sábado, 19 de marzo de 2011

Joel

                                         I

Y si se te llegara a ofrecer algo, sólo toca el timbre de la cocina para que Prisci baje, ¿me oíste?...
        – Sí mamá, te oí.
        La mujer desapareció detrás de la puerta principal de la casa. No era la primera vez que la joven y aún hermosa madre salía con hombres después del divorcio, y con toda seguridad tampoco sería la última, así que lo mejor que podía hacer Joel era irse acostumbrando a quedarse solo algún viernes o sábado, cada quince días.
        Ni hablar.
        El niño escuchó el portazo del automóvil, la garganta del motor, y el nítido roce de los neumáticos sobre el asfalto mojado, hasta que los últimos ruidos se perdieron entre los demás murmullos apagados de la ciudad.
        Él y su madre vivían muy bien. Por lo menos muchísimo mejor que varios de sus compañeros del colegio. Tenían una preciosa casa toda alfombrada en la zona residencial más exclusiva del sur de la ciudad: Jardines del Pedregal. Poseían además un auto del año ella, y una regia motobici él, así como una pantalla Mitsubishi gigante en el cuarto de juegos, y una impresionante colección de películas que el ex–marido de ella y aún padre de él se encargaba de renovar mes a mes.
        Sí, vivían bien, y Joel suponía que eso de que no se podía tener todo en la vida...era cierto, y sobre todo, justo.
        Miró su reloj Rays luminoso modelo Neil Armstrong: eran las 21:10 de la noche.
        Se acercó al ventanal de la sala y le gustó el sonido de la lluvia al resbalar por el cristal, deformando las luces de la ciudad, que quedaba atrapada en cada gotita. Mentalmente se preguntó si apetecía un sándwich y de igual manera se contestó que no. Afuera, un larguísimo y espectacular relámpago le abrió un tajo a la oscuridad del horizonte, seguido de un lejano retumbo que reverberó atrás de las montañas. Joel se preguntó qué habría del otro lado de las montañas. Un bosque, quizás, o un castillo abandonado. Esta última idea le pareció la más interesante, tanto, que sus ojos se abrieron al máximo.
        Un castillo, como los de Ivanhoe, como los del Rey Arturo, solitarios y llenos de telarañas, de armaduras incompletas y celdas desiertas. Un nuevo relámpago le hizo cerrar los ojos. Se tapó los oídos para no escuchar el pavoroso bramido del trueno.
        – ¿Te dan miedo los relámpagos, verdad? –. La pregunta surgió desde el fondo de su mente, como una bala perdida. Joel corrió las cortinas y se fue al cuarto de juegos. Tal vez ahí encontraría algo más agradable en qué entretenerse. Cualquier cosa era mejor que los rayos. Al pasar por su cuarto se acordó de su Alf de peluche, así que simplemente entró por él y, sin encender la luz, lo tomó de la almohada de su cama. Niño y muñeco se encaminaron hacia el cuarto de juegos.
        Encendió el interruptor del cuarto y sus ojos, tan azules como los mares del sur, recorrieron la habitación hasta posarse sobre la pila de películas que había traído su padre la semana pasada. Comenzó a leer los títulos, y de pronto se detuvo en uno que logró cautivar su atención: “El gran desafío”.
        A él le gustaban los desafíos. Su propio padre le había enseñado que la vida misma era un constante desafío entre el hombre y sus circunstancias. De haber comprendido el significado de aquellas palabras, tal vez Joel le habría dado una palmada en el hombro.
        Estaba decidido. Él y Alf verían “El gran desafío”.
        Sentó al sorprendido Alf sobre el sofá. Encendió la videocasetera y le introdujo la cinta por la boca. El aparato emitió algunos sonidos mecánicos. Joel entonces pulsó el botón de Play y corrió a sentarse junto a Alf. En la pantalla, Steve McQueen y Edward G. Robinson eran los desafiantes; Cincinnatti Kid, el joven audaz contra Lancey Howard, el viejo zorro.
        – ¡Vamos Cincinnatti! – decía Joel cada vez que Lady Fingers repartía las cartas – ¡Demuéstrale al gordinflón ese quién es el campeón! –. Cincinnatti apostó su resto en la última mano del juego.
        – ¡Ya lo tienes Kid, ya lo tienes, el vejete es todo tuyo! – gritó Joel desde su lugar, secundando a Karl Malden, pero cuando Lancey reviró, el Kid, Malden y Joel palidecieron.
        El Kid aceptó el revire. Se mostraron los juegos. Full de dieces y ases del Kid, contra flor corrida, del ocho a la dama de diamantes, de Lancey. Había ganado el maldito vejete.
        Fúrico, Joel apagó el aparato y el estupefacto rostro de Steve McQueen se difuminó en la pantalla. Joel lanzó por los aires al extraterrestre el que, tras rebotar contra una de las paredes pintadas en color durazno, quedó tendido de bruces sobre la alfombra gris perla. Joel se dirigió hacia el ventanal, abrió una de las ventanas y alzó un puño hacia los húmedos, oscuros y solitarios cielos. Gritó con todas sus fuerzas.
        – ¡Reto al amo de las cartas a jugar contra mí! –. Sus ojos hurgaban en la oscuridad celeste en busca de una señal, algo que le dijera que su reto había sido aceptado.
        En ese momento ocurrió el apagón.
        Asustado, Joel cerró la ventana. Su corazón latía más rápido y más fuerte de lo normal. A tientas comenzó a buscar al visitante del espacio exterior. Sintió un gran alivio cuando lo encontró. Decidió recostarse en el sofá. Sus ojos buscaban alguna luz en la penumbra. Nada. Afuera, los grillos habían organizado un mitin. Abrazado a Alf, Joel los escuchaba y se preguntaba, como queriendo evitar el tema de la oscuridad, cómo le harían éstos para cantar y cantar sin tener que tomar aire.
        Un minuto después estaba dormido.
        Nunca, en sus doce años de vida, había sentido tanto miedo, en especial durante una noche de tormenta.

   II
        Cuando abrió los ojos descubrió que estaba en un tupido bosque. Miró a su alrededor. Había miles de árboles y arbustos. Se levantó y vio su propia sombra extendida sobre un pequeño claro y calculó que serían como las cinco de la tarde.
        Entonces se vio la ropa.
        Traía puesto un pantalón y una camisa propios del limosnero que solía pararse todos los días afuera de la escuela primaria, para extender su mano y fingir una mirada melancólica cada vez que alguien pasaba frente a él.
        Joel notó un pequeño bulto en el bolsillo izquierdo de su grasienta camisa. Lo palpó con cierta precaución y lo extrajo.
        Era un paquete de cartas. Un mazo.
        Lo guardó de nuevo y optó por caminar de espaldas al Sol.
        – ¿Qué diablos hago aquí? – pensaba – ¿Estaré soñando?
        Se detuvo y se pellizcó el brazo. No sucedió nada. Seguía ahí. Continuó caminando y ahora intentó una cachetada. Nada. Se jaló el cabello. Se mordió la lengua. Chifló. Se propinó una nalgada.
        – A ver – dijo –. Me acuerdo que anoche vi una película. Me acuerdo que se fue la luz y me acuerdo de los grillos.
        Una descomunal nube gris tapó el Sol. Al no ver su sombra, Joel miró hacia arriba, por lo que tuvo la oportunidad de apreciar, con lujo de detalle, el relámpago más grande que hubiera visto jamás. Era como la lengua electrificada de la nube, una lengua larga de luz ramificada que lamía las colinas y la maleza. El trueno partió un árbol y Joel se quedó petrificado ante aquél espectáculo, al cual ahora se unía la lluvia, incontrolable, furiosa, desbocada. El árbol partido comenzó a arder.
A lo lejos, Joel divisó un monte no muy alto y emprendió la carrera. Tenía miedo. Escuchaba los acelerados latidos de su corazón y notó que le pulsaban las sienes. Gritó con toda su alma pero la tormenta ahogaba cualquier otro sonido. Llegó hasta las faldas del monte y comenzó a subir. Los ríos de lodo que ya se formaban por la ladera le dificultaban el ascenso. Joel resbalaba continuamente y estaba convertido en una auténtica estatua viviente de barro. Se sentía impotente. Lloraba y gemía sin dejar de intentar escalar. La tormenta amainó un poco y el chico logró llegar hasta la cima. Cuando vio lo que había del otro lado del monte, su rostro se contrajo.
        Era un pueblo abandonado.
        Y aunque le aterraba la visión, el hambre, el miedo y el frío lo obligaron a bajar. Tal vez habría comida y ropa seca. Dos minutos después, Joel entraba al pueblo.
        Un viento gélido y susurrante levantaba pequeños tornados de tierra. Mientras avanzaba, el niño escuchaba con pasmosa claridad el rechinar de las oxidadas bisagras de las puertas y ventanas de madera que se mecían en la tarde.
        Había no cientos sino miles de fichas de juego esparcidas por doquier. De colores, como las que usan en los casinos donde juegan a las cartas... a las cartas.
        – Si al menos hubiera más luz – pensó Joel y aguzó la vista.
        Al doblar una esquina vio la entreabierta puerta de lo que parecía haber sido una imponente mansión victoriana. Subió los peldaños del porche y se detuvo frente a la puerta. Escudriñó aquella fachada. Parecía sólida. El cristal roto de la ventana del ático reflejaba una incipiente Luna, como una hostia anaranjada y a medio comer, flotando en la crepuscular frialdad de la tarde.
        De pronto le pareció escuchar un ruido, lejano, seco, como el que producen las manos al tronchar un lápiz. Agudizó la vista y el oído.
        Nada.
        – ¿No lo habré imaginado? – pensó y decidió investigar.
        Bajó los peldaños y se dirigió hacia la esquina por la que había venido. Un nuevo sonido lo detuvo. Idéntico, sólo que más claro, más nítido, más cercano. Nadie estaba tronchando lápices. No. Alguien, o algo, estaba pisando y trozando fichas.
        Joel lo vio doblar la esquina.
        Era un hombre alto vestido de negro. El viento le flameaba la rubia cabellera y la capa. Su rostro tenía el color de la Luna.
        Durante un segundo, su verde y congelada mirada se topó con la de Joel. El hombre aceleró el paso. Una sarcástica sonrisa se le labró en el rostro.
        Como impulsado por un resorte invisible, Joel regresó hacia los escalones de la mansión victoriana. Cruzó el umbral y una vez adentro descubrió las difuminadas formas de una escalera en espiral.
        Subió.
        Al llegar a la planta alta, buscó en dónde esconderse. Sin darse cuenta, los trece naipes de espadas saltaron del paquete y ahora tomaban posiciones militares junto a la escalera.
        – Cuando dé la orden, desenvainen y ataquen – les ordenó el Jack en los momentos en que el hombre pálido hacía volar la puerta de entrada de un puñetazo y comenzaba a subir por la desportillada escalera.
        – ¡Detente Kitnor! – sentenció el Jack. – Es sólo un niño.
        El hombre continuó subiendo.
        – ¡Ahora! – gritó el Jack y las otras doce barajas desenvainaron sus espadas y se lanzaron contra el amo de aquellos lugares, contra el señor del juego.
        Las minúsculas espadas abrían pequeños tajos en el rostro de Kitnor, quien, fúrico, lanzaba manotazos en todas direcciones.
        Joel escuchaba la batalla escondido debajo de la cama del cuarto que estaba al fondo del pasillo.
        Kitnor se arrancó dos naipes que tenía incrustados en los párpados. Al hacerlo, perdió el equilibrio y rodó escalera abajo. El siete de espadas, el dos, el nueve y el Rey fueron aplastados en el acto.
        Al oír semejante estrépito, Joel abandonó su frágil refugio. Encontró una ventana por la cual tal vez podría escapar. La abrió como pudo y los trece naipes de tréboles volaron frente a sus incrédulos ojos para descender hasta el fangoso terreno y formar un gran trébol.
        – ¡Arrójate! – le gritó la Reina –. Es tu única oportunidad.
        Cuando Joel escuchó a explosión de astillas y maderas a sus espaldas, cerró los ojos y se lanzó al vacío. El gran trébol amortiguó la caída.
        Enloquecido, Kitnor llegó hasta la ventana sólo para ver al niño incorporarse para iniciar una veloz carrera detrás de un callejón. El grito de impotencia que Kitnor lanzó hizo retumbar el marco de la ventana. Era una voz grave, gruesa, tenebrosa.
        Abajo, sobre la tierra anegada, los trece naipes de tréboles se hundían en el fango irremediablemente, como si el lodo los succionara. – ¡Corre, niño, corre, sálvate del monstruo! – le dijo la Reina de tréboles antes de desaparecer bajo las fangosas tierras.
        Joel corrió y corrió a la derecha, a la izquierda, esquivando ramas y arbustos, sorteando charcos y desniveles, hasta sentir que los pulmones le iban a reventar. Se detuvo y pensó en su madre. Roxana. Tenía tiempo para hacerlo. El hombre aquel había quedado muy atrás. Se acurrucó bajo un frondoso árbol. Se frotó las manos y sintió un leve calor en las palmas. Su jadeo se fue calmando.
        – Mamá – dijo.
        La serena quietud de la noche le acarició los sentidos. Una brisa húmeda alborotaba las copas de los árboles y Joel pensó en la resaca del mar. Ambos sonidos se parecían. Luego escuchó a los grillos y el suave arrastre de las hojas secas. Alzó la mirada y por primera vez contempló el cielo abierto en toda su magnificencia. Majestuoso, estrellado, como si fuera un eterno terciopelo oscuro lleno de agujeritos por los que se filtraban rayitos de oro y plata. Ya había dejado de llover.
Lo invadió una especie de sopor.
        Ahora se adentraba cada vez más en esa zona que divide la realidad, del sueño. Su cerebro siseaba como si fuera una víbora de cascabel a punto de atacar. Sus párpados se cerraron. Y entonces sintió cómo le aprisionaban el brazo derecho.
        Era Kitnor.
        Joel rompió en llanto.
        El hombre lo alzó. Se lo acomodó sobre el hombro y comenzó a caminar.
        – ¿Quién es usted? – preguntó Joel, convertido en una fábrica de lágrimas.
        – Mi nombre es Kitnor – respondió su captor.
        – ¿Qué me va a hacer? ¿A dónde me lleva?
        – Ya lo sabrás.
        – Pero... ¿por qué?
        – ¿Ya se te olvidó? – preguntó el hombre. – Si hicieras un poco de memoria lo sabrías.
        ... ¿Tiene algo que ver con el apagón? – balbuceó Joel.
        – ¡Vaya! Veo que tu mente funciona. Ojalá y te funcione igual cuando estemos en la mesa.
        – ¿Mesa?
        – ¡Todo a su tiempo! – dijo el hombre. Tenía la mirada más fría e inexpresiva que Joel había visto en toda su corta vida.
Kitnor apresuró el paso.
        Al cruzar una valla de setos, hombre y niño se detuvieron. El hombre bajó al chico.
        – Hemos llegado – dijo.
        Frente a ellos, un enorme castillo medieval se erguía impávido bajo la mercurial luz de la Luna. En cada uno de sus cuatro torreones flameaba una inmensa banderola: de tréboles, de picas, de diamantes y de corazones, respectivamente.
        Cruzaron el puente de madera. Joel notó que el agua del foso que rodeaba el castillo se agitaba pavorosamente.
        – Cocodrilos hambrientos, por si te interesa saber – dijo Kitnor sin mirarlo siquiera.
        Entraron. Detrás de ellos, las cadenas del puente levadizo gimieron. Joel pensó ahora en Ivanhoe y en el Rey Arturo. Las antorchas iluminaban los colosales bloques de piedra y los pasillos. Las armaduras reflejaban tonos rojizos, cobrizos, bermejos y ocres, por lo que daban la impresión de estar en llamas.
        Hombre y niño cruzaron un amplio salón. Había figuras de tréboles, diamantes, picas y corazones por todas partes, incluso en los respaldos de las sillas.
        – Este es el comedor – dijo Kitnor.
        Se adentraron por un corredor. El crepitar de las antorchas se hacía más claro. Ambos subieron por una escalinata de caracol, la cual desembocada a un nuevo pasillo custodiado por un ejército de armaduras oxidadas y mancas. Kitnor se detuvo. Descolgó una llave del muro y la introdujo en la cerradura de la puerta. Giró la llave. Empujó la puerta. La puerta crujió con espantosa lentitud.
        Entraron.
        Era una celda. Una antorcha la iluminaba.
        – Tú me retaste anoche y yo acepté el reto – dijo Kitnor. – Tú y yo vamos a jugar una partida de cartas esta noche. Si me ganas, quedarás libre. pero si pierdes...si pierdes – Kitnor posó su mano sobre la trigueña cabellera de Joel – ¡Te quedarás aquí para siempre!
        – Pero...yo no sé jugar cartas – gritó Joel.
        – Ése es tu problema – respondió Kitnor. Por segunda vez en la noche, Joel lo miró de frente. Era pálido como la cera. No tenía ojos sino dos esmeraldas congeladas, dos icebergs, y tenía el cabello rubio, como Steve McQueen.
        – En esa mesita encontrarás una cena suculenta – dijo Kitnor señalándole la mesita –. Nadie debe de jugar con el estómago vacío. Una cosa más. No querrás jugar con esos harapos que traes puestos, por lo que debes ponerte el traje que está sobre el camastro – Kitnor se lo señaló también –. Así que cena, vístete y enfréntate a tu destino. Volveré por ti. Y debo advertirte que nunca he perdido una partida. Nunca.
        Kitnor abandonó la celda. Joel escuchó la llave girando en las entrañas de la cerradura y luego los pasos que se alejaban. Se dirigió hacia la mesa y devoró la carne, la fruta, el pan y el tarro con agua. Saciada su hambre, Joel inspeccionó la celda. Se olvidó de la puerta y se concentró en la ventanilla del muro frontal. Acercó el camastro. Lo acomodó contra el muro y trepó por él. Llegó hasta los barrotes. Se asomó.      
La altura era impresionante allá afuera. Calculó que habría tres metros entre él y la ventana de la atalaya que había justo enfrente, de dimensiones similares a las de la celda. En ese instante, las trece barajas de diamantes abandonaron la bolsa de su camisa y formaron un puente recto. El Diez de diamantes, primer eslabón de la improvisada cadena, logró apoyarse apenas sobre la cornisa de la atalaya.
        – ¡Inténtalo chico, vamos! – le dijo el Rey de diamantes. Joel cupo perfectamente bien entre los barrotes y ahora gateaba sobre las barajas. Una súbita ráfaga de aire rompió el improvisado puente de cartón y el niño tuvo que retroceder apuradamente. Vaciló, y de un salto se aferró al borde de la ventana de la celda. Los trece naipes volaron y Joel los vio hundirse, uno a uno, en la negras aguas del foso, para ser tragados por los cocodrilos, que no le quitaban la mirada de encima a la extraña criatura. Joel se apoyó de nuevo en el camastro y bajó. Miró las ropas. Le llamó la atención la capa roja, de terciopelo, que tenía un gran trébol negro en la espalda, justo en el centro.
        Y entonces oyó los pasos.
        Joel palideció. La llave entró en la cerradura y comenzó a girar.
        Los trece naipes de corazones salieron despedidos del bolsillo de su camisa y se colocaron sobre el pétreo marco de la puerta, la que en ese momento se abría. La figura de Kitnor apareció recortada contra el bermejo resplandor del fondo. Su rostro parecía de mármol.
        – Así que aún no te has vestido, vaya – dijo el hombre con desilusión, negando con la cabeza.
        Súbitamente, las trece cartas de corazones se dejaron caer y le pegaban al hombre en el pecho, a la altura de su propio corazón. Cuando caían al suelo, lo hacían despojadas ya de todos sus corazones... ¡Se los habían dejados incrustados al amo de la noche! Las facciones de Kitnor perdieron rigidez. Ahora se veían serenas. Su mirada se dulcificó y por fin sonrió.
        – No sé qué me pasa – dijo – pero no voy a jugar contigo. Será mejor que te vayas. Hazlo pronto, ya que podría arrepentirme.
        Temeroso y feliz a la vez, Joel pasó junto a él. Kitnor lo detuvo en seco.
        – Una última cosa – le advirtió –. No vuelvas a desafiarme jamás. Si lo haces, entonces tú y yo celebraremos una partida. ¡Vaya que la la celebraremos!
        – ¡Nunca! – dijo Joel – y gracias.
        – Llévate la capa – le ordenó Kitnor – hace frío allá afuera.
        Joel se la puso. Abandonó la celda y se internó por el pasillo, hacia la escalera. Cruzó el corredor, ahora acondicionado como salón de juegos. Un enorme paño verde cubría la superficie de la mesa. Había también cientos de fichas, así como varios paquetes de cartas. Todas las velas del candelabro que pendía del techo estaban encendidas, dibujando espectrales figuras móviles sobre el techo.
        Cuando corría hacia el puente levadizo, éste comenzó a bajar, lanzando gemidos metálicos al aire. De espaldas al castillo, Joel se internó el bosque. Corrió hasta caer rendido por el sueño, una vez más.

III
02:16 Am.
A Roxana le extrañó encontrar encendida la luz del cuarto de juegos, pero se tranquilizó al ver a su hijo y a Alf dormidos sobre el sofá. Se acomodó a su hijo entre los brazos y decidió que esa noche dormirían juntos. Lo depositó sobre la cama matrimonial y regresó al cuarto de juegos.
– No creo que Alf se ofenda por dormir solo en el sofá esta noche – dijo la mujer  en voz baja, y apagó el interruptor.
        Roxana desvistió a Joel y se preguntó si la capa roja de terciopelo con un trébol negro en la espalda que traía puesta, sería de algún vecino, pues no recordaba habérsela visto antes.

   Joel

Para todos aquellos
que gustan de llevar a los niños
a pasear en bicicleta al parque.

                                Ignacio Jaime Priego
                                Septiembre de 1984.

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