miércoles, 7 de diciembre de 2011

Soledad y sus soledades

        Fue una niña.
        Se llamó Soledad.
        Esa era justamente su característica más distintiva y personal: la soledad.
        Tenía los ojos azules y la mirada triste.
        Casi no hablaba.
        Jamás tuvo una sola amiga de carne y hueso, ni compañero humano, ni nada.
        Soledad. Ella y sus sueños. Ella y su mundo. Allá arriba, en el ático de una vetusta casona victoriana.
        Cuando la razón afloró en su cerebro, decidió entablar amistad con las muñecas de sus manos. Con ellas jugaba horas y horas enteras. Al poco tiempo invitó a las niñas de sus ojos al convivio. Cuando tenían frío, Soledad las envolvía en su tibia. Cuando deseaban escuchar las noticias, Soledad encendía el radio de su brazo. Mas, cuando deseaban cantar, Soledad echaba mano del estribillo de su oído. Junto a ella, las muñecas tocaban el yunque y el martillo, mientras que las niñas tañían la campanilla.
        Fue el ciego del intestino de Soledad el que les enseñó a apreciar la oscuridad y a reconocer los sonidos de la noche.
        A veces, las cinco amigas se adentraban en el laberinto auditivo y jugaban a las escondidillas.
        Si el día estaba soleado, iban al parque a pasear a los caninos de Soledad, firmemente atados a sus correas. En ocasiones se animaban y trotaban y galopaban montadas sobre la cola de caballo de Soledad.
        Para refrescarse, bebían del bazo de Soledad, la que ponía a enfriar su cúbito hasta que éste se hacía hielo.
        Una tarde, una de las muñecas de Soledad se fracturó una pierna. El sistema nervioso simpático las hizo reír como locas durante la convalecencia.
        Cuando murió el ciego, lo sepultaron en una de las fosas nasales de Soledad.
        El tiempo pasó.
        Las cinco amigas se hicieron adultas. Se transformaron en mujeres allá arriba, en las soledades del ático.
        No pasaba día sin que regaran las plantas de los pies de Soledad, las que crecían frondosas, aromáticas. Las raíces capilares también dieron sus frutos, por lo que el quinteto aseguró su alimentación para cuando llegara el invierno.
        Cuando se presentó la senectud, las cinco solían dar largos paseos en bote. Les fascinaba seguir la corriente sanguínea hasta llegar a las cataratas que habían nacido en los ojos de Soledad. Las cinco se embelesaban con el rumor de las lágrimas, cuyo rocío las salpicaba apenas.
        Una tarde soleada, abordaron el bote e izaron las velas.
        Algo sucedió. Algo malo.
        La pequeña embarcación perdió la dirección y se adentró en una laguna mental.
Fue entonces cuando Soledad exclamó la única palabra que pronunció en vida, instantes antes de ser succionada por el remolino...
- ¡Mamá!



Soledad y sus soledades

        A todas las madres.
        A todos los hijos.

Ignacio E. Jaime Priego.
Mayo de 1994.

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