miércoles, 29 de junio de 2011

El chico Gándara

        ¡Riiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnngggggggg!

        – Colegio "El Rapto de las Sabinas", a sus órdenes.
        – Buenos días. Con la directora, por favor, miss Cristina Arreola.
        – Buenos días, ¿Quién la busca?
        – Jorge Fong, servidor.
        – Un momentito por favor, señor Wong.
        – Fong.
        – Hable más alto, señor Wong que casi no le escucho.
        – FONG
        – Así está mejor, señor Wong. Un momentito, es que el chico Gándara ya está haciendo de las suyas con mis peces... ¡Oye, Gándara, déjalos en paz que me costaron una fortuna!
        Una versión medio rap y medio Reggae de "You Light Up My Life" se dejó escuchar por la bocina.
        – ¿Señor Chong?
        – Fong.
        – Sí, mire, dice la directora que no tiene ni la menor idea de quién es usted, y que si vende enciclopedias británicas o tarjetas de crédito plus que no, que muchas gracias.
        – Soy fotógrafo, y ella me llamó a mí.
        – Permítame por favor señor Tong, el chico Gándara está falsificando las boletas... ¡Hey, Gándara, deja eso!...
        En esta ocasión fue "La Casa del Sol Naciente" la que fluía en aquel laberinto de cables hasta desembocar en el oído del fotógrafo.
        – Ay, señor Tong – dijo la voz de la directora, como disculpándose.
        – Fong.
        – Señor Fong, ¡Qué pena!... es que con tantos problemas se me va el Jesús al cielo.
        – ¿Ya se acordó de mí, miss Cristina?
        – Ah, sí, claro... señor... Gong... ¿Podría venir mañana para tomar las fotografías del anuario?
        – Será un placer.
        - Magnífico, entonces...
        – Espere. No me ha dicho qué es.
        – ... Soy soltera. Soy sonorense, y soy Virgo. ¿Algún otro dato?
        – El colegio, miss Cristina, el colegio, es primaria, o secundaria, o...
        – Perdón. Es primaria, mixta.
        – Correcto. Gracias.
        – Me urgen señor Hong. Se nos vino el tiempo encima.
        – Fong. No se preocupe. Conozco de estas cosas.
        – No vaya a colgar, ahorita lo comunico con mi secretaria para que se pongan de acuerdo. La hora, la dirección, en fin, ya sabe.
        – Ya sé. 
        Luego de anotar la dirección del colegio y la hora de la cita, el fotógrafo colgó. Revisó su cámara Nikon. Apartó unos filtros. Seleccionó algunos rollos Fuji y guardó todo en su maleta café, la de cuero, y continuó comiéndose su hamburguesa McDonald´s. Aún no salía de su estupor. Al fin tenía chamba, tras tres meses ociosos, inactivos. Chamba. Divina palabra. Chamba. Dinero. Miró el calendario de Gloria Trevi. Era el 25 de febrero de 2003.
        – Vaya. Ese chico Gándara me trajo buena suerte – dijo.
        Se fue el día.
        Llegó la noche. Llegó también el sueño.
        Amaneció.
        Dieron las nueve de la mañana.
        ¡Ding dong!
        – Adelante  señor Kong – le dijo el prefecto –. La maestra Cristina lo está esperando.
        – Fong.
        ‘Kong Fong comentó el prefecto para sí’ –. ‘¡Qué curioso!, por poquito y es King Kong’.
        Ambos hombres se fueron caminando a lo largo de un pasillo.
        Minutos después, los altavoces dejaban escapar la deliciosa voz de la señora directora, solicitando la inmediata presencia de todo el alumnado en el patio trasero, recomendando guardar completo orden.
        Dicho... y casi hecho... de no haber sido por el chico Gándara, el rubio salpicado de pecas, dueño de la mirada más pícara del mundo de tonos azul mar de Cancún que, desobedeciendo a su maestra, bajó montado en el pasamanos, gritando como sólo lo podrían hacer los vaqueros texanos domadores de potros salvajes en las exposiciones ganaderas, y besando a la fuerza a cuanta mujer osara pasar frente a él; chica, mediana o grande. Bueno, no demasiado grande, como la señora del aseo, Doña Iris.
        Cientos de chiquillos y chiquillas, impecablemente portados, se encontraban formados en fila, justo detrás de sus maestras titulares. Sus uniformes azul, rojo y blanco los hacían parecer soldaditos y soldaderas ingleses. Sus doradas botonaduras despedían manchones pastosos de luz al roce con el Sol matinal que refulgía en el cielo como una gigantesca pepita de oro californiano.  
        La directora presentó al fotógrafo como el señor Long... (el prefecto se sorprendió y exclamó en voz alta ‘¿Kong Fong Long?’... se rascó la cabeza y se metió a su caseta)... y  suplicó a los niños que lo obedecieran ciegamente, ya que el anuario era una cosa seria. A media frase ... "cosa seria"... estalló un cohetón detrás de los del Segundo "B". Mil carcajaditas se elevaron hacia la azulosa quietud de la mañana. La directora fingió indiferencia y se retiró a sus oficinas. El chico Gándara le dedicó una de sus más largas y sonoras trompetillas. La directora actuó como si tampoco hubiera escuchado aquel soez e irrespetuoso insulto, por provenir de quien ella suponía,  provino.
        El fotógrafo cargó sus cámaras, colocó...
        – ¿Ya? – le gritó el chico Gándara, mientras le picaba la panza a Ulises Villalpando, el chico más gordito del Tercero "D".
        ... sus filtros, midió el ángulo de los rayos solares, colocó...
        – ¡A ver a qué horas! – otra vez la voz de pito, que ahora le hacía cosquillas en las costillas con sus propias rosquillas a Susanita Camargo, que terminó haciéndose pipí de la risa, literalmente hablando.
        ... el tripié en la posición idónea y se dirigió a la marabunta de escolapios.
        – Muy bien chicos – les dijo – quisiera que este anuario fuera el mejor de todos. A ver, ¿Qué grupo quiere ser el primero en ser inmortalizado?
        Jamás debió de haber formulado aquella inocente pregunta.
        Un ruido muy parecido al que despiden los tornados californianos en su fase más furiosa retumbó por todo el colegio... ¡EL NUESTROOOOOOOOOOO!      
        Comenzó el caos.
        El chico Gándara sonreía, satisfecho, como intuyendo la diversión que se avecinaba. De entrada le embarró un moco a Cecilia Hurtado, en pleno cachete. La pobre chica no supo qué hacer. Se quedó impávida.
        Unos corrían para allá. Otros para acá. Otros más en dirección indefinida, seguidos por sus atribuladas profesoras. Una niña de frenos y anteojos redondos, de plano se fue hacia la resbaladilla, pero un chico le bajó la falda y echó a correr falda en mano por todo el patio, seguido de la dueña de la prenda, que no encontraba cómo taparse sus calzones rosas con corazoncitos. Otra columna de chicos se encaramó en los pasamanos y los columpios. Un niño de primer año creyó que había llegado la hora del recreo y, obedeciendo una señal del chico Gándara, para pronto se tiró un clavado en el arenero. Tres chiquillas pecosas se acercaron al fotógrafo para formularle un rosario de preguntas técnicas acerca de los filtros, los rollos, las cámaras y las fotos ideales.
        – Oiga, ¿Las cámaras fuman?
        – Claro que no, niña.
        – ¿Entonces por qué tienen filtro?
        – Lo que sucede es que...
        – Las cámaras tienen miopía y astigmatismo? – le preguntó la  niña cuyos anteojos parecían dos telescopios de alta potencia.
        –... ¿Miopía?
        – Sí, por lo de los lentes, ji, ji, ji – se rió, dejando al descubierto el par de dientes de castor más grandes que el señor Fong había visto en toda su vida.
        – No, miren, mejor váyanse a formar porque...
        – ¿Su cámara tiene balas? – le preguntó la niña de la  Barbie en brazos.
        – ... ¿Balas?
        – Es que a mi papá le encanta disparar con la suya.
        – No, niña, las cámaras disparan otro tipo de cosas.
        – ¿Balas de salva? – preguntó  la dientona.
        – Mejor váyanse a formar, en serio.
        Diez minutos después, las maestras parecían sobrevivientes de algún maratón de baile de Chicago. Los niños, sin excepción, parecían Ben Turpins, tras haber sido salpicados de lodo por las llantas del auto de Laurel & Hardy. Exhausta, una maestra joven decidió encaminarse rumbo a la dirección. Una cáscara de naranja, impulsada por una liga, rebotó de lleno sobre el pedazo de falda que cubría su glúteo izquierdo. El chico Gándara se llevó ambas manos a la espalda y fingió ver hacia la estratósfera mientras se guardaba la liga en la bolsa izquierda del pantalón.  La maestra se sobó discretamente sin dejar de buscar de reojo al autor de la fechoría. Los alumnos rompieron filas de nuevo. Un muchachito peinado como Moe, el de los Tres Chiflados, empezó a patear la tierra, levantando minúsculos cañonazos de polvo. El chico Gándara, la pesadilla de más de veinte, incluyendo a sus señores padres y a su hemana Margo, pasó junto al Moe y le propinó tremendo zape. Como consecuencia del impacto, el chico Moe quedó como Alfalfa, el de la Pandilla, con un gallo súper parado.
        Dos mocosos más pegaron la carrera hacia los baños. La maestra joven regresó de la dirección, sobándose aún.  Les dijo algo a sus alumnos acerca de los exámenes finales y todos improvisaron un descomunal ¡BBBUUUUUUUU!, dirigidos, claro, por el chico Gándara, que le daba de latigazos tronadores con su corbata azul marina, muy cerca de los senos, a miss Gloria, que corría desaforada en busca de auxilio.
        Al hacer el recuento, otra maestra comprendió que le faltaba un niño. Fue por él hasta el arenero. El chico parecía minero. Tenía tierra hasta en la lengua. En cuanto se formó, escupió a su compañerita de la izquierda y ambos rompieron en llanto. La maestra miró al cielo, harta.
        Decenas de ¡Clicks! resplandecían como descargas eléctricas a escala. Brotaban de la parte superior de la cámara. Cuando el fotógrafo decía "sonrían", los niños sacaban la lengua, siguiendo el ejemplo del chico Gándara. Cuando decía "quietecitos", las criaturas se movían, se balanceaban, oscilaban, como péndulos de reloj de pared. Cuando les pedía que no cerraran los ojos, hacían todo tipo de muecas; el primero de todos, el chico Gándara. Cuando le pedía a equis niño que se peinara, los demás se despeinaban. Cuando le pedía a otro que se arreglara el cuello de la camisa, los otros se desfajaban. En fin. Una sesión de antología.
        Algunas horas después. Varias, de hecho...
        – ¡Listo! – dijo al fin...pero como si hubiera dicho... ¡Rompan filas!
        Todos, absolutamente todos los niños se desperdigaron en todas direcciones, gritando como comanches al rodear alguna caravana, seguidos por sus afligidas titulares, cuyas órdenes tenían la misma autoridad que el piar de un pollito recién nacido frente a una boa hambrienta. El tratar de controlarlos era como tratar de detener una estampida de búfalos rabiosos, capitaneados por el gran búfalo blanco...el chico Gándara, que ahora se hacía carrito sobre la espalda de una maestra norteamericana que impartía clases de inglés, que no daba crédito a lo que estaba pasando.
        ¡Get off, you bastard!... Do you hear me?... ¡Get offffffaaaaaaaahhhhhhhhhhhh¡ . Mexicanito y americana azotaron como viles reses.
        El chico del escupitajo de tierra, ya más calmado, de pronto se sintió topo. Se fue hasta el arenero y comenzó a enterrarse en vida. Su maestra trataba de rescatarlo, pero el chico se hundía, aleteando como caguama asustada. El rostro,  el cabello y el traje de su maestra quedaron en calidad de cascajo, por no mencionar los de la criatura.
        El fotógrafo cerró sus maletas, se despidió de algunas maestras, de la directora, y partió a su estudio a revelar aquellos rollos, no sin haber sentido en la nuca el sello de la casa: un  certero ligazo de cáscara de naranja.  ¿El autor?
Ni para qué mencionarlo.
        Una tarde más pasó lista y se retiró.
        El señor Fong trabajó toda la noche.
        Al ver las fotografías que iba revelando comprendía que aquello era una especie de rompecabezas sin principio ni final. Trató de ordenarlas coherentemente. No pudo. Las guardó en el interior de un sobre color marrón y se fue a dormir, aunque fuera unos cuantos minutos.
        Esa madrugada, el señor Fong soñó con niños gritones, chillones, traviesos. Todos ellos rubios. Todos ellos pecosos. Todos ellos pícaros. Todos ellos de ojos azules.  Todos ellos con ligas. Todos ellos chicos Gándara.
        Despertó y agradeció al cielo su soltería. Se bañó. Desayunó cualquier cosa y salió de su casa estudio. Un taxi. El chofer le recomendó una receta para las ojeras, a base de semillas molidas de sandía.
        Llegaron. Pagó. Tocó el timbre. Lo recibió el prefecto, vestido con el mismo traje, camisa y corbata del día anterior. Recorrieron el mismo pasillo. La secretaria de la directora le ofreció un café en lo que lo recibía su jefa. La voz de la directora, amplificada diez mil veces en las bocinas que daban al patio, haciendo retumbar las paredes, ahora citaba al profesorado, de inmediato, en la sala de juntas.
        El café sabía raro... tanto, que el fotógrafo tuvo de escupirlo; alguien había puesto sal en la azucarera. Alguien. ¿Quién?
        El fotógrafo miró la pecera. No había un solo pez retozando en aquellas aguas. En el fondo descansaba el sello oficial de la escuela.
        – El chico Gándara – pensó mientras se metía una pastilla Certs a la boca.
        Tres minutos después, decenas y decenas de fotografías cubrían  la bien pulida superficie de la mesa oval de la sala de juntas.
        Dio inicio la prueba de reconocimiento.
        – Esa soy yo – dijo una maestra – pero esos no son mis alumnos y ese no es mi grupo.
        – Estos sí son mis alumnos – dijo miss Gloria – pero esa no soy yo.
        – Esta ni soy yo ni esos son mis alumnos, pero sí traen el banderín del Quinto "D".
        – ¿Este alumno africano es nuevo? – preguntó la directora, lupa en mano.
        – No, señora directora – respondió miss Clara – no es ningún africano, es el niño Arizmendi, el topo del arenero.
        Al ver su fotografía, miss Patty lloró: un chico le había puesto cuernitos con una mano y le hacía una seña obscena con la otra. Detrás de ella, otro de sus alumnos había hecho una imitación perfecta del Hombre Lobo, y la miraba, babeante. 
        – El chico Gándara ya los contaminó a todos. ¡Qué espanto! – dijo.
        – ¿Ayer hacía mucho viento? – preguntó de nuevo la directora, tratando de suavizar la situación.
        – No miss Cristi – contestó miss Carmen – todos se despeinaron adrede, siguiendo el ejemplo del chico Gándara. Son unos vándalos.
        – ¡No es posible! – exclamó miss Marta – ¡Este chico sale en todas las fotografías!... ¿Alguien lo reconoce? – preguntó y pasó las fotografías.
        – ¡Tenía que ser el chico Gándara! – dijo miss Lorena – ¡Este sí es un ‘Panchito’. Peor. Un Hooligan!... Tuve que subirle la bragueta en tres ocasiones.
        – Oigan – preguntó miss María – Ya revisé todas las fotografías y no aparece Sara, la niña del catarro eterno.
        – ¿A ver? – dijo miss Beatriz. Miró un racimo de fotos y se detuvo –. ¿No es la que está pintando caracolitos, junto al chico Gándara?
        Miss María revisó la instantánea. – No – dijo – no es Sara, es María Miriam, la marimacha.
        – ¡Qué es esto¡ – preguntó la directora, francamente asustada.
        – Permítame – le pidió miss Claudia y miró la fotografía. La directora le prestó su lupa. El chico Gándara había logrado salirse con la suya en eso de bajarse el zipper. Además, le había subido la falda a la niña más estudiosa del colegio, Ofe Alós, la cual mostraba sus pantaletitas color durazno, ajena a las barbaridades de su compañerito.
        – ¡Qué horror! – exclamó miss Silvia al ver al chico Gándara jalándole la cola de caballo a la de los descomunales dientotes de castor. – A ese chico Gándara deberían de fusilarlo.
        – ¿Ya lo vieron en esta? – preguntó miss Clara y le pasó la fotografía a una compañera. El chico Gándara besaba en la boca a la pelirroja del aparato auditivo. Junto a ellos, otro chico había hecho una bomba de chicle tan grande que era imposible reconocerlo.
        Nada. No había una sola fotografía decente. Cuando el fotógrafo propuso otra sesión... siete maestras amenazaron con renunciar. Dos más enmudecieron. Una se santiguó. Dos más sufrieron un conato de histeria. Las restantes fueron atacadas por un súbito e incontrolable ataque de risa, con temblorinas, sudores y espasmos. La directora cacheteó a las más afectadas con nulos resultados.
        – ¡No, por favor! – suplicó miss Silvia.
        – No quiero volver a ver al chico Gándara jamás en mi vida – exclamó miss Clara jalándose los cabellos, como poseída.
        – Ese chico Gándara nos va a sacar canas a todas.
        – ¿Nos va a sacar? – preguntó miss Sonia en tono sarcástico y les  mostró un mechón blanco escondido junto a la coronilla. De pronto, un misterioso  e incontrolable tic de nervios le atacó el ojo derecho.
        – Algo hemos de haber hecho en la otra vida para que ahora lo paguemos con ese monstruo – dijo miss Gloria muy seria.
        – ¡Algo… imperdonable¡ – concluyó convencida miss Carmen.
        – Antier puso un globo pedorrero debajo de mi cojín. Fue horrible. Todos mis alumnos se burlaron de mí hasta el cansancio – dijo misss Gloria –no saben qué vergüenza pasé.
        – Voy por ese chico Gándara – dijo la directora –. Ya me tiene hasta el copete. Creo que ya es hora de que alguien le ponga un hasta aquí. Si no lo hago ya, si no lo paro hoy, su próxima víctima voy a ser yo, y eso es algo que no puedo permitirle a nadie, muchísimo menos a un mocoso de su edad.
        – Está en el Cuarto "C" – le advirtió miss Sonia.
        – Conque en el Cuarto "C" ¿Eh? Vaya, vaya dijo la directora entornando los ojos. – Con su permiso, señor Hong –. La directora abandonó la sala de juntas dando un portazo. Las maestras se miraron entre sí.
        Ninguna de las profesoras la había visto nunca tan enojada, tan decidida. El fotógrafo no entendía nada de todo aquello. Peor aún. Empezó a sospechar que su trabajo no había servido de nada, por lo que su ansiado, soñado y jugoso cheque se le esfumaba en la mente; y todo gracias al chico Gándara.
Sonó su celular. Requerían su inmediata presencia en la Escuela Primaria "El Faro de Alejandrita", institución privada, para tomar las fotografías del anuario. El fotógrafo cerró su maleta, se despidió de las maestras y se retiró, pidéndole a las profesoras lo despidieran de miss Cristi.
        Las mártires del magisterio mexicano intercambiaron opiniones.    
        – ¡Mínimo que lo ahorque!
        – ¡Estaba guapo!... ¿No?
        – Desgraciadamente... dudo que lo haga.
        – ¡Para nada!... Un gordito parecido a Marlon Brando y ya.
        – ¡Ayyy!... Ruéguenle a Dios que por lo menos lo expulse.
        – Fotógrafo. ¿Cuánto puede ganar un fotógrafo?
        – O que lo suspenda un año.
        – ¡O mil!
        – Pues por lo menos el doble o triple que un profesor de primaria.
        – Por mí, que le dé unos buenos manazos con la regla metálica.
        – Yo opino igual. Tengo pesadillas por él. Es horrible.
        – Pues a mí sí me gustó, la mera verdad.
        – Por su culpa volví a fumar.
        – Yo le debo mis idas al sicólogo.
        – A mí me salen ronchas nomás de verlo.
       
        Arriba, en el Cuarto "C" el chico Gándara no despegaba la vista de su más reciente broma. Todos sus afligidos y azorados compañeritos tampoco perdían detalle y exclamaban pequeños ¡Ohhhhs! de asombro cada vez que el viento movía apenas la entreabierta puerta. La cubeta (de las de  plástico, de las amarillas, de las de asa semicircular de metal), y llena de pintura roja hasta el tope, se balanceaba peligrosamente junto al rosetón de la puerta, en espera del clásico despistado o despistada que, según el chico Gándara, no tardaría en abrirla, en empujarla tantito, nomás tantito.
   

                                      El chico Gándara

                                       Un aplauso escrito
                                       a todos sus émulos.

                                       Ignacio E. Jaime Priego.
                                       Junio de 1993.

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