miércoles, 29 de junio de 2011

Ojo con el Eje

I

Ejes Viales.
Se llaman así porque al circular por ellos, al transitar a lo largo y ancho de ellos, al avanzar sobre ellos, ves a todo el mundo: ‘vi a Les (Leslie)’; ‘vi a tu suegra’; ‘vi a Anita’; ‘vi a Vicky’ (por cierto que no iba con su marido, sino con lentes oscuros, y con un jovencito muy raro, entre Emo, Dark, cantante de rock, y mohicano).
Tu vida gira alrededor de ellos, verdaderos ejes de tu existencia, ya que un mexicano pasa más tiempo en ellos... que en su oficina, casita, o camita.
Y precisamente a ellos, a los Ejes Viales, debo una de las experiencias más deprimentes, humillantes, ridículas, penosas, vergonzosas, grotescas y absurdas de mi existencia. Hará cosa de un mes, al salir de la agencia de publicidad en la cual laboraba, tocome (o sea, me tocó, pues) el alto en el cruce de la calle de Salamanca con la Avenida Chapultepec.
¿Qué hice? Lo usual en esos casos: frenar, sobre todo porque estaba lloviendo y el piso mojado es muy peligroso, y esperar el verde, como hace todo el mundo, pensando en la inmortalidad del cangrejo.
Cuál no sería mi estupor al escuchar una rítmica serie de claxonazos provenientes del coche de al lado, un Datsun rojo viejísimo, cuyo conductor me hacía señas con la mano. Pensé mil cosas a la vez: un secuestro express; un despistado; alguien buscando una calle; algún cobrador; un primo mío. Segundos después, tras afocar mis miopes y astigmáticos ojitos, detrás de las gotas de lluvia me topé con una cara que me sonreía igual que te sonríe la Mona Lisa, la del museo francés o la de la caja de cerillos La Central que para el caso es lo mismo. Miré a mi alrededor y sí, era a mí a quién saludaba, ya que de momento éramos los únicos seres humanos en el área. Me concentré. ¡Bingo!... Era el rostro de un compañero de la primaria, cuyo nombre escapa a mi memoria, pero cuyos actos vandálicos siguen grabados en las profundidades de mi masa encefálica.
 ¡Hola, Jaime! – me dijo mientras bajaba el cristal izquierdo de su vehículo -. ¿Te acuerdas de mí?
 ¡Claro!... ¡Cómo olvidarte! – le respondí, y en cuestión de segundos, mi mente comenzó a revisar varios archivos mentales... ¿Schleback?... ¿Ortigosa?... ¿Mendoza?... de hecho, mi mente barajaba los nombres como dealer de las Vegas... ¿Goñi?... ¿Smeke?... ¿Cohen?...
 ¿Cómo has estado? – me atacó de nuevo y se apeó, aprovechando la eternidad roja del semáforo.
 Bien, gracias – le respondí, consciente de que la nobleza obliga, por lo que, muy propio, hice lo propio.
... ¿Arce?... ¿Lamadrid?...
Nos dimos un fuerte abrazo bajo aquél intenso chipi-chipi.
 No has cambiado nada, Jaimito – me aseguró.
 Pues tú sigues idéntico – le respondí.
Juntos recordamos algunos pasajes del terrorismo infantil que se practicaba en el Mexico City School, allá por 1963. Inmediatamente después, ambos, hechos un mar de sonrisas, regresamos a nuestros autos.
Arrancamos.
Nos detuvimos en la calle de Durango.
Reiniciamos nuestro coloquio, de ventanilla a ventanilla.
–¿Y qué haces?
 Esperando el verde... ¿Ponce?... ¿Medrano?...
 Me refiero que a qué te dedicas.
 ¡Ah! vamos, el esposo de Paquita, digo, a la publicidad... ¿González?... Camhi?
 Qué bien; yo soy médico.
 Uy, felicidades... ¿Rodríguez?... ¿Leites?
 Oye Jaimito, deberíamos de vernos más seguido, hace ya tantos años que...
Un sórdido claxonazo trasero nos cortó la inspiración; era un frenético Pesero. Apenas un segundo antes, el semáforo nos había comenzado a mostrar su faceta verde.
En lo que metíamos primera, mi ex-compañero y yo nos analizamos mutuamente. Qué mentiroso se vuelve uno con los años, no cabe duda. Eso de ‘tú estás idéntico’ es de una crueldad infinita, similar al ‘y tú no has cambiado nada’... ¡Qué cinismo, por Dios!
Nos despedimos de nuevo y avanzamos.
Al llegar a Yucatán e Insurgentes detuvimos nuestros coches ante la ya esperada luz roja. Continuamos con nuestra charla.
–¿Traes con qué escribir? – me preguntó.
 Sí, claro – le respondí a... ¿Manjarrez?... ¿Azpeitia?... no, esos son de la secundaria.
 Anota mis teléfonos – me pidió y me los dictó.
 Al tratar de escribir sus números, vi con horror que mi pluma no escribía, así que tuve que fingir el numerito de escribir los numeritos telefónicos.
 ¿los anotaste todos? – me inquirió.
 ¡Todos! – le dije, y decidí tentar a la suerte. – Si quieres te los repito.
 No es necesario, además, ya no da tiempo; ya se puso el verde... y ahí viene el Pesero, pero llámame, ¿O.K.? – me solicitó.
– Por supuesto que lo haré. Adiós... ¿Ponce?
Pusimos primera y arrancamos, una vez más.
Recordé que, de hecho, él y yo nos llevábamos bastante mal... ¿Reséndiz?... ¿Ochoa?... ¿Pérez?... Incluso, en cierta ocasión estuvimos a punto de llegar a los puños y en otra sí llegamos. De tremendos derechazos, él me sacó un chichón en la frente y yo le inflé una ceja, en el salón reservado para los trabajos de manualidades, dando al traste con la ya de por sí pésima relación. Y ahora, casi 30 años después, la vida y los Ejes Viales nos ponían frente a frente una vez más.
Ambos agitamos las manos en señal de despedida. Recordé con cierta claridad cuando colocó un compás abierto en el asiento del pupitre del compañero de enfrente (un tal Romero); el pobre infeliz tuvo que ser llevado a la enfermería, arponeado con su propio compás. Toda la escena volvió a pasar, como si fuera el rollo de una película vieja, en colores sepia; rollo bastante corto éste (ha de haber sido un 8 milímetros) por cierto, ya que las imágenes se difuminaron en un santiamén.
Todo iba bien... hasta llegar al Viaducto. De nuevo, nos tocó el rojo, el maldito rojo (un pensamiento filosófico me llegó a la mente: si en vez de... ¿Góngora?... o de ¿Aréchiga?... hubiera sido Dora, la mujer más hermosa de la Preparatoria 8 la conductora de ese destartalado Datsun, de segurito nos habrían tocado todos los semáforos en verde, desde Salamanca y Chapultepec, por lo que ni siquiera la habría yo vuelto a ver; pero así es la vida de caprichosa, a veces).
Intercambiamos sonrisas y prometimos hablarnos por teléfono, vía mímica, ya saben, manita haciendo cuernito largo, y asintiendo con la cabeza, junto a la oreja. Su sonrisa seguía tan maquiavélica como siempre. Había algo de burla y de sorna debajo de aquellos rasgos de inocencia de... ¿Macías?... ¿Martínez?... ¿Licona?
Luz  verde.
–... ¿Jaime?... ¡No, ése soy yo! –  pensé.
Aceleramos al mismo tiempo.
Una cuadra después, en Obrero Mundial, tuvimos que volver a frenar. Nos vimos de reojo y los dos levantamos nuestros pulgares, como Césares Romanos perdonavidas, como diciendo... ¡Todo perdonado!... ¡Qué suerte y qué gusto el haberte encontrado después de todos estos años!
Par de hipócritas.
Yo lo definiría como ‘burro’; siempre copiando en los exámenes; siempre haciendo la tarea de ayer, hoy, en el somnoliento y gélido viaje matutino del vetusto camión amarillo de recolección escolar; siempre pidiendo libros prestados. Mi cerebro me proyectaba imágenes borrosas.
Luz verde. Y va de nuevo... ¿Sevilla?... No, a ése creo que ya lo dije; el buen Rafael Sevilla... ¿Qué será de él?
Al llegar a División del Norte nos esperaba otro semáforo en rojo. Nuestros autos estaban lado a lado, frente a la franja peatonal. Yo hice como que recogía algo del piso... ¿Landazábal?... ¿Galicia?... ¿Santiago?... ¿Lázaro?...
Recordé las tardes cuando nos quedábamos en los patios de la Mexico a practicar béisbol y recordé que... ¿Beja? ... ¿Thome?... ¿Manzanilla?... tenía de deportista lo que Al Capone de sensible; se presentó una tarde para no presentarse más.
Luz verde.
Pusimos primera, segunda, tercera.... y Oh, oh... luz roja.
Yo me zambullí en la parte trasera del vochito, y mi ex-compañero hizo como que estaba tratando de sintonizar Radio Vaticano, o algo así.
Y la luz seguía en rojo. Vaya desesperación.
Cuando vimos la luz verde, arrancamos como dragsters. Al llegar a Ángel Urraza... volvimos a detenernos. Yo me bajé dizque a revisar si no traía una llanta ponchada y él... ¿Alberti?... ¿Juárez?... ¿Samaniego?... hizo hasta lo imposible por alinear la antena de su Datsun con las Pléyades. Ni él ni yo nos volteamos a ver. El silencio era sepulcral, enmarcado en tonos rojizos. Regresamos a los autos. Entonces vi que el suyo no tenía antena, y seguramente él vio que mis llantas estaban perfectamente bien infladas.
Luz verde.
¡Zooooooommmmmmmmm! Dos bólidos tratando de romper la barrera del sonido.
El gusto nos duró poco. Al llegar a Matías Romero, el horror; luz roja. Cuando ambos coches se detuvieron, la zona olía a caucho quemado, hasta podíamos ver el humito.
Otra eternidad lado a lado.
Para colmo de males, más adelante, la calle estaba cerrada, por reparaciones telefónicas, o en las tuberías del agua, o algo así, por lo que ambos debimos tomar la desviación por Pilares, a fuerzas. Vi por mi espejo retrovisor. De no haber venido coches, fácil me hubiera yo ido en reversa hasta Chapultepec, lo juro.
Llegamos a Pilares, y dimos vuelta hacia la izquierda.  Desaceleré.
Un rayo de luz me iluminó y permití que... ¿Rosas?... ¿Enríquez?... ¿Hurtado?... se adelantara un poco, digamos, unos 500 kilómetros. No sirvió de nada. Al llegar a la calle en la que vivo estábamos otra vez al parejo.
Avanzamos por esa calle (pero me seguí de frente por miedo a que... ¿Velázquez?... ¿Mayo?... ¿Zorrilla?... descubriera mi guarida y me cayera de sorpresa cualquier tarde, o noche, o fin de semana, con uno de sus compases abiertos (como bailarina de ballet en split). Al llegar a Amores nos esperaba el semáforo en... adivinen el color: ¡Lotería!... rojo. A... ¿Silva?... ¿Orozco?... ¡No, Miss Silva era la directora del Mexico!... le dio un súbito ataque de tos, y yo decidí medir la temperatura del aire con el dedo índice de mi mano izquierda.
Otro gajo filosófico me llegó de pronto:
“La duración de la luz roja de los semáforos es directamente proporcional a tu grado máximo de ansiedad en determinado momento, lugar y situación”.
Ambos comenzamos a sudar como gordos en sauna al llegar al semáforo de San Lorenzo, el que estaba, claro, en rojo, como el Infierno.
Ahí estábamos. Dos amigos (es un decir) que no se han visto en años, lado a lado, juntitos, uno a la derecha y el otro a la izquierda, momentáneos vecinos viales, tratando de no volver a verse en siglos; dos ex - compañeros convertidos en dos perfectos extraños. Al igual que la luz del semáforo, yo también estaba rojo de vergüenza, de ira, de rabia, de impotencia, de coraje y de humillación, y me imagino que mi ex-compañero estaba en las mismas.
Simulé estar muy interesado en la arquitectura de la casa de la esquina y... ¿Pacho?... ¿Montes de Oca?... parecía sumamente atraído por el estudio de la estratósfera.
La luz verde. ¡Ahhhhh! El alivio mental. El Kamasutra vial. La liberación espiritual. La paz interior. El amor propio y la dignidad navegando hacia mar abierto.
Llegamos a Félix Cuevas. El mundo se hizo rojo, rojo, rojo (al menos el mío).  – ‘¡No puede ser!... Algún gnomo debe de haber sincronizado todos los malditos semáforos de la ciudad esta fatídica noche’ – pensé entonces, y lo sigo pensando.
De reojo vi que... ¿Guerra?... ¿Montoya?... ¿Bedoya?... ¿De la Hoya?...me veía de reojo.
¡Vaya vergüenza! ¡Vaya pena!
Aquello no podía continuar así. Dos miserables seres humanos atrapados en un estúpido vórtice nocturno. Durante cierto fragmento de tiempo, una millonésima de segundo, o algo así, nuestros ojos se cruzaron y se repelieron como imanes de polos iguales, ambos negativos, a propósito. Pensé doblar a la derecha. Así lo hice. Por el retrovisor vi que... ¿Barosio?... ¿Berea?... se seguía de frente. Bendito sea Dios.
Me sentí en Xanadú; o en Shangri-La; o en el Edén; o en el Olimpo; o en el Paraíso; o en el Nirvana.
¡Volví a nacer!
Podía yo voltear para cualquier lado. Podía reír y respirar. Puse un cassette y Jeff Lynne y yo cantamos a dúo ‘Ticket to the moon’.
Al llegar a Insurgentes, un servidor parecía bongocero de la Matancera de lo contento (al menos es la imagen que  reflejaba el espejo retrovisor cuando lo veía). Viré a la derecha sobre la avenida más extensa del mundo. Todos los autos me rebasaban. No me importó. Es más; me agradó. – Pasen, pasen, anden, pasen – decía yo, lo que nunca.
Llegué de nuevo al Eje Vial de Ángel Urraza.
Jamás lo debí de hacer. Ahí, en la esquina de Martín Mendalde...estaba... ¿Guerrero?... ¿Barrón?... ¿Bringas?...
¡No!, Bringas es mi cuñado...
Traté de tranquilizarme: –  ‘Cálmate, a lo mejor es un Datsun del mismo modelo, del mismo año, del mismo color; vamos, hasta con la misma salpicadera hundida’  –.
No fue así. Era él, como quiera que se llamara; no había duda... me bastó verle el perfil.
Se me heló la sangre.
Ya no pude más. Miles de gotitas ácidas estallaron en mi cerebro y me salpicaron el hígado. Me brotó lo kamikaze. Aceleré. Cuando comprendí que no libraría el semáforo de Gabriel Mancera, pisé todo el acelerador, es más, sentí la pelusa de la alfombrita. Libré el cruce por tantito, en medio de claxonazos, rechinones, patinazos sobre el húmedo piso, mentadas, recordadas y chifladas. Me valió. Me enfilé sobre Aniceto Ortega y pasé Tlacoquemécatl hecho un verdadero bobsled. Llegué hasta mi destino inicial, y en el tiempo récord de 13.8 segundos, cronómetro en mano... apagué el auto, salí del mismo, abrí las reja, entré a la casa, abrí el garaje, me subí al auto, lo encendí de nuevo, lo metí en reversa, cerré las puertas, entré de nuevo a la casa, y apagué todas las luces. Vigilé media hora, un ratito en esta ventana, un ratito en aquella otra.
Nada.
Desde entonces procuro tomar las calles aledañas a los Ejes Viales, no vaya a ser que el día menos pensado me vuelva yo a topar con... ¿Urrutia?... ¿Loyola?... ¿Benítez?...

                                              II

Esa misma noche, sin embargo, ya en camita, con la taquicardia cediendo en forma gradual, me quedé meditando, y varias dudas me asaltaron (afortunadamente no se llevaron nada).
Aquél encuentro tan desangelado con sepa Dios cómo se llama (al que por cierto no le he hablado y quien por cierto tampoco me ha telefoneado, gracias al Cielo)...
...¿Habrá sido  producto de la casualidad, del azar, del destino?...
...O habrá sido un plan con maña, ideado en las malignas mentes de unos seres aparentemente inofensivos, pero que en realidad son unos monstruos cibernéticos.
Tras mucho meditar, y reflexionar, y pensar, y analizar, creo que le he dado al clavo, como lo hiciera Roy Thinnes en su papel de David Vincent, en la serie ‘Los Invasores’, en los años 60:
Los semáforos no son lo que parecen (y las cámaras del segundo piso entre San Ángel y el Eje 6, tampoco).
Y tan inocentes que se ven ¿Verdad?
Tan quietecitos ellos.
Cumpliendo su trabajo sin quejarse, mañana tarde y noche, sin vacaciones, sin prestaciones,  sin sueldo, sin bonificaciones... sin nada; vamos, hasta sin organizar marchas y sin recibir su mantenimiento (que en realidad no necesitan).
Verde, amarillo y rojo: ahora puedes pasar; fíjate si pasas, y ahora no puedes pasar. Así de sencillo, así de simple.
Sí, cómo no.
A mí no me engañan.
Los semáforos, los inofensivos semáforos, son en realidad seres de otro planeta, esperando el momento oportuno para atacarnos, para apoderarse del nuestro, y luego del universo, deshaciéndose primero, poco a poco, de quienes como yo, ya hemos descubierto su secreto, ya hemos resuelto el enigma, ya hemos armado el rompecabezas.
¿No me creen?
La próxima vez que dos (o más) coches choquen en la esquina de su casa, no se una a la bola de morbosos escucha-quejidos, o mira-heridos, o atestigua-golpazos, no; acérquese a cualquiera de los semáforos, como no queriendo la cosa, como por casualidad... y los escuchará burlarse, y felicitarse unos a otros.
No lo dije antes, pero aquella fatídica noche que antes les narré, en cada alto del camino, me parecía escuchar sus metálicas vocecitas dando órdenes, instrucciones. Estoy seguro que sus comunicaciones son muy parecidas a esto:
...‘Hey, camarada de San Lorenzo y Coyoacán, acaban de estar aquí un Vochito azul y un Datsun rojo. Fallé en mi intento por enloquecerlos, pero van hacia sus coordenadas, camarada, así que cuando los vea venir... póngase en rojo, como va, y pásele la voz al camarada de Coyoacán y Félix Cuevas, para que a su vez, éste le pase la información al camarada de Félix Cuevas y Adolfo Prieto’.
Vamos asincerándonos:
¿Quién de ustedes no ha salido de su casa rumbo a una cita no particularmente agradable, o reunión, o junta de consejo, o cena con la ex-mujer, y le han tocado absolutamente todos los semáforos en verde, desde el punta A hasta el punto B?
O por el contrario... ¿A quién de ustedes no le han tocado todos los semáforos en rojo cuando su vejiga está apunto de reventar como globo de fiesta infantil, o cuando el contenido de sus intestinos amenaza con tapizar el asiento del conductor, en cualquier momento tras hacerse cenado tres platones hondos copeteados de pozole rojo en casa de los compadres?
Como verán, la crueldad de los semáforos no conoce  límites.
Ahí está el de Pilares y Nicolás San Juan, en la colonia del Valle, por ejemplo. El muy cerdo te ve venir y de inmediato se pone en rojo, en especial si vienes circulando sobre Pilares. Y ahí te deja las horas. Baja el cristal de tu lado y, si la noche es clara y tranquila, serena y callada… lo escucharás reír, te lo aseguro.
Hay más.
Como en todo, hay rangos, y los semáforos no son la excepción.
No es lo mismo un triste semáforo raso de pueblo, que tiene a su mando las dos circulaciones, de norte a sur, o de este a oeste de la calle Rododendro del pueblo de San Juventino de los Nopales, que todo un Semáforo General de Cinco Estrellas, como los que se encuentran enclavados en las grandes avenidas y boulevares de las grandes urbes, y que tienen a su mando el convergente fluir de cinco sentidos, cada uno con vuelta a la derecha, a la izquierda, vuelta en U, y retorno.
Lo único que tienen en común todos ellos... es La Gran Misión; conquistar el mundo, al igual que Pinky y Cerebro, sólo que éstos son personajes de caricatura, mientras que aquéllos... son nuestra peor pesadilla.
El de Avenida de la Paz e Insurgentes, por ejemplo, tiene la tarea de desquiciar a los automovilistas, ya que saben que un conductor de esas características, sobre todo en viernes de quincena, lluvioso y atestado a más no poder, es capaz de pasarse el alto, llevándose entre las patas (en este caso entre las llantas) a dos que tres mortales, facilitándole la tarea a los seres metálicos tricolores. Son tan insensibles, que a veces, cuando tienen flojera, hipnotizan a los policías de crucero para que éstos manejen los cambios de luz a su antojo, creando auténticos holocaustos viales. Claro, los frenéticos claxonazos ahogan las diabólicas carcajadas de los sádicos metaloides.
Hoy tengo la absoluta seguridad de que cada semáforo tiene asignado a un mortal, a un humano, al que deberá escabecharse en cuanto éste se descuide. Mi verdugo, por ejemplo, es el que está en el cruce de Periférico y Barranca del Muerto. En cuanto me ve venir, cambia del verde al rojo, o viceversa, así, sin tomarse la molestia de pasar por la amarillenta preventiva. Varias veces estuve a punto de chocar fatalmente, lo reconozco, pero afortunadamente he logrado sobrevivir a sus intentos de asesinato, asesinato que por cierto quedaría impune... ¿Qué detective, qué agente del ministerio público, qué juez en sus cinco sentidos, iba a sospechar de un vulgar semáforo?... Ninguno; lo que además nos dice mucho de la inteligencia criminal de estas chatarras pensantes.
Si aún no me ha matado mi sicario, es porque, desde que lo sé todo, desde que descubrí el pastel, evito pasar por esas coordenadas, sobre todo de noche, cuando no hay testigos.
Sin embargo, creo que pronto me van a reasignar otro, más malévolo, más certero, más indolente.
Pero, no todo está perdido.
Sólo hay una forma de evitar el exterminio masivo de seres humanos a manos de las legiones semaforiles:
Mi intuición me dice que encontrando, ubicando y destrozando al Hitler de todos ellos, es decir, a su líder supremo (que puede estar en cualquier esquina, en cualquier crucero urbano del mundo, incluso disfrazado de semáforo pueblerino), los demás semáforos no sabrían cómo actuar, y la amenaza desaparecería de la faz de la Tierra.
¿Qué es lo que hay que hacer?
Yo se los voy a decir, antes de que sea demasiado tarde.
Cada miembro de cada familia debe comprar una escopeta recortada de doble cañón, y una caja de balas expansivas. Luego, hay que organizar pelotones por calle, por cuadra, por colonia, por delegación política, por ciudad, y por país. Y entonces sí, una vez integrados los pelotones humanos de todo el mundo... ¡A terminar con todos ellos, hasta deshacernos del último!
Recomiendo hacerlo por las noches, que es cuando los muy desalmados dormitan (haciendo titilar su odioso color amarillo), ya que en esa situación, en ese estado, su poder de reacción es nulo, o mínimo.
No hay de otra.
Cualquier noche de estas, me voy a armar de valor... y voy a poner el ejemplo.
Si en los noticieros matutinos de estos días, alguno de ustedes escucha la siguiente noticia:
“Anoche, un loco disparó contra el semáforo de Barranca del Muerto y Periférico, dirección sur-norte, partiéndolo en dos, al parecer con una escopeta recortada de doble cañón, utilizando balas expansivas; el área quedó cubierta de restos pulverizados de metal y de cristales verdes, amarillos y rojos...”
... no se asusten; fui yo.
 Y eso significará una sola cosa: que el Día S (de semáforo)... ha comenzado.
 Alguien tiene que marcarles el alto a esos insensatos.



                             

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