba su primer cuarto de siglo de feliz unión conyugal con Alfonsina Villadiego, de 49 (cumplidos en febrero), hija de una familia barcelonesa acomodada, chica con tres simpáticas características personales (a decir de su tía Ágata), o con tres severas anomalías físicas y mentales (a decir de su médico de cabecera, el doctor Sigisfredo  Iturrigaray): escuchar mal estando dormida; hablar en sueños, y escuchar peor estando despierta, problemas que se le fueron agudizando con el paso del tiempo, quizá por escuchar su música favorita (la colección completa de los Churumbeles de España, remasterizada) a todo volumen.
– Las tres – dijo Pacorro, rascándose la cabeza, dejando un poco de polvo de betún blanco ya seco en sus cortos y aún no del todo canos cabellos –… ¡Jolines!  
– ¿Y para qué quieres más cojines, si se puede saber?, mejor disfruta de la estancia en este hotel de cinco estrellas, por cortesía de mi familia porque lo que es la tuya, vamos, ni un vaso de agua, pa’ que me entiendas… – medio murmuró su mujer, que yacía a su lado, pero Pacorro la ignoró. Llevaba veinticinco largos años ignorando los comentarios absurdos que espetaba su esposa cuando su sueño era profundo. Veinticinco, ni uno más, ni uno menos. Veinticinco. Noche a noche. Día a día. Tarde a tarde. Se preguntó de nuevo si en su vida anterior habría sido un político ladrón, o un criminal desalmado, o algo por el estilo y que ahora, en esta vida, estaba pagando todas y cada una de sus pasadas fechorías, a manera de penitencia Divina. A saber.
        Se hizo el silencio de nuevo. Bueno, hasta que los ronquidos de la damita le abrieron tremendos boquetes, en todas direcciones. La mujer hacía ruidos como de yegua resoplona. Pacorro la miró profundamente y no supo si llorar, o reír, o qué. Optó por el o qué. Cerró los ojos y recordó el día en que la conoció. Alfonsina había ido a la alberca olímpica a verlo entrenar, a instancias de una amiga mutua (Rocío Aranjuez, ‘Chío’, la que, a diferencia de Alfonsina, poseía un busto bien formadito, erectito, balanceadito, durito), y revivió la impresión que le causó esa primera vista. ‘¡Vaya, esta mujer y yo no nos conocemos aún, y ya nos parecemos; yo nado de mariposa, y ella… nada de pecho’. Pacorro rió en silencio un buen rato, mordiendo la almohada para no delatarse. Abrió los ojos. Ahora recordó los festejos de horas antes.
  Y es que con esto de los festejos, por cierto muy majos – Pacorro pensaba – mi mujer y yo nos hemos acostao a la una a seguir el jaleo, nos hemos dormío a las dos, y apenas son las tres... – ¡Con razón estoy que me caigo! – dijo en voz alta.
– ¡Pues ve al baño, grandísimo marrano! – dijo su mujer en esta ocasión, sin abrir el ojo. La mujer aún traía en la cabeza la ridícula diadema de princesa que lució durante todo el festejo, regalo de su mejor amiga,‘Chío’.
     Dije me caigo, mi cielo – comentó Pacorro, resignado.
– ¡Cuídame porque te me voy, Pacorro, te me voyyyyy!
        Pacorro desvió la mirada. Ni escuchaba el tic tac del reloj, ni lograba ver las formas del techo (siempre hay formas en los techos y en las paredes de los cuartos de los hoteles, o al menos, siempre las anda uno buscando; de hecho, vio una especie de letrerito en la pared, cerca de la puerta de entrada, pero no le hizo el menor caso). En esas cavilaciones estaba cuando escuchó un sonidito muy parecido al que hacen los globos de las fiestas infantiles cuando los payasos les sacan el aire, poco a poco, ante las asombradas risas de los chiquillos. Una especie de chiflidito agudo, como silbidito de afilador de cuchillos. Su fino olfato le indicó que el ruidito era bastante oloroso y asaz penetrante, como el que sueltan las ollas pozoleras cuando le quita uno la tapa para ver cómo va el cocimiento. Además, provenía de alguna parte de la anatomía de su mujercita, y no precisamente de los orificios nasales o auditivos, sino de otro más abajito, cerca del área chica, digamos; efectivamente, su mujercita estaba soltando lastre a discreción, seguramente resultado del plato de fabada que la santa señora se había cenado unas horas antes. Pacorro dejó de respirar y trató de alejar esos aromas agitando las sábanas, primero con suavidad y luego con ansiedad, hasta llegar a los linderos de la desesperación. La diadema de su mujer subía y bajaba, como si quisiera alejarse de la zona afectada. Al sentir el viento, la mujer, asustada, exclamó:
        – ¡Ventarrón, Pacorro, ventarrón!
– ¿Ventarrón?… el que acabas de refilarte, ángel mío, ¡Ay, hija de mis entrañas, cuando comas toro quítale las criadillas!
– ¡Pacorro, que te me voy! – dijo ella, sin inmutarse – y deja a las ardillas en paz que ellas no te hacen nada, coño. Anda, dales unas nueces, ya ves que les gustan.
Procurando no hacer ruido, y una vez que los efluvios aquellos fueron historia antigua, Pacorro intentó encender el televisor; era mejor ver y escuchar ofertas en la pantalla que padecer aquello en soledad; tal vez anunciaran algo para oír bien, o para dormir bien.
¡Plick!
En cuanto oprimió el botoncito rojo del primer control que tomó, las aspas del ventilador del techo comenzaron a girar. Intentó
apagarlo en la penumbra y pulsó otro botoncito del mentado aparato. Las aspas agarraron velocidad.
– ¡Coño! – dijo Pacorro, a punto de la irritación.
– ¿Otoño?... ¡Invierno!... Pacorro, que se me está colando un frío por donde tú ya sabes que… no seas malo Pacorrín, mete al perico y cierra la ventana – dijo Alfonsina, como lo hacía cada noche en casa.
Pacorro pisó todos los botoncitos; las aspas giraron al máximo, luego al mínimo, luego otra vez al máximo, hasta que comenzaron a perder fuerza, hasta que se quedaron inmóviles. Dejó ese aparatito en el mismo lugar donde lo había tomado. Asió otro. Pulsó el botoncito rojo de nuevo. Se corrieron las cortinas, siseando, como las víboras. Dejó el santo artefacto en paz. Tomó otro y activó el botoncito rojo. Era el control del aparato de música, sintonizado en alguna emisora moderna, que en esos momentos transmitía un poco de música country.
– Pacorro, pichón, dile a los vecinos que le bajen el volumen a su tocacintas; buena iba a estar yo para escuchar musiquitas a esta hora – dijo Alfonsina y se tapó los oídos con la almohada. 
– Sí, ángel mío.
Pacorro pulsó otro botoncito al azar y la melodía country se escuchó más fuerte, y más, y más. Pacorro pisó botones sin ningún orden, así nomás. De pronto, la música country fue suplida por un rap espantoso. Pacorro oprimió otra teclita y el volumen bajó un poco. Otro botoncito más. La oreja de Van Gogh. Uno más. Ahora, Christina Aguilera cantaba ‘Contigo a la distancia’ .
Al no encontrar el mentado botoncito de off, Pacorro se levantó y se dirigió, despacito, hacia el aparato, al que ahora le titilaban varios foquitos, como si fuera, o árbol de Navidad, o avión en vuelo nocturno a punto de aterrizar. El piso de madera crujía bajo sus pies… – Crrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrtttttttttttttttt.
     ¿Ya lo ves? – le dijo la mujer – … Ya te está bramando el triperío. Te lo dije. Debiste de hacerme caso y tomar el antiácido, pero no, tu terquedá es escalofriante, de veras. Yo te me voy, Pacorro, cuídame porque yo te me voyyyyyyyyyyy.
        Pacorro se detuvo un instante. Esperó a que su mujer volviera a dormirse, cosa que no tardó mucho. Listo. Caminó de puntitas. Sincronizó sus pisadas con los ronquidos y demás sonidos de su mujer (huesos tronando; músculos estirándose; tendones reacomodándose). Perfecto. Lo uno parecía el eco de lo otro. Llegó hasta el aparato. Era de marca Ushaji, japonés, de esos que tienen mil botones y otro tanto de foquitos verdes, azules, rojos, amarillos. ¿Cuál de todos sería el bueno? Decidió oprimir varios a la vez. Un collage de melodías se dejó escuchar por todo el cuarto, un collage muy parecido a los que ponen los vendedores de cd’s piratas al ofrecer ‘170 canciones a 10 pesos’, allá en México, en todas las rutas de peseras y en el Metro. El fuerte sonido le lastimó los oídos. En la cama, su mujer giró como giran los cocodrilos cuando han atrapado una cebra o un cebú cruzando el río, en África. Pacorro embarró la palma de su mano sobre el botonerío. Funcionó. La música comenzó a difuminarse, a derretirse en las entrañas del aparato. Se hizo el silencio. Pacorro tomó aire. La música cesó tan repentinamente como había surgido. Al escuchar el silencio, Alfonsina se despertó apenas. Vio una figura en la penumbra de la habitación.
        – ¡Pacorro!... despierta que se nos ha metido un ladrón!
        – ¡Tranquila, mujer, soy yo! – le dijo Pacorro.
        – ¡Y además imita tu voz! – dijo Alfonsina y temblorosa se metió debajo de las sábanas. Segundos después, sus gemidos tímidos fueron reemplazados por una especie de sonido entre ronquido y estertor de burra lechera. La mujer aspiró, dejó de temblar y se dejó caer de lado. Un nuevo resoplido con vibrato. Dormía de nuevo. Pacorro se metió en la cama y tomó otro aparatito. Oprimió el botoncito rojo… y la cama comenzó a girar, lentamente, de izquierda a derecha. Oprimió otro pequeño botón azul y la cama matrimonial se detuvo para de inmediato comenzar a doblarse, despacito, como las camas de hospital; ahora subía de
este lado, y ahora bajaba de aquel otro, y ahora se arqueaba por el centro, amenazando con despertar, aplastar o estirar a Alfonsina. Pacorro aplicó la misma técnica de antes: oprimió todos los botoncitos… y poco a poco, la cama recobró su posición inicial.
        – Pero Pacorro, ángel mío, ¿has sentido el temblor? – le preguntó Alfonsina al tiempo que se sentaba sobre la cama como impulsada por un resorte mágico e invisible, con un ojo semiabierto
y el otro completamente cerrado – ¡Ha de haber sido de 7.8 en la escala de Richter, cuando menos!
        – ¡Anda tú, qué temblor… ha de haber sido un avión que ha pasao muy cerca de casa! – le dijo Pacorro, como para calmarla, sabedor de que sustos así a veces infartan a los que tienen problemas con el dormir, como los sonámbulos y los de sueño ligero.
        – Esto es, esto es, esto es – dijo ella y sonrió. Su ojo abierto hizo un bizco fenomenal. Acto seguido, la mujer eructó, estornudó, tosió, se echó un gas súper sonoro, cerró el ojo, permaneció en esa posición unos segundos, y se dejó caer de espaldas sobre el colchón. La diadema salió volando y aterrizó sobre sus pantuflas, al pie de la cama. Pacorro no daba crédito a todo aquello. Le dieron unas ganas infinitas por romper a llorar, pero se aguantó.
        Fue hasta que la luz del amanecer se insinuaba ya por todo el
cuarto cuando Pacorro pudo fijar la vista en el mentado letrerito de la pared. Su curiosidad lo obligó a levantarse. Fue hasta él. Decía: ‘Perdone las molestias, pero el televisor está descompuesto, no así todos los demás aparatos, así que disfrute su estancia; por su comprensión, mil gracias. La gerencia’.
        – Pacorro, que la reunión de los vecinos ya ha terminado, vamos, ya no escucho la musiquita; en verdad que son la mar de amables Poncho y Mercedes, ¿verdad pichón? – dijo Alfonsina.
        – Así es, ángel mío. Buenas noches – dijo Pacorro, metiéndose a la cama, sin aspavientos.
        – No, pichón, tampoco escucho los coches, los han de haber estacionado sobre la calle del Arcipreste… buens nochsssssss, y cuídame porque te me voyyyyyy,  Pacorro, te me voyyyyyyyy.
Alfonsina se quedó profundamente dormida.
        Ya con algo de luz matinal, Pacorro cogió el folletito del hotel y
hojeó las ocho páginas del mismo, en el que se le informaba al huésped acerca de los horarios de la alberca, del restorán y de los demás servicios del lugar, como el servicio de cuartos, servicio éste que Pacorro más tardó en leer que en borrar de su lista, ya no digamos de prioridades, sino de posibilidades; no había vez en la que Alfonsina no le vaciara la leche, o el jugo, o cualquier otro líquido; la última vez, Alfonsina le había vaciado, accidentalmente, claro, no una taza… sino toda la jarra del café, provocándole tremenda quemada en ambas piernas y en la ingle, tan severa que tuvieron que ser atendidas por el médico de guardia de la enfermería del hotel, dos años antes.
        No. Desayunarían abajo, en el restorán.

La mañana

        Un par de horas después, ya bañaditos, vestiditos y perfumaditos, los dos personajes se encontraban sentaditos en el pequeño y típico restorán del lugar, ‘Los arrecifes Majos’, listos para recibir los primeros y sagrados alimentos del día. Ambos leían la carta, indecisos.
        – ¿Qué se te antoja, ángel mío? – preguntó él, con una paciencia infinita.
– Un poco, sí, pero con este suéter, ya no tanto, y es que la mañana ha amanecido no fría, ¡helada!, sí. Mira la niebla; no se ve ni el monte, mucho menos el faro. ¿Tú ya has decidido qué pedir, pichón?, a mí me está costando decidirme – dijo ella, amorosa como siempre.
– En esas ando, Alfonsina, en esas ando; no me decido entre los huevitos tibios… y la suprema de papaya.
– Si quieres cajeta de Celaya, pide cajeta de Celaya, total, tu médico ni se va a enterar, y yo, claro, no le diré ni jota; para eso estamos de celebración, para hacer lo que se nos plazca; a mí como que me está naciendo un antojo por los huevos divorciados.
– ¡Ay!, a veces quisiera que tu boca fuera de profeta – dijo Pacorro en voz muy baja y como mirando hacia la barra al escuchar la palabra divorciados en boca de su mujer; incluso, sus ojos adquirieron un brillo muy peculiar, como esperanzador.
        – ¿Qué has dicho? ¿Qué de profeta? – le preguntó Alfonsina, a punto del colapso.
– ¡Y qué voy a decir, mujer!... que esta mañana, al verte, me siento poeta, no profeta.
        – ¡Ah!, vamos, es que he entendio otra cosa – dijo ella, como sentida (término que describe a la perfección ese estado anímico tan mexicano justo entre la tristeza y el enojo).
Llegó el mesero. Pacorro se sintió como esos boxeadores que son separados por el réferi justo cuando su contrincante les está dando una soberana tranquiza. En una mano traía unos anteojos, en la otra, una jarra de café caliente, que depositó sobre la mesa.  Comenzó a limpiar sus gafas.
– A sus órdenes – dijo secamente.
– Mire, yo le voy a pedir juguito de naranja y dos huevitos tibios… ¡ah!... y una cestita de pan, sabe usted. Pan.
 – ¿Café? – le inquirió el parco mesero, muy serio, echándole vaho a los cristales de sus gafas.
     Bueno, sí, pan café, pan blanco, pan de dulce, pan bolillo,
pan… variadito –. Pacorro le dedicó una sonrisa sarcástica.
        – Me refiero a que si el caballero y su bella y distinguida acompañante – en ese momento el mesero se colocó sus gafas y
volvió a mirar a Alfonsina – … Me refiero a que si el caballero y su acompañante van a querer disfrutar de una aromática taza de café para acompañar sus alimentos.
– Déjeme preguntarle a mi mujer. Alfonsina, ¿Vas a querer un cafecito? –. Su mujer lo miró fijamente.
– Por supuesto que ya se me despertó el apetito, pero casi nada me cae bien por la mañana – dijo Alfonsina sin dejar de ver la carta. El mesero no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Alfonsina lo abordó:
– Mire, jovencito, permítanos un par de minutos en lo que decidimos. Pero déjenos un poco de cafecito, para el frío que está haciendo, y usted tan, tan, tan ligerito de ropa, ¿no se está usté  congelando?
– No, señora, además ya estoy acostumbrado; viví algunos meses en Suiza.
– ¿Luisa? ¿Es su mujer? ¿Es ella la que no le procura una chamarrita, un suetercito?… la juventud, querido amigo. Lo que pasa es que a ustedes los hombres todo les da lo mismo, frío, calor, da igual; si lo sabré yo que me casé, hace 25 años, con el rey de todos ellos – dijo Alfonsina sonriendo, en su intento por ser amable.
El mesero los miró, como mira Ollie a Stanley en la pantalla cuando éste le hace una de las suyas –. Cuando se decidan, háganmelo saber.
        – ¡Qué lindo!, da gusto tratar con un mesero educado – dijo Alfonsina –. Gracias, Javier –. El mesero miró a Pacorro con la misma compasión con la que las gallinas habían mirado al gallo algunas horas antes; asintió y presuroso se retiró a atender a los comensales que en ese momento tomaban asiento en otra mesa.
        – ¿Javier? – inquirió Pacorro, frunciendo el ceño – no recuerdo haber escuchado el nombre del mesero.
– ¿Homero?... Javier, pichón Javier. A veces no te entiendo.
– Ángel mío, acabo de descubrir que hay buffet – dijo Pacorro para desafinarse de la escena –; no tardo, voy a ver si algo me guiña el ojo –. El hombre se levantó de la mesa. Alfonsina lo vio retirarse. Se quedó pensativa. Depositó  la carta sobre la mesa y siguió con la mirada al hombre de su vida.
– ¿Cojo? – dijo –. Qué raro; yo lo vi caminar perfectamente bien; O Javier es un estupendo actor, o Pacorro necesita anteojos, o yo voy a tener que cambiarle la graduación a los míos...

A media mañana

A eso de las once y media de la mañana, ya desayunaditos, Pacorro y Alfonsina se encontraban en sus camastros, junto a la alberca del hotel, disfrutando de los cálidos rayos del Sol, que abrió del todo haría una hora, entre los grises nubarrones que se abatieron sobre la zona. Esa mañana, Alfonsina, con su traje de una pieza color verde perico con flores moradas por doquier, había comenzado a leer el best seller psicológico del 2008 al que su autora, Mari Paz Castillejos, había titulado ‘Cómo hacer que el matrimonio sea un noviazgo continuo, a pesar de tener un cónyuge a todas luces descontinuado’, en el que le narraba a los lectores sus tres experiencias matrimoniales fallidas, sus causas, errores, aciertos y aprendizajes, mientras que Pacorro se alegraba la pupila con las veinteañeras que pululaban en los trampolines, la alberca y los alrededores, con sus minitangas e hilos dentales, atento a las furtivas miradas que de vez en vez le lanzaba su consorte, como para limitarle el panorama.
        – Me parece que ya llevas demasiao tiempo metida en tus lecturas – le comentó a su mujer, como para hacer plática.
        – No se llaman cremas antiquemaduras, sino bloqueadores solares; Pacorro, modernízate, hay que ir con la corriente del nuevo siglo – le respondió su mujer; sin dejar el libro, hurgó en su bolsa de playa. Extrajo varios –. ¿Te unto más?, traje el Coppertone, el Beach Shield, el Sun Knight, y el Solar Lotion.
– Que ya me has embadurnao con ellas, mujer, hará cosa de media hora; lo que pasa es que cuando lees, te abstraes – Pacorro pegó ambos ojos, literalmente, sobre las estupendas curvas de una chica de bikini rojo con motas blancas que en esos momentos pasó frente a ellos.
– ¡Cómo que para qué las traigo!... ¿Y todavía lo preguntas, grandísimo burro? Cualquiera que te oyera pensaría o que soy una irresponsable, o que ya se te ha olvidao la quemada, que digo quemada, la ardida que te diste en Barcelona hace dos años, ¿te recuerdas?
     ¿Qué tanto dices? – preguntó Pacorro, indiferente.
     Pues tanto como cicatrices no, tampoco exageres pichón,
que yo fui quien te atendió desde entonces y para nada, no te ha quedao huella en la piel.
– No sé tú, yo me voy a dar tirar un clavado desde la plataforma de 10 metros – dijo Pacorro para cortar de tajo con esa absurda plática. Se levantó, se ajustó el traje de baño súper ancho, de esos que llegan a media rodilla, con figuras estampadas de Mickey Mouse, y comenzó a subir los peldaños de la escalera de la rampa de clavados. La piscina se veía cada vez más pequeña. Resoplando llegó hasta arriba. Se paró de manos junto al borde como cuando era joven, sólo que ahora con mucho esfuerzo. Metió la panza, ahora bastante generosa. Algo pasó. Los brazos se le vencían rápidamente. Comenzó a temblar, a caminar como gallinita sin cabeza. El mundo giraba frente a él. Anduvo errante unos segundos. Le dolían los dedos y las palmas de las manos. Llegó a la orilla y una mano se le fue al vacío, seguida del resto del cuerpo. El panzazo que se dio retumbó por todo el jardín.  Tocó fondo. Se impulsó y salió a la superficie. Tomó una bocanada de aire. Escuchaba las risas de la gente, pero él se sobaba los músculos de los hombros. Recordó, con lujo de detalle, cuando era el mejor clavadista y nadador de la generación del 58, venciendo a tritones de la talla de Rafa Loyola, Paco Paternina, Ramón Vergeles y Alfonso Asturias.
– Eso sí, ese ardidón, como tú lo llamas, no te lo quitó ni Dios Padre, ahí sí te concedo la razón, Pacorro, para que veas; estuviste caliente tres o cuatro días, mañana tarde y noche, si lo sabré yo; si hasta los vellos de los brazos y de las piernas se te achicharraron; no, si hay que llamar a las cosas por su nombre. Ahora, si me lo permites, voy a seguir leyendo mi libro que está interesantísimo, es más, cuando lo termine, te lo presto para que lo leas, a ver si aprendes algo… pero qué vas a aprender tú, que no lees ni los subtítulos del cine norteamericano. Tú deberías de aprovechar el Sol y meterte al agua, como en tus viejos tiempos.
Al escuchar murmullos, un mesero se le acercó, solícito.
        – ¿Me llamó usted?
        – ¿Sed?, no, jovenzuelo, para nada.
     Que si se le ofrece algo, señora.
– Ah, vamos, déjeme ver – Alfonsina vio su reloj. – Las once menos siete – dijo –. Pero dígame, ¿no deberían portar reloj ustedes?, esto, claro, en beneficio del turismo español. Se supone que es el huésped el que le pide la hora al mesero, y no al revés.
Con su permiso, señora – dijo el mesero y procedió a retirarse del lugar.
        – Ya le he dicho que son las once menos siete, ahora menos seis – dijo Alfonsina, francamente molesta. – Perdóneme que se lo diga, pero el servicio ya no es, ni remotamente, lo que era antes, y
cuídenme porque me les voy, faltaba más. En mis tiempos, habían de ver, los chicos del servicio se acercaban a una para ver si no se
le ofrecía nada a una y no a pedirte la hora a una como viles vagos de billar; no, esos eran tiempos, señor mío; éstos francamente dejan mucho qué desear.
        Al escucharla hablar con tal vehemencia, la joven pareja que estaba en los camastros contiguos optó por retirarse hacia la palapa que estaba cerca del trampolín.

La tarde

Alfonsina quiso aprovechar la tarde e ir de compras. Resignado, Pacorro la miró y, sin decir palabra alguna, asintió con la cabeza. Sabía que ir de compras con Alfonsina era el sinónimo más aproximado al termino tortura: las ruedas del carrito debían rodar perfectamente bien, sin rechinar, sin frenarse, sin desalinearse. Cada fruta era pesada y revisada hasta la exageración, cada huevo, cada rebanada de jamón, cada todo. La concienzuda inspección incluía cajas de cereales, latas, rollos higiénicos, etc. Un clásico de Alfonsina era:
– Señorita, ¿no tendrá una toalla como ésta, rectangular, mismo color, misma tela, pero más grandecita?
Y al rato.
–Perfecto, señorita, tal y como se la he pedío, pero dígame, ¿la tendrá lisa?, esto es, rectangular, misma tela, mismo tamaño, mismo color, pero lisa, señorita.
        Minutos después.
        – Ándele. Justo lo que necesitaba, mas, ¿la tendrá en rojo?, es que acabo de recordar que cambiamos el tapiz del baño de abajo y este verde moscardón no le va, nomás no le va.
        Una vez más.
        – Justo como la quería, es usté muy eficiente, señorita, ¿la tendrá con grabado de La era del hielo?, es que a mi nieto le fascina La era del hielo, sabe usté, y a veces nos visita en casa.
        – ¿Los de la era de hielo los visitan en casa? – ¡Qué modernos!
        – No, señorita, el que tiene cuernos es Hellboy.
– ¡Ah!, vamos. Fíjese que con la era del hielo no tenemos; tenemos con Drake y Josh y con el Hombre Araña.
– ¿Le llegan mañana? ¡Qué lástima!, entonces no me llevo ninguna, señorita, en algún lado la tendrán, es cuestión de paciencia, y mire que si alguien tiene paciencia, esa soy yo… llevo veintitantos años de casáa. Le agradezco tanto.
… Luego de almorzar algo ligero, de volverse a bañar (resulta que por pararse a ver si el pomito de la pimienta estaba detrás del servilletero, Alfonsina le vació la jarra del jugo de guayaba a Pacorro a medio almuerzo sobre los pantalones de lino que estaba estrenando para la ocasión) y de cambiarse para ir de compras, los festejados ya se encontraban sentados en la parte trasera del taxi rojo que habría de llevarlos al centro del pueblo. Y al llegar al primer semáforo en alto…
¿Conocen la posada de Madame Fifí? – les preguntó el taxista, para hacer plática y para darle publicidad a la pequeña villa que su novia administraba, venida a menos a últimas fechas, o mejor dicho, venidas a menos a últimas fechas.
– ¡Vaya con la preguntita, señor mío!, pero claro que hicimos de la pipí antes de salir, aunque francamente me parece un comentario muy fuera de lugar, digo, para ser la primera vez que nos vemos, pero si así está el mundo, qué le va una a hacer; ahorita vamos de compras, sabe usté – dijo Alfonsina.    
     En ese caso, los llevaré a ‘La casa de la abuela’.
– ¿La muela?... caries. Úntese tomillo en la pieza afectada, o sumérjala en whisky, como hacía mi madre con nosotros de pequeños, aunque lo recomendable es una visita al dentista, y mejor váyase despacito que nos gusta apreciar el panorama, ¿verdá, Pacorro?
– Verdá, ángel mío –. Pacorro y el taxista intercambiaron miradas de comprensión; el primero como queriendo decir… ‘a lo que llega uno con los años’, y el segundo ‘Uy, amigo, no quisiera estar en sus zapatos’. El taxista no abrió más la boca.
Ya en el centro del pueblo, justo frente a la tienda, Pacorro y Alfonsina se apearon del vehículo. Pacorro pagó y ambos echaron a andar frente a los aparadores, dedicándole múltiples vistazos a las grandes ofertas que con bombo y platillo anunciaba ‘La casa de la abuela’. El lugar parecía un hormiguero. El tumulto se los tragó. Al rato aparecieron en una tienda de ropa y calzado.
        – Señorita, ando buscando un suéter como este, y de esta medida, pero eso sí, en color durazno, ¿tendrá usté? – le preguntó Alfonsina a la dependienta, mostrándole el suéter que acababa de encontrar a precio de regalo. Pacorro comenzó a retirarse del lugar, fingiendo interés por unos botines que estaban dos escaparates más a la izquierda.
– En un minuto la atiendo, señora, que con esto de las rebajas del mes, hoy es un día de locos – le respondió la dependienta sin mirarla, afanada en encontrar el par de cada zapato que la clienta anterior acababa de probarse sin llevarse ninguno.
– ¡Cómo que ya quedan pocos! Ay, no sea malita, mire que lo he buscao por toda España – le dijo Alfonsina, nerviosa, asustada.
– Sí, señora, tome usté asiento.
– Ah, bueno, un ciento ya es algo – exclamó Alfonsina, aliviada – me tranquiliza usté, señorita. Y no está usté para saberlo ni yo para contarlo, pero desde que lo vi, me dije a mí misma… ‘¡Mira Alfonsina, el suéter que has buscao desde hace tres años para tu amiga Chío!, y mira dónde lo has venío a encontrar’, así que como usté comprenderá, no puedo salir de esta tienda sin él.
– ¡Señora, que estoy ocupá… y de un humor!
– El honor es para mí, señorita; no siempre se topa una con dependientas amables y atentas, como usté. ¿Sabe qué pasa?, que éste está divino, precioso, mírelo usté, creo que le llaman jacaranda, pero yo lo quiero en tono durazno, sabe usté, y si lo tiene sin botones, mejor, luego se le caen, se pierden, una verdadera monserga.
– Virgen de la Macarena… ¡Y dale! – exclamó la señorita, harta, metiendo los zapatos en sus respectivas cajas.
– Lo que valga, señorita, por el precio no paramos que para eso ahorra una, para satisfacer sus gustos, para comprarse sus caprichos, ¿me entiende usté? Y con eso de que Pacorro ya es jubilao, pues con lo de su pensión podemos darnos esos pequeños lujos.
– Lo único que entiendo es que es usté más terca que una mula. ¡Qué parte de…‘en un momento la atiendo’ no le ha quedado clara!
– Sí, Clarita, gracias. Y yo me llamo Alfonsina, pero mis amigas me dicen Fonsi, así que usté puede llamarme así, Fonsi.
Mire, aquí la espero, sentadita; pero recuerde – le dijo y le entregó el suéter – lo quiero de esta medida, pero en color durazno y sin botones.
– ¡Váyase mucho pa’l carajo! – alcanzó a decir la dependienta, reprimiendo una rabieta; tomó el suéter y partió rumbo a los vestidores.
– Abajo, eso supuse, abajo estará la bodega general, que ni qué – dijo Alfonsina y se sentó a esperar.

Y dos horas después…

        – ¡Alfonsina, mujer, despierta que ya van a cerrar la tienda! – le dijo Pacorro suavemente, agitándola apenas. La mujer despertó.
        – ¿Y Clarita? – preguntó, adormilada aún.
        – Perdone, señora, pero no tenemos ninguna empleada con ese nombre – le dijo muy amablemente el gerente del negocio.
– ¡Cómo! ¿Clarita es hombre?... A lo que hemos llegao; pero esto ya es el colmo de la desfachatez humana.
– Mire, señora, estamos por cerrar, ¿por qué no viene otro día?, sí, eso, otro día – le comentó el gerente, al que le urgía echarle candados a la tienda para de inmediato irse a la tasca ‘Don Manolo’, a unas siete cuadras de allí, ya que hoy eran las rondas semifinales del torneo local de dominó, y él y Hugo Azpeitia habían logrado pasar a la siguiente ronda. El gerente la miró de un modo extraño y le dijo, de manera muy cortés – Le prometo atenderla yo mismo.
– ¡Sismo! ¿Has oído eso Pacorro? ¡La Virgen nos ampare! – gritó Alfonsina, repegándose a la pared –. Abandonemos de inmediato el lugar, Pacorro y busquemos refugio en el hotel, con razón como que me sentí mareá hace rato. Total, ¿qué es un suéter frente a la tragedia?
– Nada, ángel mío, nada – dijo Pacorro, resignado. Salieron del almacén y unas cuántas calles adelante detuvieron un taxi. Lo abordaron. El ruletero les preguntó que de dónde eran. Que qué les parecía Despeñaperros. Que qué lugares locales habían visitado. Pacorro capoteó muy bien las preguntas. Dentro del taxi se respiraba un franco ambiente de cordialidad, pero el taxista lo echó todo a perder con la siguiente y orgullosa declaración:
        – Espero que mi pueblo les haya dado una buena acogida.
        Al escuchar esas palabras, Alfonsina le ordenó detener la
unidad y le pidió a Pacorro apearse del vehículo al grito de ya, no sin antes decirle al ruletero que eso ya era el colmo, que ni ella ni Pacorro tenían por qué comentar los pormenores de sus intimidades con semejante pelagatos. El azotón de puerta que dio Alfonsina se escuchó a dos cuadras a la redonda. El trabajador del volante, sin comprender todo aquello, arrancó y partió. Su rostro aún lucía la franca y desinteresada sonrisa que le ofreció a la pareja cuando les comentó lo de la buena acogida. Alfonsina no dejaba de farfullar palabras como… degenerado, gilipollas, mamarracho, tío fresco, gato, igualado.
Cuando llegaron a las puertas del hotel ya pardeaba la tarde. El disgusto que le ocasionó a Alfonsina el altercado verbal con el ruletero le había bloqueado el apetito. Al pasar frente a la recepción, Alfonsina le preguntó al conserje que cómo les había ido de temblor; atónito, el conserje la miró intrigado, luego miró a Pacorro, quien, haciendo girar su dedo índice sobre su propia sien, le indicó que la mujer estaba más deschavetada que una vaca loca. El conserje comprendió la situación y miró con ternura a Pacorro, en señal de solidaridad.
        – Pero cómo tarda el ascensor, Pacorro. Una barbaridad.
        – Mujer, el hotel no tiene ascensor; pensé que te habías detenido, no sé, a arreglarte un poco frente al espejo.
        – Mi educación no me lo permite, pero sí, eso debí decirle al mamarracho ese, porque eso es lo que es, con todas sus letras, tú lo has dicho. Y mejor subamos por las escaleras que los chiquillos seguramente están jugando con el ascensor.
– Lo que tú digas, ángel mío.
Subieron. Al llegar al cuarto, la mujer se dirigió al baño. Se quitó la ropa. Se desmaquilló. Se cepilló los dientes. Hizo sus famosas gárgaras nocturnas (solía tararear ‘Amor de hombre’ mientras las hacía). Finalmente se enfundó en su baby doll transparente. Se echó el cabello hacia arriba y tras embadurnarlo con fijador, se lo cogió con un gran broche, por lo que parecía que traía una escoba de bruja en la cabeza; su rostro, todo encremado, la hacía lucir como fantasma de película de Abbott y Costello. Por su parte, y muy a su pesar, Pacorro le estaba llamando al servicio de cuartos para ordenar un club sándwich y un vasito de leche deslactosada. Antes de colgar, tapó la bocina y le preguntó, en voz más bien alta:
        – Ángel mío, estoy pidiendo algo de cenar, ¿segura que no quieres nada?
        – ¡Y cómo quieres que esté!, pues claro que sigo anonadada, Pacorro, pero tú has escuchado al mentecato de porra… mira que preguntarnos eso, y mejor ordena algo de cenar porque te repito, no pienso bajar al restorán; el fulano de marras le ha dado al traste a mi apetito. Pacorro, mañana nos regresamos a casa; estoy harta de este hotel y de este pueblo lleno de meseros sin reloj, de gerentes mamarrachos, de dependientas transexuales, de sismos y de ruleteros lujuriosos. Nos vamos, y tú me conoces bien, Pacorro; cuando yo digo nos vamos… nos vamos, faltaba más.
        – Sí, mi cielo, lo que tú digas.
        – No es que les eche las vigas, Pacorro, es la verdá, y menos mal que me controlé porque cuando a mí me entra la furia, me sale lo Villadiego, ya me conoces; acuérdate de lo que pasó en ‘La marsopa azul’,  el yate de los Villalpando.
        Llamaron a la puerta. Era el servicio de cuartos con la cena.
Pacorro la recibió, firmó la papeleta y colocó la charola sobre una de las mesitas del centro, en la salita de estar. Alfonsina se metió en la cama, masculló dos que tres maldiciones y cerró los ojos, de cara al
techo para no embadurnar la almohada. El silencio se presentó algunos minutos después.
        Pacorro cenó solo, con los ronquidos de Alfonsina de fondo. Al terminar de cenar sacó la charola al pasillo, se lavó los dientes, se puso el pantalón de dormir y se fue a la cama, como no queriendo la cosa.
Media hora después, Pacorro se encontraba en el umbral del reino de los sueños. Se ubicó en el yate de los Villalpando y revivió la tarde del cachetadón que Alfonsina le propinó a Julieta Valdovinos de Toropando, la anfitriona, cuando ésta osó comentar en cubierta…
        – Pacorro, ¿Has probao ya mis brochetas?
– ¡Qué brochetas!, Julieta. Te felicito, te quedaron de rechupete. ¿Tendrás a la mano las recetas?
        – No, pero cuando quieras te las enseño.
        Al oír aquello, a Alfonsina, que ya traía dos que tres tragos encima, efectivamente le salió lo Villadiego…
        – ¡Momentito, Julieta!, sí renocozco ¡hic!, reconozco que con la operación te han dejao unas tetas de repuchete, rechupete, como dice Parroco, ¡hic!, Pacorro, pero, como sabrás, Pacorro es un hombre casao, y por lo tanto, la única que se las puede enyesar, enseñar, ¡hic!, soy yo, su jumer, mujer, ¡hic!
– Pero Alfonsina, comadre, ¡de qué hablas!, sólo le digo a Pacorro que puedo enseñarle a preparar brochetas… y si quieres, a ti también.
        – ¡Dios me libre, Julieta, que yo soy una mujer normal, en toda la extensión de la palabra, una mujer de su casa y de su hombro, ¡hic!, hombre!, y si tanto te urge enseñárselas a alguien, pues ahorita tienes un público selecto; a ver qué onipa, opina Gonzalo, tu madiro, ¡hic!, marido. Y nos vamos Pacorro, no sin antes darle su mecerido, merecido… a esta muzerjuela, ¡hic!...
– ¡PPPPPAAAAKKK! –. El sonido del cahetadón dejó a todos helados.
        En su mente, Pacorro revivió ese preciso momento: impulsada por el fuerte, sonoro y seco impacto, la infeliz de Julieta fue a chocar contra un mesero, muy serio él, de cierta edad ya, que en ese momento llevaba una charola repleta de bebidas. Con el encontronazo, al mesero se le desacomodó el copete del peluquín y éste ahora le tapaba una oreja. Mesero y mujer terminaron empapados y en una posición bastante extraña y embarazosa, tirados sobre el suelo justo enfrente del Lic. Gonzalo Alicante, el anfitrión y marido de Julieta, el que en esos inolvidables instantes se encontraba brindando con las altas personalidades de la política local: el rostro del mesero estaba entre las piernas de Julieta, por debajo de la falda, entre las ligas y las medias, mientras que el de ella se había repegado a la entrepierna de éste, a cuyo pantalón, por tanto ajetreo, se la había bajado la cremallera, dejando al descubierto los calzoncillos… y otras cosillas. Julieta no dejaba de exclamar constantes… ¡Ay, pero qué es esto!… de pena, de vergüenza y de humillación, ya que mientras más intentaban desafanarse y ponerse de pie, más se resbalaban, más giraban sobre sus ejes para volver a quedar en tan sui géneris posición. Al ver aquello, Gonzalo y sus invitados intercambiaron miradas, tanto de asombro… como de suspicacia, en especial por los ¡Ay! de Julieta, ya que para más de uno, aquellas exclamaciones no eran de pena… sino de placer, de lujuria, en especial cuando el inocente mesero intentaba acomodarse el peluquín a como diera lugar, con ambas manos. Finalmente, éste se puso de pie, se fijó el peluquín, se subió la cremallera, le tendió la mano a su empleadora, recogió la charola, caravaneó frente a sus patrones, se secó el agua con una servilleta de tela y siguió trabajando con el desparpajo propio del que nada debe.
Pacorro revivió además el accidente que sufrió Alfonsina inmediatamente después cuando, por ir volteando para seguir insultando a la anfitriona, se tropezó con la rejilla de cubierta y cayó al agua con todo y copa de vino… ¡Splash!... Más de dos se habían aventado para rescatarla de las frías aguas del Mediterráneo, entre ellos Pacorro, que esa noche pescó una gripa de pronóstico reservado...
        Los recuerdos se difuminaron en la oscuridad y Pacorro se fue quedando profundamente dormido.
A eso de las tres de la mañana – bueno, más o menos – la rasposa  voz de Alfonsina primero lo despertó a él, y luego a la pareja de recién casados de la habitación 303, justo encima de ellos, arriba del inmóvil ventilador central.
        – ¡Cuánta razón tenía mi abuela Puchi!... –  comentó Alfonsina, convencida –, todos los hombres y algunas mujeres… son
unos ruleteros en potencia; no pueden ver a una mujer guapa, de
buen ver, de carnes firmes y naturalitas porque ya le están insinuando cosas, como aquélla vez en el yate, o como hoy mismo… no, si las mujeres decentes somos víctimas de la lujuria urbana… somos unas corderitas indefensas perdidas en un bosque habitado por lobos jariosos y hambrientos… ¡Hombres, hombres!, ¡cuídenme porque me les voy!, ¡ah, sí, me les voy!… ¿me estás oyendo, Pacorro,?... tú, más que nadie cuídame, porque te me voy.
El ruidito como a globo desinflándose que comenzó a escuchar y a oler el pobre de Pacorro lo obligó a voltearse de ladito. Fue uno largo y agudito, como el sonido que hace el silbato de salida que tienen algunas fábricas antiguas. El hombre también alcanzó a oír unas risillas nerviosas provenientes de la recámara de arriba; clarito oyó cuando la joven mujer le susurraba al marido:
 – ¡Ay, Gil!, prométeme que cuando seas mayor no te vas a comportar como los de ahí abajo, y si así fuera, al menos prométeme, júrame que te vas a ir al baño a hacer tus marranadas, como corresponde a la gente decente.

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